sábado, febrero 04, 2006

LA ARTICULACION DEL CAMBIO HISTORICO

La articulación del cambio histórico
Por Julián B. Sorel, París

La relación entre las ideas, las creencias y los actos ha sido siempre problemática. ¿Hasta qué punto la conducta de los seres humanos está condicionada por lo que creen o, lo que es aún más complicado, por lo que suponen creer? ¿En qué medida influye el comportamiento propio en lo que uno llega a imaginar y entender? O, como solíamos preguntar en la escuela cuando éramos niños: ¿qué vino primero, el huevo o la gallina? Durante siglos, filósofos y sociólogos le han buscado a este acertijo una respuesta inteligente, es decir, que corresponda lo más posible a la realidad.
A lo largo de los siglos XIX y XX, los pensadores afines al socialismo favorecieron, en general, una postura determinista que reducía al mínimo la libertad personal. Karl Marx afirmaba que la conciencia no es otra cosa que el reflejo de la estructura económica y las relaciones de producción en la mollera de la gente. Dicho de otro modo, que lo que uno piensa y cree depende sobre todo de lo que uno hace.
Los pensadores liberales, en cambio, han asegurado siempre lo contrario: lo que uno hace depende de lo que uno piensa y cree. Por eso Ortega y Gasset señalaba que “sin ideas claras no hay voliciones recias” e Isaiah Berlin no vaciló en declarar que “las ideologías son el motor de la Historia”. (Cabría añadir, con Raymond Aron: Sobre todo, si son falsas. Su capacidad motriz no depende de su adecuación a la realidad de las cosas. Por eso son ideologías).
El fracaso histórico del modelo socialista y el éxito relativo de lo que Karl Popper llama la sociedad abierta , parecen indicar que en este campo los liberales han sido siempre más certeros que los marxistas. Si la realidad puede servir de piedra de toque para juzgar el valor de las ideas (y en esto también perduran desacuerdos fundamentales), los principios del liberalismo clásico han terminado por demostrar una superioridad teórica y práctica que en nada menoscaban sus notorias –aunque superables- deficiencias.
Al concluir el siglo XX, esta hegemonía de las ideas liberales –democracia política, economía de mercado, vigencia de los derechos humanos- generó lo que el tan hegeliano como incomprendido Francis Fukuyama denomina “el fin (o final) de la Historia” y cuya exposición más cabal figura en las páginas de The End of History and the Last Man. En esencia, su tesis es ésta: el liberalismo ofrece hoy el único modelo realmente viable y eficaz de organización social después del colapso del socialismo real. No hay alternativa. O sí la hay, pero consiste en recaer en estructuras políticas y económicas de probada ineficiencia y elevadísimo costo humano.
En Cuba, la más importante de las ideologías que modularon el cambio histórico desde principios del siglo XIX fue la fe en un destino nacional glorioso sólo realizable mediante la revolución. Esta creencia se componía de ingredientes al inicio independientes entre sí, que fueron combinándose hasta consolidarse en un ideario que José Martí denominó “el culto de la revolución”: la idea de que la población de la isla constituía (o debía constituir) una comunidad nacional; que esa nación tenía un destino (manifiesto o por manifestarse) que sería especialmente grandioso y, lo más importante, que ese excelso destino nacional únicamente podría hacerse realidad merced a la violencia política, es decir, gracias a la revolución.
En apretada síntesis, cabe afirmar que éste fue el motor ideológico que actuó en 1868, 1895, 1927 y 1956. Sólo que en los tres primeros casos el espasmo revolucionario terminó en derrota (Pacto de Zanjón, intervención estadounidense, mediación de Welles-Caffery y fracaso del gobierno Grau-Guiteras). Esos reveses sucesivos dieron origen al mito de la revolución traicionada o inconclusa: la República nacida de la guerra cubano-hispano-norteamericana de 1898 o del movimiento insurreccional de los años treinta no podía traducir al plano real los excelsos ideales que la habían inspirado (“el sueño de Martí”) debido a la intervención de factores externos. Por lo tanto, la fabulosa promesa de libertad y prosperidad que la revolución encarnaba quedaba incumplida y en espera de una nueva generación que habría de sacrificarse para completar el magno empeño redentor.
( Fusilamiento del Coronel Cornelio Rojas despues de un muy breve "juicio" conducido por el Che Guevara; ya desde la Sierra Maestra la Revolución había mos trado ese rostro )
La victoria de la rebelión antibatistiana en 1959 puso fin al ciclo de revoluciones frustradas e inconclusas. El triunfo de los barbudos, que terminó por ser el de Castro y sus secuaces en exclusiva, no sólo liquidó el ancien régime republicano, sino que también agotó el revolucionarismo en tanto que ideología eficaz. Aunque el gobierno cubano sigue autotitulándose hoy La Revolución, (como si lo fuera por antonomasia), lo cierto es que desde los primeros años la dinámica revolucionaria quedó para consumo externo y dentro de la isla cristalizó un sistema caracterizado por un inmovilismo profundo, que contrasta con la agitación febril y la retórica decimonónica de sus gestores.
En los últimos años, la evaporación del mito revolucionario, la contumacia de un aparato estatal jurásico y las repercusiones de la mundialización (o de lo poco de ésta que la población de la isla alcanza a percibir) se están combinando para agravar el cinismo y la insolidaridad característicos de todo país socialista y cerrar así el paso a los cambios indispensables para salir del marasmo actual. Es un “fin de la Historia” paradójico: la incapacidad de superar un modelo de sociedad arcaico, represivo e ineficaz, que ha fracasado en el resto del planeta y que se ha visto remplazado casi universalmente por la democracia y la economía de mercado. Al revés de lo que ocurría durante la época republicana, los cubanos de ahora no creen en las virtudes de la violencia política, no consideran que el país esté llamado a cumplir un destino especialmente glorioso y ni siquiera están muy seguros de que la masa de candidatos al exilio con la que conviven sea realmente una nación.
Las nuevas generaciones rechazan visceralmente toda idea de actuación cívica. Saturados de propaganda y cansados del racionamiento y de la injerencia del gobierno en la vida privada, los jóvenes sólo aspiran a que el Estado los deje en paz y les permita llevar una existencia normal, centrada en la familia y el trabajo, con ciertas perspectivas de holgura económica. Al mismo tiempo, casi nadie piensa que la isla volverá a ser a medio plazo una nación viable y razonablemente próspera. Y no andan muy descaminados. Si se prolonga el estado de cosas vigente, Cuba corre el riesgo cierto de transformarse en un basket case , como Corea del Norte o Haití: un país incapaz de alimentar a su envejecida población, fuente inagotable de emigrantes y dependiente de la ayuda internacional. El castrismo les ha impuesto a los cubanos de a pie condiciones de vida más próximas a las del siglo XIX que a las del XXI. La mayoría de ellos se han resignado a vivir con graves carencias, entre otras las de buena parte de sus derechos y libertades, y la única solución que conciben es usar la ‘máquina del tiempo': una salida al extranjero que les permita dar en pocas horas un salto de siglo y medio, ya sea disfrazados de paquete de DHL, montados en un camión-balsa, escondidos en el tren de aterrizaje de un avión o ungidos con uno de los 20.000 visados que cada año sortea la Sección de Intereses de Estados Unidos.
Aunque los modelos autoritarios de gobierno han caído en absoluto descrédito y existe una tendencia planetaria hacia la democratización, la mundialización de mercados y medios de comunicación tampoco contribuye a que la situación en la isla evolucione positivamente. Hasta ahora, el régimen castrista ha logrado aprovechar selectivamente esos elementos, del turismo a la Internet, para reforzar su control sobre la incipiente sociedad civil.
En este peculiar “fin de la Historia” que vive Cuba, las teorías marxistas y liberales se dan la mano en la peor de las configuraciones posibles. Por un lado, las condiciones materiales no propician el arraigo de las creencias democráticas ni la fe en las virtudes de la libertad; por el otro, la desaparición del mito revolucionario ha destruido los resortes de la acción cívica y la esperanza de un destino colectivo más halagüeño. En contra de lo que creía José Martí, la tiranía no prepara, sino corrompe.
Febrero 3, 2006