sábado, agosto 05, 2006

LA MUERTE DEL TIRANO


El mediodía del Domingo los guardias esperaban que el jefe los llamara. La tarde transcurrió sin que hubiese ruido alguno en el estudio donde dormía el líder supremo. A las siete de la noche, el jefe de los guardaespaldas decidió que había esperado bastante. Aprovechando la llegada de unos documentos entró a la mansión y fue al estudio. Allí encontró una escena terrible. El jefe estaba tendido en el sofá, donde acostumbraba dormir, despierto pero extraño. Al verlo entrar, trató de hablarle pero solo emitió un gruñido. El guardaespaldas se dió cuenta que el jefe se había orinado en los pantalones.


La muerte del tirano

Gustavo Coronel
NoticieroDigital


Estuvo hablando con su entorno íntimo hasta la madrugada. Se veía cansado pero contento. Le dio instrucciones a sus guardaespaldas de no molestarlo poque dormiría algunas horas. Los guardaespaldas se alegraron porque ello significaba que también tendrían algun tiempo para descansar. Cerraron las puertas de la mansión.

Salió corriendo a buscar a los otros guardaespaldas y debatir qué harían. Estaban aterrados porque sabían que podían ser acusados de negligencia y enviados a prisión, como les sucedía a muchos. Decidieron llamar al Canciller, el tercero en la jerarquía del poder, porque no le tenían tanto miedo como al otro. El Canciller se presentó a la mansión y vió al caudillo. Ya este parecía estar profundamente dormido pero emitía un ronquido raro. Fue el Canciller quién llamó a los médicos y al resto de los miembros del entorno. Los médicos no se atrevían a tocar al caudillo, por temor a ser acusados de hacerle daño. Finalmente pudieron tomarle la tensión: 120 sobre 112 y el pulso, 63 y débil.

El Canciller llamó a los médicos a un rincón y les preguntó cuál era el problema. Los médicos dijeron: "El jefe supremo ha sufrido un derrame cerebral. Si nos hubiesen llamado horas antes lo hubiésemos salvado. Pero ya es demasiado tarde. Se encuentra en un coma irreversible". El Canciller les dijo: "Los hago responsables de mantener al jefe vivo por el mayor tiempo posible. Si lo dejan morir, ustedes pagarán con sus vidas". Esto no era una exptresión de amor sino la necesidad que se le presentaba al grupo de preparar el cambio de gobierno. Si la muerte ocurría demasiado pronto, estallaría una lucha por el poder, lo cuál seguramente sería aprovechado por los enemigos del gobierno para lograr sus propósitos.

Era una lástima que el jefe nunca hubiera dicho con total claridad quién sería su sucesor. Había un sucesor aparente pero, a medida que envejecía, el caudillo se había encargado de jugar a la división interna para continuar en el poder. Su paranoia lo había hecho desconfiar hasta de su propia familia, de sus médicos y de cualquier miembro del entorno que pareciera destacarse.

Al día siguiente la cara del caudillo parecía una máscara grotesca. Los miembros del entorno íntimo se encontraban todos a su alrededor y nadie se atrevía a ausentarse, en caso de que el jefe se despertase y preguntase por él, o para evitar que los otros miembros del grupo lo traicionaran. Todos pugnaban por tomar al caudillo de la mano y besársela, entre sollozos.

Dos días mas tarde era evidente que el jefe máximo agonizaba. Su pulso era imperceptible y la respiración era del tipo Cheyne-Stokes, típica de los recién nacidos y de los agonizantes. Comenzó a menear la cabeza ritmicamente. De repente, vomitó sangre. Su respiración ya paraba por segundos cada cinco minutos. Los miembros del entorno comenzaron a sentirse inquietos. Debían ir a la sede del gobierno a instalarse como nuevos jefes del proceso y, sobretodo, a quemar papeles que pudieran ser comprometedores. Habría dejado el jefe un testamento? Cada uno temía que se encontraran papeles incriminatorios contra ellos. Lo que nadie podía predecir en aquél momento era que el sucesor del jefe solo duraría pocos meses en el poder, antes de ser liquidado fisicamente por el grupo, el cuál lo acusaría de criminal y de querer erigirse en dictador (como si el jefe no lo hubiese sido).

En medio de aquel terror colectivo y aquella feria de traiciones, un anciano, un residuo humano, tendido en el sofá, solo llorado por la sirvienta que fue su amante por veinte años, ese que había sido jefe aboluto por décadas, ese monstruo directamente responsable de infinidad de asesinatos y secuestros, ese comunista despreciable que convirtió a su país en una gran prisión, voló directo al infierno.


José Stalin había muerto.