lunes, enero 23, 2006

LOS RESORTES MORALES DEL HOMBRE NUEVO

Por Julián B. Sorel
Los resortes morales del hombre nuevo

"Típica" bodega cubana
Para cualquiera que conozca un poco lo que realmente ocurre en Cuba, el fracaso económico y social del régimen de Fidel Castro resulta cada día más palmario. Aunque a lo largo de 47 años ha dispuesto de todos los recursos del país y de un cuantioso volumen de ayuda exterior, el modelo totalitario/caudillesco implantado a partir de 1959 ha seguido el curso inexorable de empobrecimiento y represión que ya habían recorrido otras sociedades comunistas.
En la prensa nacional, monopolio del Estado, la propaganda oficial exalta sin cesar los logros en materia de deportes, educación y salud pública. Los sochantres del exterior repiten la melopea, sin querer examinar el contenido de la enseñanza, ni la calidad de la atención médica, ni el precio astronómico que la sociedad cubana se ve obligada a pagar por cada medalla olímpica.
La triste realidad es que, tras casi medio siglo de gobierno unipersonal y caprichosos experimentos económicos, la mayoría de los cubanos viven hoy mucho peor de lo que vivían sus padres o abuelos. Ni siquiera es necesario considerar la falta de libertades y la violación permanente de los derechos humanos enquistadas en los códigos jurídicos del Estado, aunque ambas constituyen el núcleo del problema. Basta con echar una ojeada a las condiciones materiales de la vida cotidiana: la vivienda, los servicios de electricidad, gas y agua potable, el transporte, la ropa y la comida, la disponibilidad de información o la capacidad de esparcimiento. En todos esos aspectos, la vida de los súbditos del castrismo es paupérrima y sigue empeorando, a pesar de las remesas de los exiliados, las propinas de los turistas y los barriles de petróleo de Hugo Chávez.
Vista del exterior, es desconcertante la incapacidad de la sociedad cubana para responder a esa situación, que amenaza ya su propia supervivencia. Cuando se tienen en cuenta las condiciones actuales, resulta descorazonadora la mansedumbre predominante, que permite al gobierno movilizar fácilmente a las masas y poner a desfilar a millones de presuntos adeptos banderita en mano para condenar la infinita maldad del imperialismo yanqui. Los mismos castristas furibundos que, en cuanto se les presenta la ocasión, piden asilo en Miami, en Madrid y hasta en Kuala Lumpur, si se tercia. La otra cara de esa pasividad es el escasísimo apoyo social que reciben los disidentes. La insolidaridad y el afán de escapar de la isla son dos de los rasgos del hombre nuevo socialista que el régimen explota para prorrogar su dominio sobre el país.
Julián Marías ha señalado las consecuencias que esos regímenes suelen tener sobre las sociedades que los segregan y padecen: “En los países en que la libertad tiene eclipses prolongadísimos, que afectan a generaciones enteras, lo que entra en crisis es la vida misma; son pueblos que viven con vita minima, en los que se han atenuado los resortes específicos de lo humano”. Pero este aflojamiento de los resortes morales no deja de resultar sorprendente en un país como Cuba, que durante siglo y medio se caracterizó por el talante dinámico, generoso y levantisco de sus habitantes.
Puestos a buscar explicaciones, no puede pasarse por alto la índole totalitaria del sistema, el grado de represión, la condición insular del país, la popularidad inicial del caudillo victorioso, el contencioso con Estados Unidos y todos los demás factores que todavía contribuyen a apuntalar la extraña fantasmagoría que perdura en la isla. Sin embargo, muchos de esos factores han estado presentes en otros lugares (o en Cuba misma, en otras épocas) y su vigencia no impidió a la sociedad civil reaccionar cuando la arbitrariedad del Estado puso en peligro su supervivencia.
Obsérvese la secuencia de los movimientos revolucionarios que a lo largo de un siglo sacudieron a la isla: 1868, 1895, 1927 y 1956 marcan el inicio de etapas de violencia política contra la Corona española y las dictaduras de Gerardo Machado y Fulgencio Batista, respectivamente. Los intervalos que separan esas fechas incoatorias son de unos 30 años. Eso indica que, de mediados del siglo XIX a mediados del XX, cada dos generaciones, año más o menos, una parte del país se alzó en armas contra el poder establecido.
En cambio, tres décadas después del triunfo de la revolución castrista, hacia 1989-91, no se manifestó en la isla ni el menor síntoma de trastorno político. Esa parálisis resulta aun más notable porque coincidió con el derrumbe mundial de la ideología que todavía le sirve de coartada al régimen y la pérdida de sus fuentes de financiación. O sea, que se acabaron los subsidios soviéticos, Marx y Lenin ingresaron definitivamente en el museo de cera de Madame Tussaud y en Cuba no pasó ni un águila por el mar (si se exceptúa el caso Ochoa, de singular y notoria ambigüedad). Aún hoy, tres lustros después de que los alemanes derribaran el Muro de Berlín y los rusos se quitaran de encima la vetusta tramoya del Partido Comunista, el pueblo cubano parece incapaz de reaccionar políticamente ante la catástrofe en cámara lenta en la que está sumido.
Cabe preguntarse si esto ocurre así porque Castro cuenta aún con el respaldo de la mayoría de los habitantes de la isla, como asegura la propaganda de La Habana , o si, como afirman sus opositores, su régimen es una anomalía histórica, la parálisis social es efímera, y los millones de exiliados, los miles de fusilados y de presos políticos y la heroica resistencia de un puñado de disidentes son prueba fehaciente de la vigencia de la rebeldía nacional y, por tanto, garantía del ocaso del castrismo a plazo más o menos mediato.
Este interrogante, que era tabú en Cuba y motivo de polémica ocasional en el exilio, ha pasado a primer plano después del larguísimo discurso que Castro balbució en la Universidad de La Habana el pasado 17 de noviembre, de la exégesis genuflexa que el canciller Felipe Pérez Roque le dedicó el 23 de diciembre en la Asamblea Nacional y del artículo de Heinz Dietrich sobre el tema, publicado recientemente en Rebelión.org. Castro planteó por primera vez en público las perspectivas de supervivencia del régimen tras su muerte, Pérez las glosó obsecuente y Dietrich las desinfló, en párrafos tan interesantes como abstrusos (es un profesor marxista alemán que trata de escribir en castellano). Pero esa dimensión del asunto –el estado real de las creencias en la isla y la posibilidad de que la nomenklatura logre aprovecharlas para imponer su proyecto sucesorio- merece sin duda un examen más detenido, que excede los márgenes de este artículo.
Enero 23, 2006