PESADILLA DE UN DIA DE VERANO
Por Manuel Vásquez Portal
May. 21, 2006
Ha llegado el verano. Un verano madrugador. Debía ser primavera. Pero en esta parte del Caribe --playas, sol, cocoteros-- el verano es casi permanente. Otra vez el calor, la sed cada seis pasos. Por el clima Cuba y Miami no parecen separadas por el Estrecho de la Florida. Por la realidad parecen separadas por una galaxia. Un vaso de agua fría en una cafetería de La Habana es una especie de reto a la memoria. Un ómnibus con acondicionador de aire es sólo para turistas. Una soda helada, un delirio de la imaginación, a menos que los chavitos enviados por un familiar te salven de lo que pudiera parecer un espejismo. Ha llegado el verano. Es la época en que cualquiera sueña con unas vacaciones. En Miami el más humilde puede tomarlas, y hasta darse un saltito por La Habana. En La Habana hay que conformarse con la brisa que sopla desde el mar en el malecón, y si es posible, una perga de cerveza a granel.
Mi último verano en Cuba transcurrió en una celda. Para qué hablar de ello. Pero el anterior, también en una celda. Para qué hablar de ello. Sin embargo el que le antedecía lo pasé en las calles reverberantes del Vedado, en las saunas rodantes que son los camellos y ni siquiera imaginaba que en Coral Gables hubiera unos pequeños trollies con aire acondicionado, y gratuitos por demás. Lo pasé en la cola del agromercado, en la sofocación nocturna del apagón programadamente sin programa.
Veía pasar a los turistas, rosaditos y alegres, en coches con aire acondicionado. No había sudor en sus sienes ni preocupaciones en sus frentes. Eran personas dichosas que venían de otras tierras a disfrutar sus sueños de noches de verano. Muchos camioneros, maestros de colegios, modestos peluqueros que con sus ahorros llegaban hasta las playas cálidas del Caribe. Y reyes por un día y volvían a sus casas con aventuras nuevas que contar a sus amigos.
Nosotros, sin embargo, científicos o médicos, poetas o albañiles no podíamos siquiera imaginar que el mundo abarca más allá del camello y la cola, la meta, la consigna y La mesa redonda. En nuestro calendario el verano era, es, un monstruo.
Cuando llega el verano la casa se torna más pequeña. Los niños alborotan, los jóvenes se aburren, las madres enloquecen frente al pan que escasea y el pez que no aparece. El padre, entristecido, recuenta las monedas, y al fin de tantos cálculos comprende que el salario no alcanza para sueños. Y se va al Malecón a contemplar las olas y sorber su cerveza.
El monstruo del verano planta sus garras sobre el suelo cubano. Se amotinan las moscas, el mosquito rebelde invade las ciudades, los tachos de basura exhalan sus aromas de dragón nauseabundo; desde la tierra sube un vapor de calderas infernales; desde la gente sube una cólera ciega que la pone a gritar y a tromponearse. Es un castigo más. No hay piel que lo resista ni esperanza que logre apaciguarlo. No hay rutas que conduzcan al descanso ni bolsillos que alcancen para una fuga mínima. En medio del corral nos revolcábamos para luego reemprender nuestras faenas.
Los turistas no sabían, no querían saberlo, que allí, casi podridos, los mirábamos pasar por una geografía que debía ser nuestra. Que sobre nuestra osamenta se sustentaban los balnearios donde ellos disfrutaban sus frapés. Era de nuestro sudor que nacían los vaivenes de la espumosa ola que los bañaban; se alimentan las frutas que descubrían de nuestra propia carne, y sus autos marchaban con nuestras energías. Por eso, cuando vuelven a sus fríos países cuentan que en el Caribe existe una isla hermosa donde un pueblo valiente construye el paraíso.
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"Acuérdate de los presos como si tú también lo estuvieras".
Hebreos 13-3
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