miércoles, mayo 24, 2023

César Vidal: Carlos Alberto Montaner se desvanece. De Carlos Alberto Montaner: Mi Última Columna

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Carlos Alberto Montaner se desvanece

Por: César Vidal

Existe una vieja canción inglesa de soldados cuya letra dice: “Old soldiers never die, Never die, never die, Old soldiers never die, They simply fade away”, lo que podría traducirse como “Los viejos soldados nunca mueren, nunca mueren, nunca mueren, simplemente se desvanecen”. La cancioncilla es una parodia de una canción evangélica titulada Kind Thoughts Can Never Die y el hecho de que se cantara en medios militares explica que fuera utilizada en un momento determinado por el general Douglas MacArthur. El 19 de abril de 1951, tras un enfrentamiento claro con el poder presidencial de Harry Truman, MacArthur – que había recogido la capitulación del Japón en el acorazado Missouri al término de la segunda guerra mundial – anunció ante el congreso de los Estados Unidos su retirada de la vida militar. El discurso de MacArthur es conocido como el discurso de “los viejos soldados nunca mueren”, pero, en realidad, el veterano militar reprodujo – y así lo reconoció – la letra del tema inglés afirmando: “Recuerdo el estribillo de una de las baladas de cuartel más populares de aquel día que proclamaba muy orgullosamente que “los viejos soldados nunca mueren; sólo se desvanecer”. Y como el viejo soldado de aquella balada, yo cierro ahora mi carrera militar y sólo me desvanezco, un viejo soldado que intentó cumplir con su deber tal y como Dios le dio luz para ver ese deber”.

Hace tiempo que sabía que Carlos Alberto Montaner estaba enfermo y me preguntaba de manera insistente en cómo evolucionaría una dolencia que, por su propia naturaleza, va desmontando las capacidades de cualquier ser humano pieza tras pieza. Tengo la sensación de que la última vez que lo vi fue antes de la crisis del coronavirus en un acto público, pero coincidir en una eventualidad semejante se hizo muy difícil desde que buena parte de mi vida transcurre en Washington en la cercanía de lo que algunos denominan “la ciénaga”. Pero aún así... Siempre que coincidía con un conocido común me interesaba por su estado de salud y siempre las noticias eran desalentadoras. Cuando, hace apenas unos días, me topé con su despedida tuve que reconocer que había llegado lo inevitable. Carlos Alberto no moría – los viejos soldados nunca mueren – pero, como afirma el dicho popularizado por MacArthur, se desvanecía.

Creo que la primera vez que tuve noticia de su existencia fue siendo un adolescente – con seguridad no había cumplido los veinte años – cuando leí su libro dedicado a radiografiar la revolución cubana. Para mi, aquella obra constituyó una auténtica sorpresa porque no era un canto hagiográfico de Fidel Castro, como tantos publicados en España a la sazón, pero tampoco era el negro relato de algo que constituía un ejemplo del mal absoluto. Montaner defendía la libertad y la democracia, pero, a la vez, reconocía que Castro había mejorado la suerte de un sector de la sociedad cubana. El gran drama era que para mejorar la condición de ese segmento social había arrastrado al resto del país a una dictadura, al exilio masivo y a la miseria.

(Carlos Alberto Montaner y su esposa Linda; foto de archivo)

Durante las décadas siguientes, me encontré con sus escritos aquí y allá, y supe de su fuga de una cárcel cubana en unos términos que me habrían parecido totalmente inverosímiles de haberlos leído en una novela. Sin embargo, fue ya a finales de los años noventa cuando lo conocí en persona en los encuentros liberales que, por aquel entonces, se celebraban en la hermosa localidad española de Albarracín, en medio de Aragón. Creo que hace muchos años que aquellos eventos dejaron de tener lugar, pero en aquella época me permitieron conocer a gente como Mario Vargas Llosa – todavía sin premio Nobel aunque con todo el mundo convencido de que si no se lo daban ese año se lo darían al siguiente – y al mismo Montaner. Fue un año además donde quien escribe estas líneas pronunció una ponencia sobre las cifras reales de la URSS sobre la base de las fuentes rusas.

Los autores de los libros que leemos no siempre se corresponden con el retrato que nos hemos formado de ellos, pero aquel Montaner sí que se correspondía con el que yo había deducido de su radiografía de la revolución cubana. Era un liberal – no en el sentido americano sino europeo – moderado en sus apreciaciones y de expresión clara. Charlar con él constituyó siempre una experiencia gratas de esas que se sacan del cajón de los recuerdos ocasionalmente para volver a disfrutarlas. Fue con ocasión de esos encuentros liberales donde tuve ocasión, por ejemplo, de escuchar de su propia boca el impacto que le había causado un infarto precisamente cuando regresábamos en el mismo automóvil desde Albarracín a Madrid y cuando elevé una plegaria al Altísimo para que no se lo llevara tan pronto de este mundo.

Por aquella época yo reanudé mis viajes a Miami que se habían visto interrumpidos por un tiempo y volví a encontrarme con él a este lado del mundo en eventos de carácter político gracias especialmente a un profesor universitario llamado Ricardo Lago. Fue así, por ejemplo, como una noche escuché una conferencia de Montaner sobre lo que debería ser la transición en Cuba a cuyo término Lago me susurró: “ha hablado como el primer presidente democrático de Cuba”. Eso hubiera deseado yo en ese momento porque a la sazón – hace, año arriba, año abajo, un cuarto de siglo – Montaner estaba en una edad y en una sazón en que hubiera podido acometer esa tarea. De hecho, sustentaba posiciones que buscaban el diálogo con el régimen para salir del encallamiento en que había sumido a Cuba y que le ocasionaron no pocas críticas. Pero el tiempo, lo sé por mi mismo, es inexorable.

No sólo es que el paso de los años fue alejando a Montaner de ese destino de protagonizar una transición sino que además nuestro mundo comenzó a experimentar mutaciones que he recogido en mi libro Un mundo que cambia y que desplazaron la realidad en una dirección muy distinta de la que podíamos pensar en los años noventa. Esperábamos un futuro bien diferente cuando la URSS se colapsó en 1991 y, ciertamente, el mundo ha sido diferente, pero de lo que esperábamos. No sólo es que en Cuba no se vino abajo la dictadura sino que además los paradigmas de la guerra fría en los que Montaner se desplazaba como pez en el agua han desaparecido. Sé que muchos continúan analizando lo que pasa en el mundo de acuerdo a ese patrón, pero, precisamente, ésa es una de las razones de que no acierten en sus previsiones y de que sus análisis no se correspondan con la realidad. A fin de cuentas, de la misma manera que Bismarck no hubiera cometido jamás el error de concebir su mundo como si fuera el de Napoleón y que Roosevelt no siguió los patrones de la época de Lincoln, pretender ver ahora nuestro universo político con los lentes de la guerra fría constituye un anacronismo de considerable gravedad. Ni la derecha ni la izquierda de entonces son las actuales y en la política internacional, el verdadero enfrentamiento se produce no entre ellas sino entre los políticos que siguen una línea patriótica y los que tratan de imponer la agenda globalista. Pero no nos desviemos.

Los viejos soldados nunca mueren porque en la memoria de los que los conocieron – y los que recibieron los beneficios de su valor y su tesón – no resulta posible esa eventualidad. Únicamente, un día, que siempre es recibido con emoción, se desvanecen incluso antes de abandonar físicamente este mundo. Sucedió con MacArthur cuando, tras derrotar al Japón en los islotes del Pacífico y tras gobernar esa nación como un auténtico virrey, demostró ser incapaz de comprender la guerra fría. Sucede ahora con Montaner que, tras combatir tenazmente durante la guerra fría, vive, como todos nosotros, en un mundo que, en algunas cosas, recuerda a aquel, pero que es decisivamente distinto. Quizá, en coyunturas históricas así, los viejos soldados necesariamente tengan no que morir sino que desvanecerse. Quizá. En cualquier caso, ésa es precisamente la tesitura, anunciada por él mismo, en la que está inmerso Carlos Alberto Montaner, un viejo soldado de la causa de la libertad que se desvanece

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Tomado de https://www.cubanet.org/

Mi última columna

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Me retiro del “columnismo”. Mis columnas, durante años, las distribuyó mi colaboradora más estrecha, Lucía Guerra. He cumplido 80 años. Padezco Parálisis Supranuclear Progresiva. El nombre lo dice todo.

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 Carlos Alberto Montaner y familia. Fotos de archivos añadidas por el bloguista de Baracutey Cubano

Por Carlos Alberto Montaner

4 de mayo, 2023

MADRID, España. — Me jubilo sin júbilo alguno. Me retiro del “columnismo”. Mis columnas, durante años, las distribuyó mi colaboradora más estrecha, Lucía Guerra. He cumplido 80 años. Padezco Parálisis Supranuclear Progresiva. El nombre lo dice todo.

Es una enfermedad rara del cerebro. Me la diagnosticaron en el hospital “Gregorio Marañón” —uno de los mejores de España— tras una resonancia magnética. Tres personas por cada 100.000 la padecen. No es contagiosa, ni heredada. No hay cura para ella. No se sabe cómo comienza ni por qué se origina. Es de la familia del “parkinsonismo”, pero sin temblores. De ahí la confusión en el diagnóstico. Se caracteriza por impedirme conversar bien y leer, más allá de los titulares (Linda, mi mujer, y nuestra hija, Gina, me leen los diarios), no así escribir todo lo “bien” que me ha permitido llevar más de medio siglo escribiendo —entre otras cosas— una columna “sindicada” a la semana. He escrito miles de columnas y debo a mis artículos todo lo que he hecho posteriormente.

Este PSP que ahora me afecta se caracteriza (como el otro, el de los comunistas cubanos), por el “habla lenta o arrastrada” que hizo que dejara los comentarios en CNN en español (donde tanto compartí con Andrés Oppenheimer, Camilo Egaña y otros notables periodistas), pese a los esfuerzos por retenerme que hizo mi amiga Cynthia Hudson, presidente de la cadena. O en veinte estaciones de radio, comenzando por El Sol de la mañana, bajo la dirección del matrimonio dominicano Espaillat, Montse y Antonio, siguiendo con La hora de la verdad en RCN de Bogotá, en un espacio dirigido por Fernando Londoño, hasta la modestísima emisora por Internet que orienta Orlando Gutiérrez hacia Cuba, y tiene uno de sus más sólidos baluartes en Julio Estorino. Además, durante años mis comentarios llegaron a Cuba por medio de Radio Martí. Gracias por tolerarme en sus filas.

(Carlos Anerto Montaner y su esposa Linda)

Al periodista cubano Carlos Castañeda lo vi llegar a Puerto Rico a finales de los sesenta con un trabajo que a mí me parecía muy difícil: levantar El día de Ponce hasta que compitiera con El Mundo de San Juan. Si yo hubiera sabido los planes de Carlos con cierta antelación me habría quedado a librar esa batalla, pero ya tenía hasta los boletos para España. Había sido aceptado en la Universidad Complutense de Madrid para hacer el doctorado. Mi familia y yo nos embarcábamos en una nueva aventura europea.

Era el primer semestre de 1970. Castañeda mudó El Día para San Juan, le cambió el nombre, le llamó El Nuevo Día e hizo un tabloide con grandes titulares, fotos ad hoc y grandes caricaturas. Pronto se quedó solo en el terreno. El Mundo cerró. De aquel lance antes de instalarme en Madrid guardo un consejo que fue muy importante en mi vida profesional: “Busca en New York a Joaquín Maurín —me dijo Castañeda—. Es un exiliado español. Dile que tú quieres escribir columnas para su agencia ALA (American Literary Agency). Ahí están los mejores de la lengua, entre otros, Germán Arciniegas y Pablo Neruda”. Lo hice. Maurín me pidió una muestra. Se la di. Cuando la encontré reproducida en 156 diarios me juré cuidar mis columnas. Y así he hecho desde entonces.

Joaquín Blaya me llamó a Madrid. Era un chileno, presidente de Univisión. Luego lo sería de Telemundo. Me pidió un comentario a la semana y dejó que yo escogiera el tema. Sería, claro, de actualidad. La promesa de Maurín se había cumplido. ALA le daba difusión a mis ideas y éstas me abrían otros campos como la TV, mucho mejor pagados que la prensa plana. Pero Blaya demostró que era un ejecutivo de altísima calidad.  En una oportunidad en que me dieron un minuto para explicar una hipótesis de un cura antropólogo, profesor de una universidad de NY, sobre el programa del Welfare, diseñado fundamentalmente por hombres, y su impacto en mujeres de bajos recursos. Sin duda, un tema polémico. El canal 41 de NY vio la rentabilidad política, o actuó por temor, bajo la indicación de la gerencia. Lo cierto es que Al Sharpton, ministro baptista, fue a pedir mi cabeza al canal, sin haber oído mi comentario en español, y Blaya me defendió con total firmeza.

Cuando The Miami Herald parió un pliego en español creyeron que sería un fenómeno pasajero. Pero luego comprobaron que aumentaba el perímetro del castellano. Como el mundillo de los editores de diarios es muy reducido, se hablaba con mucho respeto de Carlos Castañeda y de la hazaña que había realizado en Puerto Rico. Lo llamaron y de ahí nació El Nuevo Herald en la primera parte de los ochenta. Allí comparecieron Roberto Suárez, Gustavo Pupo Mayo, Sam Verdeja, Armando González, Roberto Fabricio y el gran Carlos Verdecia, exdirector de El Nuevo Herald.

Creo que fue Pupo Mayo. Me ofrecieron la dirección de El Nuevo. No la acepté. No quería desplazarme de España. Me ofrecieron dirigir la página de “Opiniones”. Puse dos condiciones para que no aceptaran: sólo estaría presente la primera semana del mes. Las otras tres las pasaría en España. (A fin de cuentas, inauguré el trabajo a distancia que se popularizó durante la pandemia). La segunda condición era que fueran mis adjuntos Araceli Perdomo, de cuya integridad se contaban cosas muy positivas en la redacción, y Andrés Hernández Alende, para no cometer errores ni injusticias. Al extremo que, andando el tiempo, tras mi renuncia, Araceli y Andrés me sustituyeron en el cargo. A lo largo del tiempo El Nuevo Herald ha sido mi casa.

He tenido la oportunidad de escribir en los mejores periódicos de América Latina, de España y de USA. En los últimos tiempos mi columna semanal ha aparecido en El Líbero, el mejor periódico digital de Chile, y en El Independiente, un excelente diario digital que sacan Casimiro García-Abadillo, Victoria Priego (dos grandes veteranos del periodismo español) y —en la parte internacional— Ana Alonso. Esos dos diarios completan el cuadro del ámbito de la lengua en el que he tenido el privilegio de dar la batalla de y por la libertad. Al final de mis memorias, Sin ir más lejos, publicadas por Silvia Matute en Debate, editora también de “Penguin-Random House”, en español, cité al filósofo Julián Marías por su humilde frase. Hoy lo vuelvo a hacer: “Hice lo que pude”.

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