lunes, julio 09, 2007

NARRATIVA: LAS REVOLUCIONES

Las revoluciones


Shelyn Rojas

La Habana – Nací en la ciudad. En el año 1967, en plena revolución. Pero mi familia paterna proviene del campo. De Las Villas. Son guajiros que con un pedazo de tierra, les era más que suficiente para vivir felices. No ambicionaban nada más. No era necesario. La tierra les daba todo lo que necesitaban.

Poco a poco mi familia emigró hacia la ciudad. Las tierras ya no le pertenecían. Viven con la esperanza de regresar y volver a tener lo que un día les arrebató la revolución, sin decirles el por qué.

Siempre esperaba con ansias los dos meses de vacaciones escolares para ir a la casa de mi bisabuela Alejandra. Vivía con una hija que se quedó solterona, en un típico bohío, con techo de guano de palma real y piso de tierra. Sin luz eléctrica. El agua que se utilizaba era del río Sagua la Chica, que pasaba por detrás del terreno, y de un pozo.

Allí no había revolución. O quizás mi bisabuela era tan vieja que no se había percatado de su existencia.

En los meses de julio y agosto, nos reuníamos toda la familia: los de la zona y los nacidos en la ciudad.

Escuchaba a mi bisabuela aún cuando no había salido el sol, azuzar los pocos animales que tenía, llamar a los pollos y ordeñar la chiva.

Remoloneaba en la cama hasta que amanecía. Despertaba cuando estaba servido el desayuno. Siempre era leche de chiva. Ya para esa fecha prohibían tomar leche de vaca después de los siete años y mucho menos ser dueño del animal.

El día pasaba tan deprisa que no alcanzaba para todo lo que quería hacer. Jugaba con mis primos bajo la lluvia en el jardín. Sentía el aroma de las flores y de la lluvia. –Retozar descalzo por el fango y los pantanos, te hace sentir más apego a la tierra –eso dicen los guajiros nacidos allá. Para mí, que sólo lo hacía en las vacaciones, es experimentar la verdadera libertad.

Corríamos en busca de algún melón. Para romperlo con lo pies y devorarlo entre todos. La mata de mango, a pocos metros del bohío en esa época, daba tantos frutos que ni los caprichos de la niñez justificaban las discordias.

Nos escondíamos por los sembrados de caña cristalina. La más dulce que se sembraba en Cuba. La chupábamos hasta saturarnos de su dulce. Cruzábamos a nado el río. Algunos de la zona eran tan diestros en esta faena que nadaban con una mano y en la otra llevaban la ropa, para al arribar a la otra orilla vestirse y seguir camino.

Había un cayo separado de la ladera del río, donde su pendiente se encuentra con el agua, por un vado de pocos metros de ancho.

El cayo sobresalía aproximadamente un metro, en sus partes más altas, por encima del nivel normal del río. Para llegar al cayo nos lanzábamos cuesta abajo por el barranco del río subidos a una yagua. Aquellas vacaciones eran las mejores para mí.

Mi bisabuela falleció a los noventa y ocho años. Era demasiada edad para soportar la tristeza producto de la pérdida de su hija, la solterona. El terreno quedó en manos de la revolución. Por mucho tiempo no supe del lugar.

Quise volver a recordar, cuando el mundo lo miraba de otro color. Yo también desconocía qué era una revolución y sus consecuencias.

Regresé al lugar después de veinte años. Era más pequeño que lo que solía ser para mí cuando iba de visita.

Del bohío sólo quedan las ruinas de la cocina, sin la estufa de carbón, donde mi bisabuela disfrutaba la ocasión y preparaba las comidas familiares; con algunas de sus tablas cubiertas por una enredadera que caprichosamente se apoderó de ellas; e invadida por lagartijas y cigarras.

El terreno es un hierbazal que te impide el paso. Las hierbas fueron las únicas que me recibieron. Ellas tampoco olvidaron que en ese lugar existía un terreno fértil, lleno de vida, flores y animales.

Con dificultad logré llegar al río. El agua transparente de su cauce desapareció, en su lugar hay un hueco, lleno de maleza. La yagua que utilizábamos en la barranca, desapareció también.

En pie sólo estaba la mata de mangos. Me senté bajo su sombra. Cerré los ojos para recordar aquella niña que solía jugar a ser feliz y que no ha logrado salir de allí.

El olor fantasmal de la caña cristalina mezclada con el de las flores se apoderó de mí. La tranquilidad me trasladó.

La brisa me susurraba al oído que las revoluciones no dan nada bueno: todo son promesas convertidas en cuentos y leyendas. No era ese el único pedazo de tierra en Cuba que estaba acabado y abandonado. Toda su extensión estaba destruida.

Me dijo la brisa que no callara, que hablara por ella, que no quieren más revoluciones, que los cubanos lucháramos por un cambio. Que fuera lo más pronto posible: de lo contrario… no quedaría nada.

Me volvió a la realidad un fruto. No era la única que lloraba. En ese momento comenzó a llover.