miércoles, abril 06, 2022

Los profesores del ayer. Luis Cino desde Cuba: ¿Qué modales, qué valores, van a inculcarles a nuestros muchachos esos maestros hechos a martillazos, a menudo groseros impostores prestos a dejarse sobornar con dinero y regalitos?

Los profesores del ayer

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¿Qué modales, qué valores, van a inculcarles a nuestros muchachos esos maestros hechos a martillazos, a menudo groseros impostores prestos a dejarse sobornar con dinero y regalitos?

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Por Luis Cino

5 de abril, 2022

LA HABANA, Cuba. — La primera noticia que tuve del que sería luego y por siempre mi disco preferido de Los Beatles, Abbey Road, llegó a finales de 1969, durante una etapa de escuela al campo, a través de Humberto, mi profesor de matemática de octavo grado en la secundaria básica “Mariana Grajales”, a quien llamábamos —sin que él lo supiera, claro está— “Monomio”. Sin embargo, la información que nos dio fue lo que hoy llamaríamos una fake news. El profe, cuando nos sorprendió oyendo Come together en la WQAM, en vez de amonestarnos, se sumó a nuestro entusiasmo y nos dijo que aquella canción venía en el último disco de los cuatro de Liverpool, del cual nos describió la portada con lujo de detalles y dijo que se llamaba Rumb monaster.

Luego de aquel inglés disparatado que se inventó Monomio para demostrar que estaba en la última e impresionarnos, empezamos a dudar de sus conocimientos en la asignatura que impartía y de la cual no entendíamos mucho, apenas lo necesario para aprobar con siete los exámenes.

Hoy lamento haberme burlado de aquel profesor calvo y con tics nerviosos que se esforzaba por demostrar una cultura mayor que la que realmente tenía. Pese a su evidente desajuste, era una buena persona, trataba de ganarse nuestra simpatía y no era demasiado severo al revisar nuestras pruebas. Y menos aun apurándonos y exigiéndonos el cumplimiento de metas en los surcos y de participación en actos políticos.

Monomio, unos ocho o nueve años mayor, no era muy diferente de nosotros en cuanto a gustos y disgustos. Tal vez estos últimos eran la causa de su desajuste.  Ahora comprendo que, como nosotros, también se veía obligado a fingir y simular. Y eso —vaya si lo sabremos los cubanos— hace daño, mucho daño.

Por su pasión por Los Beatles, Los Rolling Stones y Blood, Sweat and Tears, y por escuchar emisoras de radio norteamericanas, Monomio se exponía a ser castigado por diversionismo ideológico. Igual que Jorge Félix, mi maestro Makarenko de sexto grado, que se atrevió a llevar al aula y ponernos, en su tocadiscos checoslovaco, el primer disco de Los Beatles que escuché, Help, y que fue para mi cual revelación celestial.

Guardo gratitud y buenos recuerdos de varios de los profesores que tuve en la primaria y la secundaria. Algunos, como Gloria Villavicencio y Nora Silva, provenían de la Escuela Normal. Sus clases eran muy buenas, pero, además, se preocupaban por nuestros modales y por inculcarnos buenos hábitos.

En cambio, de los profesores que tuve a inicios de  los años setenta, en el Preuniversitario Cepero Bonilla, un instituto de atmósfera gris y con rigores casi militares, los recuerdos son malos. Se comportaban como inquisidores o carceleros.

La excepción, por sus clases apasionadas, su inteligencia y bondad, fue Manolo López Granda, el profesor de Literatura. Con su extrema delgadez y una prematura calvicie —tendría por entonces poco más de treinta años—, el profe Manolo se ganaba sin esfuerzos la confianza de los alumnos y fomentaba en ellos más que el gusto, la pasión por la lectura.

Lo recuerdo como director de campamento, durante una zafra en Matanzas, en 1972, en las frías noches, tras las agotadoras jornadas en los cortes de caña, discutiendo con nosotros Cien años de Soledad,  la clave para leer Rayuela o analizando, pacientemente, la métrica y las rimas o no de los versos que escribíamos con lápiz, en hojas de cuaderno escolar, y que eran sospechosamente parecidos a los de Whitman, Vallejo o Antonio Machado y Miguel Hernández en versión de Joan Manuel Serrat.

Los muchachos que acudíamos a él con tales inquietudes literarias no reuníamos exactamente las cualidades del hombre nuevo que se suponía inculcara el instituto en sus alumnos. A nadie se le hubiera ocurrido describirnos como “combativos, disciplinados y entusiastas en el cumplimiento de las tareas revolucionarias”. Pero Manolo no se daba por enterado. No se propuso obtener peras de olmos. Se conformó con conseguir buenos lectores y amigos para el futuro. Y eso lo logró.

Siempre le agradeceré a Manolo los libros que me recomendó y las pautas que me aconsejó que siguiera para leerlos. Pero, sobre todo, cuando, la vez que le expresé mi preocupación de que un cuento mío no le pareciera bien por motivos ideológicos, me respondió: “¿Y quién dijo que la literatura se mide con ideologías?”

Discúlpenme esta crónica nostálgica y nada periodística. Es que ahora saco cuenta de que cualquiera de aquellos profesores que tuvimos los de mi generación, aun los más malos, los menos capaces, eran infinitamente mejores que los que les deparó la pedagogía comunista a nuestros hijos y nietos.

Formados apresuradamente, nada profesionales y más ocupados en el teque y el adoctrinamiento político-ideológico que en las asignaturas que imparten, uno puede entender por qué la mayoría de sus alumnos tienen tan mala ortografía y apenas pueden redactar un párrafo de modo coherente. Y lo que es peor: su incultura, mal gusto y falta de valores.

¿Qué modales, qué valores, van a inculcarles a nuestros muchachos esos maestros hechos a martillazos, a menudo groseros impostores prestos a dejarse sobornar con dinero y regalitos?

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