UNA ACLARACIÓN NECESARIA
Por Andrés Reynaldo
En estos días en que Fidel Castro parece estar muriendo, por fin, su operática muerte de tirano, con resurrecciones y recaídas en medio de un decimonónico secretismo francmasónico, he tenido que explicar mi alegría delante de algunos pocos amigos norteamericanos.
Sospecho que no les importa la salud de Fidel, en un sentido estricto. Tal vez Fidel les sirva de máscara política para expresar una comprensible incomodidad por tener que vivir rodeados de una inasimilable horda de cubanos con sus emperradas rencillas políticas, sus complicadas líneas de parentesco, sus tremebundas nostalgias y el desestabilizador aroma de unas comidas saturadas de ajo, cebolla y los mágicos cubitos Goya.
La verdad es que me alegro, de todo corazón. Como me alegran las muertes de Franco, Ceaucescu y Mobutu. Las muertes de los destripadores de ancianas, los curas violadores de niños y los ejecutivos de las grandes corporaciones que roban a sus accionistas, despiden sin piedad a los empleados más viejos y se adjudican unos bonos multimillonarios por la oscura labor de ser ciento por ciento amorales.
Sólo que, en lo fundamental, yo había matado a Fidel desde 1978. Una noche de verano en que lo vi de cerca por vez primera. En una desgarrada conversión a la inversa, la aparición del santo me destruyó la fe. Con los años, pasé de la desilusión a la disección. Cuando muera, de manera supina y certificada, me quedará una momia de ojos vidriosos sobre la chimenea de mi juventud. Ardiendo entre las cenizas, unas amargas preguntas sobre la catadura de mi pueblo.
Excepto por la poderosa raíz de su voluntad destructiva, su capacidad camaleónica y el certero olfato para descubrir a sus enemigos en estado larvario, casi todo en Fidel es fraudulento y, a la larga, trivial. A pesar de su estatura (entre 5'11'' y 6'1''), calzaba botas de suela doble y tacón de bailarín de flamenco. La barba, que su iconografía muestra con helénica frondosidad, era bastante rala. Y las canas que debían reforzar su elaborada imagen de patriarca de las izquierdas se escatimaban en un tinte, ora rojizo, ora castaño oscuro, de apresurada confección casera.
Fue un atleta que tuvo una panza de tonel hasta que hace unos años comenzó a descender a la decrepitud. Un pensador que no escuchaba ni dejaba hablar. El genio político que no pudo ganar una posición electa en el hervidero paradelincuencial de la Universidad de La Habana de los años 40 ni en el caótico panorama del Partido Ortodoxo. El corajudo luchador que llamó a la retirada apenas poner pie frente a la posta del Cuartel Moncada y que en la Sierra Maestra abrió sus escasos combates con un único y kilométrico disparo de un fusil de mira telescópica. (¿A quién más se ha visto en una guerrilla con un fusil de mira telescópica?) El marxista que no leyó a Marx. El martiano que censuró a Martí. Su leyenda brilla en sus carencias.
¿Un astuto manipulador? ¿Un infalible seductor de masas? Nada, en rigor, que no pudiera encontrarse en un circuito provincial de teleevangelistas. Una lectura cuidadosa de sus panegiristas hace saltar la liebre. Gabriel García Márquez, un señor premio Nobel, se extasía ante su fulgurante destino histórico al verlo comerse once bolas de helado de coco y considerarlo incapaz de concebir una idea que no sea descomunal. Para el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal su ascendente como estadista queda luminosamente expresado por su destreza para recordar nombres propios de personas y hacer rápidas operaciones de suma, resta, división y multiplicación. En Granma, el culto a su personalidad alcanza una cantinflesca excelencia: padre de todos los cubanos, guía universal, eminente ajedrecista, estratega invencible. . . Y entonces, si es tan inteligente, ¿por qué no ha conseguido que funcione, al menos, el alcantarillado de Bauta?
El mal absoluto acude disfrazado de mal menor. Fidel fue una catástrofe que no podíamos prever ni sabíamos cómo superar, a pesar de que sus antecedentes se remontaban a nuestra tardía gesta de independencia. Sembró sal en la tierra y lodo en las almas. Este medio siglo, desde Bolivia a Sudáfrica, los cubanos nos hemos dilapidado en empresas sin provecho ni horizonte. El principal legado castrista, ya se verá, va a ser una punzante sensación de ridículo. Esto es algo que no entienden, o no quieren entender, mis sensibles amigos norteamericanos. A veces, una vida al amparo de grandes libertades impide una cabal mirada a la opresión.
Sé que no debo salir tocando el claxon a las tres de la mañana cuando veo en CNN que falleció la malvada abuelita de Elián. Todos tenemos que levantarnos a trabajar temprano. También admito que pudiera ser más ilustrativo cuando afirmo que en 1958, por ejemplo, Cuba gozaba de unas estructuras sindicales, una sed de apertura al mundo, una solidaridad social, una concordia racial, unos derechos para la mujer y un promedio de educación general superiores a los de Estados Unidos. Pero que a la hora de la sucesión en La Habana tenga que caminar de puntillas y disimular el brindis, como si Fidel fuera la víctima, eso sí que no.
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