viernes, marzo 30, 2007

CONCLUSIONES PELIGROSAS

CONCLUSIONES PELIGROSAS


Por Hugo J. Byrne

Siempre he leído con interés los artículos de Carlos Alberto Montaner, aunque por distintas razones de las que leía los de Agustín Tamargo. Tamargo expresaba emociones y sentimientos patrióticos, eminentemente compartidos por sus lectores y en un estilo singularmente elegante, con prosa ágil, a un tiempo amena y sincera. En los artículos de Montaner no encontramos esos elementos emocionales. Los suyos son análisis claros y concisos. Carlos Alberto es un analista por excelencia que ha perfeccionado el arte de expresar elocuentemente las conclusiones de ellos a lectores y oyentes por igual. Quizás sea el más sesudo conductor de ideas en el destierro cubano y es una gran ventaja para nuestras filas que un individuo de su vigoroso intelecto milite en ellas.


Analizar los trabajos de esos escritores resulta un ejercicio intelectual tan intenso como lo era en el orden físico las muchas cuclillas diarias que era capaz de hacer antes de que la rigidez se apoderara de mi rodilla izquierda. Probablemente aún más, porque todos esos análisis públicos han sido críticos. La razón de ello es simple. A la inmensa mayoría de esos trabajos, un servidor de los lectores no quitaría un punto ni una coma. ¿Por qué habría de comentar nociones con las que estoy totalmente de acuerdo? ¿Qué beneficio reportaría ese aplauso a los lectores? Sólo el juicio crítico a las excepciones les podría resultar de interés.

Mi evaluación del último artículo de Montaner titulado “EE UU: la potencia que pierde las guerras y gana poder”, es negativa. No comparto sus conclusiones. Incluso las considero peligrosas. No es que esté en desacuerdo con la precisión de muchos de los detalles históricos del autor, quien a su vez los estudia a la luz de los comentarios de otro analista político llamado George Friedman. Les diré porqué discrepo.

La premisa en el trabajo de Montaner, alrededor de la cual construye su artículo (como creo lo hiciera Friedman, aunque no he leído su trabajo), es que la guerra en Iraq es un desastre. Quizás Carlos Alberto, quien reside parte de su tiempo en Madrid, vea influenciada su opinión por la prensa europea, más subjetiva y antinorteamericana que incluso la que aquí eufemísticamente llamamos “main stream”.

La campaña de Iraq por seguro ha durado más de lo previsto y discurre en un curso difícil, prolongado y sangriento, para llegar al nivel de pacificación que permita evacuar las tropas aliadas. Ese objetivo sin embargo, puede alcanzarse, a menos que la voluntad oficial de Washington se disuelva, lo que es también posible. Pero es sólo en ese caso que el resultado en Iraq sería genuínamente un desastre, redundando sin remedio en una total desestabilización del área. Ese escenario fortalecería el régimen iranés, convirtiéndolo en amo y señor de la zona y quintuplicaría la vulnerabilidad de todas las naciones vecinas que remotamente se relacionen con los intereses norteamericanos, como Pakistán, Arabia Saudita, los Emiratos y Kwait. A diferencia de Vietnam, que fue abandonado sin mayores consecuencias para Norteamérica, el caótico resultado de esa eventualidad sería una apoteosis del terrorismo internacional, una espiral ascendente de los precios de crudo, mayor vulnerabilidad doméstica para Nortemérica y también para todos los aliados y socios comerciales de Estados Unidos en todo el mundo.

Afortunadamente, todavía ese escenario no se ha materializado. Después de más de cinco años de guerra en Iraq, las bajas norteamericanas totalizan unos 3,200 muertos (por todas las causas, incluso las naturales) y algo más de 20,000 heridos. Sin duda toda pérdida humana es irreparable. No pueden substituirse padres o hijos. Sin embargo, poniendo en perspectiva esas pérdidas, recordemos que durante las primeras 24 horas de la Operación “Overlord” (desembarco aliado en Normandía) las bajas de norteamericanos, británicos y canadienses sobrepasaron la cifra de 10,300. El total de norteamericanos muertos en combate durante la Segunda Guerra Mundial entre diciembre de 1941 y la capitulación japonesa en septiembre de 1945 (tres años y diez meses) fue de 291,557. La Presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, hizo el ridículo vaticinio en 2003 que invadir Iraq costaría a Estados Unidos más de 100,000 muertos.

La economía de cualquier nación sufre del costo que impone la guerra. Sin embargo, nadie honradamente podría caracterizar la economía norteamericana contemporánea, con menos de un 5% de desempleo, cifras records en la posesión particular de inmuebles y más de un tercio de la ciudadanía propietaria de valores cambiables en la bolsa, como nada menos que próspera. Honestamente Carlos Alberto, ¿donde está el desastre?

Que Estados Unidos perdiera militarmente todos los conflictos en que se involucrara desde el final de la Segunda Guerra Mundial es también tema discutible. La primera contienda afectando intereses norteamericanos, fue la olvidada y sangrienta guerra civil en la Península Griega, en la que las fuerzas nacionalistas derrotaran decisivamente la insurrección comunista apoyada por Stalin. Aunque fueron los británicos quienes respaldaran militarmente a Atenas, el exhausto Reino Unido de la post guerra no hubiera podido hacerlo sin la decisiva ayuda de Estados Unidos. En teoría, la guerra en la otra península (Corea), fue en defensa del gobierno de Seoul contra la invasión que organizara Kim Il Sung, también por instigación del “Tío Bigotes”. Cuando cesaron las hostilidades, las fuerzas del Tirano del lobanillo y de su compinche Mao estaban prácticamente confinadas al punto de partida, o aún más al norte. Los aliados británicos de U. S. A., usando paciencia, tenacidad y ayuda de este último, aplastaron también la insurrección comunista en Birmania. Aunque Bahía de Cochinos, la crisis de octubre del 62 y Vietnam fueron debacles para Estados Unidos, todas fueron en realidad derrotas políticas autoinflictas, no desastres militares “per se”. La llamada “Guerra del Golfo” culminó en una aplastante victoria militar a pesar de que esta no se tradujera en la eliminación del régimen de Bagdad, objetivo que quizás no estuviera en la mira de los estrategas de Washington en ese momento.

Existen poderosos eventos en la historia demográfica de Cuba indicando que quizás fueran precisamente las proyecciones socioeconómicas de Washington y su influencia, con sus dos intervenciones y en los tres primeros gobiernos republicanos de Estrada Palma, Gómez y Menocal, quienes sembraran las semillas de un antiamericanismo, minoritario aunque medular, que se manifestara en el totalitarismo castrista de los últimos 48 años. Ese antiamericanismo no fue provocado por la toma de “Kettle Hill” ni el hundimiento de la flota de Cervera. Fue consecuencia de la disolución del Ejército Libertador, del injusto Tratado de París y, sobre todo, de la devastadora presión por una masiva inmigración europea, que eventual y desgraciadamente lograra retornar a Cuba a los resentidos alabarderos de la expulsada colonia. No fueron los acorazados de Sampson, Roosevelt y sus Rough Ryders ni los soldados negros de “Black Jack” Pershing, quienes anularan con el tiempo la victoria de 1898. Esa victoria fue irónicamente diluída en gran parte por la influencia de fuerzas económicas en Estados Unidos: entre ellas quizás las predecesoras de General Motors y Chase Manhattan.

No es casualidad que el “Chairman” de ese último consorcio pagara tributo a Castro por proteger sus intereses petroleros de Angola, durante la guerra que azotara ese estado africano en el pasado siglo. Los consorcios económicos protegen tradicionalmente sus intereses inmediatos, nó los nacionales. Típico ejemplo de incesante cabildeo en favor de Castro es el multibillonario Archer Daniels Midland (ADM). ¿Existe algún lector de esta columna (o de los ensayos de Montaner) que identifique los intereses de Castrolandia con los de Estados Unidos o los de Cuba libre?

Aún aceptando la dudosísima premisa de las contínuas derrotas militares norteamericanas desde 1945, estimo muy peligrosa la sutil sugerencia de que el poderío económico sea por sí sólo garantía suficiente para mantener a raya los embates del odio ciego que esgrimen las hordas fanáticas que hoy enfrenta esta nación. Una economía libre para realmente serlo no puede tener banderas o lealtades nacionalistas o políticas. Irónicamente, ese ensayo de Montaner parece contradecir otro anterior suyo, muy elocuentemente titulado “Los locos también matan” . Por mi parte sigo sosteniendo que todavía existen límites al poder económico, pero que la espada, para bien o mal, es todavía el eje del mundo.