martes, marzo 28, 2006

EL INDIGENISMO Y LA LIBERTAD

Tomado de Cuba Liberal.org

El Indigenismo y la Libertad

Por Carlos Alberto Montaner

Conferencia dictada en el acto de clausura de la convención de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) celebrada en Quito, el 20 de marzo de 2006

Por iniciativa del diario Hoy , la Sociedad Interamericana de Prensa me hace el honor de que clausure esta convención celebrada en Ecuador. Dado que la cita ha sido en Quito, y como llego en medio de los desórdenes callejeros provocados por la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador, la CONAIE, creo que puede ser útil acercarnos al reto planteado por el indigenismo en toda la región andina, hasta llegar a establecer, al final de estas reflexiones, las consecuencias severas que puede tener este fenómeno con la práctica del periodismo libre.

Comienzo, sin embargo, en otro punto del globo, en Europa, donde en los primeros días de marzo de 2006 murió en la cárcel el ex presidente Slobodan Milosevich, el gobernante serbio que desató unas terribles matanzas en la antigua Yugoslavia en la década de los noventa. Para una buena parte de sus compatriotas era un ídolo. Para los bosnios, croatas y kosovares, víctimas de sus "limpiezas étnicas", era una especie de demonio terrible. También debe decirse, en honor a la verdad, que bosnios, croatas y kosovares, a otra escala, cuando pudieron vengarse, liquidaron a numerosos serbios movidos por el odio más intenso.

En general, se trataba de etnias que habían convivido apaciblemente durante siglos, mezclándose en las aulas escolares, en sitios de trabajo, en lugares de esparcimiento y en los lechos conyugales, sin que nadie pudiera predecir el trágico desenlace que se produjo tras el estallido de Yugoslavia. Súbitamente, se extendió el odio y salió a la superficie lo peor de los seres humanos. De pronto, los parientes y amigos de la víspera se convirtieron en asesinos despiadados, en torturadores y violadores.

Obviamente, menciono esta cercana referencia histórica a modo de recordatorio. Lo que ocurrió en Yugoslavia puede suceder en cualquier lugar. En la región andina, cada vez con mayor intensidad, se abre paso una visión étnica de las relaciones de poder. No sólo se trata del triunfo abrumador de Evo Morales en Bolivia - impecable desde la perspectiva electoral - , sino de algunas propuestas que se escuchan en ese país, como la formulada por Román Loayza, dirigente aymara de la Confederación Campesina, hombre muy cercano al presidente Morales, quien habla de la creación de la República del Tawantisuyo, un Estado fundado sobre el territorio que fuera del imperio inca, de donde se deduce que el objetivo final es recomponer el mapa político actual de Sudamérica, constituyendo una supranación que también abarque una parte sustancial de Perú, Ecuador y Colombia.

Esa República de Tawantisuyo podría parecer –y lo es - un proyecto descabellado, pero la desmesura no es un elemento extraño en el devenir histórico. En España, donde vivo, hay nacionalistas gallegos que reivindican como patria originaria el borroso reino de los suevos, una tribu germánica que se instaló en el siglo V en zonas en las que hoy existen Galicia y Portugal. Y mientras esos nacionalistas gallegos reclaman pertenecer a una nación diferente, algo similar postulan algunos vascos y catalanes, y entre ellos tampoco faltan los que planean crear un Estado independiente que algún día consiga incorporar dentro de sus fronteras la porción de territorio usurpado en el pasado por los " imperialistas " franceses.

Lo que quiero advertir es que las luchas nacionalistas, étnicas o religiosas suelen ser fenómenos tenaces que a veces consiguen los más inverosímiles y difíciles éxitos o provocan terribles catástrofes en el proceso de intentar alcanzar sus objetivos. Es bastante evidente que los imperios aparecen y desaparecen, es obvio que las fronteras se expanden o encogen, como saben los mongoles, austriacos, turcos o rusos. Y de la misma manera que no hay ninguna garantía de que Québec será siempre canadiense, Escocia británica, Cataluña española o Córcega francesa, tampoco se puede asegurar que las fronteras que hoy delimitan a los países andinos, y los Estados instalados dentro de ese perímetro, van a permanecer inalterables. Más aún, la geografía de Perú, Ecuador y Bolivia no es hoy la misma que estrenaron estos países cuando se asomaron a la independencia, y es muy probable que en el futuro se produzcan otros enérgicos cambios que pueden estremecer al continente de una punta a la otra.

Los agravios históricos

Los indigenistas que en Bolivia, Ecuador y Perú pretenden refundar sus países suelen protestar contra un tipo de agravio que les resulta intolerable: rechazan el predominio cultural europeo que les impuso una lengua, una religión y, en suma, una civilización totalmente ajena que les parece despreciable. Es posible, por ejemplo, que ése sea el caso de los actuales gobernantes bolivianos. Recuerdo un programa de televisión moderado por Andrés Oppenheimer, en el que, junto a otros panelistas, me tocó debatir con Evo Morales, entonces líder de la oposición, y le escuché establecer con gran orgullo lo que a él le parecía que separaba fundamentalmente a su pueblo de la propia cultura en la que viven los bolivianos. Según Morales, Occidente representaba la "cultura de la muerte", mientras los pueblos de raíz indígena eran parte de lo que llamaba la "cultura de la vida".

No aclaró el señor Morales a qué se refería con esta dramática clasificación, pero acaso es útil recordar que aquellos españoles que se apoderaron de media América a partir de 1492, en su momento también fueron víctimas en otros invasores, los romanos, que borraron prácticamente todos los vestigios de la civilización celtibérica destruyendo en el camino decenas de lenguas, dioses, y modos de organizar la sociedad. Algo no muy diferente a lo que sucediera con la más tarde poderosa Inglaterra, cuyas poblaciones más antiguas fueron arrolladas por los romanos, y, posteriormente, por daneses y normandos que acabaron por moldear a una Gran Bretaña imperial y próspera surgida de los escombros de sus olvidados aborígenes.

La misma argumentación, en suma, que utilizan los indigenistas andinos para tratar de recuperar su civilización perdida pudiera ser esgrimida por un andaluz que hoy reivindicara el fabuloso reino de Tartesio, con sus míticas murallas de plata, borrado del mapa por invasores inclementes que impusieron otros dioses, costumbres, lenguajes y alfabetos. Pero si esa lucha por reconquistar el pasado se generalizara en todo el ámbito del planeta, entraríamos en el mundo loco y aberrante de una permanente deconstrucción de las civilizaciones vigentes.

Al fin y al cabo, no existe un punto de la historia que esté libre de víctimas y de victimarios, como debieran saber los indigenistas latinoamericanos de estos tiempos. El imperio inca o el azteca crecieron sobre las ruinas de otros pueblos derrotados en combate. ¿Por qué detener el reloj de los agravios en el perímetro quechua-hablante de principios del siglo XVI para forjar las fronteras de la República de Tawantisuyo? ¿Por qué no intentar revitalizar las culturas aplastadas por la implacable máquina militar de los incas? Si esta absurda labor de excavación en el pasado continúa, podemos retroceder más y más en el tiempo hasta pretender reconstruir la vida supuestamente idílica de nuestros rudos antepasados trogloditas dedicados a recolectar frutas y a la dulce tarea de decorar las paredes de las cuevas que habitaban.

En todo caso, si somos introducidos a la fuerza en esa máquina del tiempo que los indigenistas quieren poner en marcha, sería conveniente conocer cuáles rasgos de nuestra civilización actual deben ser borrados de las costumbres habituales. ¿Se debe extirpar la lengua española? ¿Se debe eliminar la religión cristiana? ¿Se renuncia a la racionalidad helénica que nos transmitieron griegos y romanos? ¿Se queman los códigos de derecho y se proscribe la tradición jurídica romana? ¿Se condena la fiesta taurina española, el fútbol que trajeron los británicos, el baloncesto que inventaron los norteamericanos? ¿Se erradican de la mesa el pan, el vino, la carne de res, el pollo, el arroz, el café, la cerveza, todos ellos alimentos traídos por los europeos? ¿Por qué no renunciar a las computadoras, la penicilina, la aviación, la radio y la televisión?

¿Cuáles instituciones deben desaparecer en un mundo reconstruido de acuerdo con la utopía indigenista? Es una contradicción flagrante hablar de la "República de Tawantisuyo". Una república moderna es un modelo de organización de la sociedad parido por la Ilustración Europea en ambas orillas del Atlántico. La primera república moderna, Estados Unidos, fue edificada con el pensamiento de John Locke y de Charles de Secondat, Barón de Montesquieu, mezclados con la imaginación de James Harrinton desplegada en The Commonwealth of Oceana . La estructura interior de las Repúblicas se forjó con el desarrollo de los derechos humanos, la separación de poderes, la autoridad limitada del Estado, el pacto constitucional que protege los derechos individuales y evita los atropellos del sector público. La República es el resultado de the rule of law y del triunfo del laicismo sobre la autoridad de la Iglesia. La idea de la república y de las democracias constitucionalistas - incluidas las monarquías sujetas al control parlamentario - incluye la tolerancia, la búsqueda de consenso, la creencia en que el poder debe estar legitimado por instituciones administradas racionalmente y la convicción de que la voz de la minoría debe ser oída y respetada.

¿Qué tiene esto que ver con el indigenismo? Nadie duda de que las civilizaciones precolombinas alcanzaron algunos logros estupendos y cierto grado de complejidad y refinamiento, pero ese mundo desdichadamente orillado por la historia al que quieren volver los indigenistas carece de contacto con el que se implantó a sangre y fuego en América a partir de 1492.

Indigenismo y periodismo

Pudiera parecer que estas reflexiones están más cerca de la política o de la historia que del periodismo, pero eso no es totalmente cierto. Nuestra profesión y los valores que sostenemos no son fenómenos aislados del desarrollo de las instituciones republicanas y de las monarquías parlamentarias. La imprenta se inventó pocas décadas antes del descubrimiento de América y su expansión corrió pareja con la creación de los países latinoamericanos.

Cuando apareció la imprenta en Alemania, la primera reacción adversa fue la de los monjes copistas de libros religiosos que vieron esfumarse paulatinamente su modo de vida. Pero muy pronto surgieron otros enemigos que no estaban tan preocupados por la manera de imprimir como por el contenido de lo que se imprimía. Con la imprenta surgió la censura sistemática en el terreno religioso y en el político, y con la censura llegaron los comisarios del pensamiento, vigilantes y protectores de todas las ortodoxias.

El periodismo, como las repúblicas y las monarquías democráticas regidas por la ley, es también un hijo de la Ilustración. De ahí vienen nuestros valores y la forma en que juzgamos la realidad. Los periódicos vieron la luz en el siglo XVII, y no es una casualidad que fuera en Filadelfia donde un siglo más tarde naciera la primera República. Filadelfia era la ciudad de América con más imprentas y con más periódicos. Tampoco el azar determinó que allí se congregara un asombroso grupo de pensadores liberales. Se alimentaban de periódicos, de almanaques, de libros. La letra impresa trajo la libertad. Era la savia que sostenía el impulso liberador.

Traigo a cuento esta relación entre la república, la libertad y el periodismo porque estoy convencido de que el ataque a la tradición republicana, como se desprende de los análisis y documentos que van destilando los indigenistas, son también una andanada contra el periodismo libre. Por razones obvias, los pueblos precolombinos no colocaban entre sus valores fundamentales la libertad de expresión ni el respeto a la opinión diferente. Esas fueron conquistas morales que surgieron trenzadas al desarrollo tecnológico y sólo se obtuvieron en Occidente tras un largo periodo de conflictos y violencia. Es una peligrosa ingenuidad pensar que el hipotético triunfo del indigenismo, un movimiento volcado hacia el rescate del pasado, no tendrá unas nefastas consecuencias para el desempeño del periodismo libre.

Se supone que los periodistas nos limitemos a contar, como notarios, lo que sucede ante nuestros ojos. Pues bien: ante nuestros ojos se asoma un inmenso peligro para la supervivencia de la libertad y es nuestro deber contárselo a la sociedad sin miedo y sin concesiones a la "corrección política". Para muchos pueblos de América, especialmente en la región andina, el asunto acaso sea de vida o muerte. Por eso al inicio de estos papeles recordé el matadero horrendo surgido en Yugoslavia. Defender las ideas de la libertad, que son las del buen periodismo, tal vez sea una forma de conjurar ese peligro.



Marzo 27, 2006