DE COMPAÑEROS Y TRAIDORES
Por Roberto Casin
Por no dejar de ponerlo todo patas arriba, los gobiernos totalitarios cambian hasta el habla de la gente. Borran sustantivos de vieja historia, echan mano a adjetivos sonoros para engrandecer su ideología, colorean con calificativos triunfales sus fenomenales torpezas y atropellos, y fusilan con consignas revolucionarias viejos refranes y moralejas que les resultan sospechosos.
En Cuba, el gobierno lleva ya casi medio siglo haciendo deambular a los cubanos por esos tediosos laberintos de frases huecas, festejando triunfos invisibles con entusiasmo de feria, aplaudiendo calamidades, llorando alegrías, y ufanándose de que no importa el presente, porque el futuro siempre será mejor. Nada parece ponerles límite a sus arbitrariedades, y a sus ilusionismos tampoco.
La empleomanía oficial trabaja con disciplina y embullo combativos para que toda la mediocridad y las ingentes miserias de hoy puedan algun día ser recordadas como parte de una triste y tal vez ya lejana, pero eso sí, gloriosa historia.
Muchas son las palabras que han perdido su energía vital en la jerga del gobierno cubano: libertad, democracia, decoro, amistad, vergüenza, honradez... Y muchas las que han adquirido connotaciones extrañas, como por ejemplo compañero y traidor.
El compañero no necesita estar informado; basta con que se le oriente; sólo lee la prensa autorizada y no imagina ni sueña, porque ésas son debilidades de las que el enemigo imperialista podría aprovecharse. El traidor es el independiente, el indócil, el librepensador inmune a la propaganda, con quien fracasan todas las camisas de fuerza.
Si el compañero tiene la posibilidad de hacer un viaje al extranjero se hace invitar sin falta a la mesa de los enemigos, y en privado come opíparamente, para luego maldecir públicamente en cada esquina, tan alto que se oiga, los horrores del capitalismo, y que nadie crea que él no piensa regresar a la isla. El traidor, sencillamente se queda, no vuelve, y lucha por sacar del país a hijos, padres, hermanos y parientes.
El compañero no piensa, obedece. Tampoco hace planes a largo plazo porque para algo el estado cuenta con un ministerio de planificación. Eso de organizarse uno mismo la vida sólo lo hace un gusano, que en lenguaje de barricada es uno de los sinónimos de traidor.
El compañero no tiene que ocuparse de padres, hijos ni parientes, porque para eso están las instituciones oficiales que todo lo acomodan y todo lo prevén. Tanto se le simplifica la vida que ni siquiera debe interesarse por el porvenir de la familia. Para eso existe el estado, su álter ego y único motivo de preocupación. El traidor lo hace todo al revés, sí quiere lo mejor para la familia, y en permanente desacato defiende la idea de que ninguna nación es próspera si el bienestar no se forja hijo por hijo, casa por casa.
Los compañeros son los que enarbolan las banderas, profieren exclamaciones de júbilo y juran y perjuran fidelidad al gobierno en los actos públicos. Los traidores son los que ya no fingen, los que se atreven a confesar que nunca formaron parte del rebaño, los que se quedan en casa con desaire subversivo.
Los compañeros son parte de una lista que no figura en ningún registro del catastro, pero que la policía política, cuadra por cuadra, conoce muy bien; llevan uniforme aunque no lo vistan; están alistados aunque no lo sepan, son parte de una tropa siempre presta al más mínimo antojo de la dirigencia nacional. Por eso cuando deciden escapar del país no son opositores, ni siquiera desafectos, tampoco emigrantes, sino desertores.
De modo que en Cuba un compañero no es en toda la extensión de la palabra un compañero. Ni un traidor, es un traidor. Son sólo adversarios fabricados por decreto oficial. Y la frontera que los divide es tan imperceptible como la franja limítrofe de un puesto de aduanas en el extranjero, que los más afortunados pueden cruzar apresuradamente, con el corazón en la garganta y sin mirar atrás, o el propio litoral de la isla, donde muchos tiran una balsa al mar y huyen desafiando la muerte.
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