SI RAUL SE ACORDARA DE LOS JUBILADOS
Si Raúl se acordara de los jubilados
Por Manuel Vázquez Portal
Una lluvia neblinosa, triste, cae sobre La Habana. Tal vez Raúl Castro afloje su inusual nudo en la corbata y añore el traje militar. El gentío se ha refugiado bajo los portales de la esquina que forman las calles Reina y Galiano. Desde la antigua Plaza del Vapor viene una ola de personas que huyen del turbión. Se ha roto la larga fila del camello M-2. Frente a los almacenes Ultra se amontonan también los transeúntes.
Los minúsvalidos, devenidos comerciantes que tienden unos catres repletos de estropajos de acero, santos de yeso, juntas de ollas de presión, grifos de segunda mano, escobas plásticas, recogen apresurados sus mercaderías para que el agua no las estropee, para que las personas no las pisen en su estampida.
Un caño que brota de una columna descascarada, como una gárgola de la inopia, en la calle Rayo, vomita albañales que se mezclan con todas las inmundicias de la ciudad y corren calle abajo impulsados por el torrente que pronto disipa la pestilencia bajo el empuje del aguacero.
Una señora, que de delgada parece usar el esqueleto por fuera, blasfema contra los nubarrones. Sobre la acera yace un cartucho de frijoles que ha caído de sus manos y los granos esparcidos comienzan a escaparse con el agua.
Las calles son un muestrario de impermeables de la pobreza: un hombre bajo un pedazo de cartón, una anciana soportando sobre sus años un nylon que se le pega al cuerpo, una mujer cubierta por unos periódicos, una muchacha que se sacude el cabello y maldice por sus zapatos en riesgo, un niño sin prisa, sin más paraguas que su inocencia.
Es marzo y llueve. Llueve con una música monótona y una grisura melancólica. Los estómagos chirrían y los pies se impacientan. Los edificios ruinosos se desdibujan bajo el cendal de la lluvia.
En la esquina de Aguila y Dragones se detiene un ómnibus y una suerte de abordaje frenético lo zarandea, lo repleta. El ómnibus hiende la lluvia, parte en dos el manto neblinoso, se pierde en la distancia.
Un gerontócrata de bigote teñido y panza satisfecha exhala despacioso el humo de un Cohiba y contempla las volutas que bordan filigranas en el aire, mientras el chaparrón salpica de gotas el cristal de los ventanales de su mansión en Siboney.
Un mendigo de ropas encartonadas por la mugre, pelo apelmazado, uñas como garras, zapatos sin cordones, el pantalón amarrado con un trozo de soga deshilachada, mira al cielo y suspira. Sus colillas de cigarros han sido destruidas por la lluvia, el eventual pedazo de pan a rescatar en una acera ha de viajar como un barco náufrago entre las aguas que se fugan.
Jorge Olivera o Carmelo Díaz, quienes hace tres años salieron de la cárcel política y esperan porque el gobierno les otorgue el permiso de salida del país para dejar atrás tanta miseria, tanta injusticia, quizás contemplen la lluvia con las esperanzas perdidas y piensen que a partir de este 24 de febrero todo puede ser peor.
Una mujer embarazada camina con cautela por el piso mojado al tiempo que coloca baldes, cacerolas, jarros, bacinillas sobre los muebles para recoger el agua que se filtra por el techo desconchado.
Laura Pollán ha de estar tras la ventana de su casa en la calle Neptuno, añorando los aguaceros que contempló junto a Héctor Maseda antes que un tribunal de payasos con birretes lo condenara en aquella ya lejana primavera y recordando la carta en que él le cuenta cómo es la lluvia vista desde un calabozo.
El niño sin paraguas, con los brazos cruzados sobre el pecho desnudo, entabla conversación con el custodio de una tienda por divisas donde los juguetes están al alcance de los ojos y muy distantes de los bolsillos de su padre.
--Señor, ¿a qué hora cierran la shopping?
El hombre regresa de sus ensueños frente a la lluvia. Con un gesto maquinal se ajusta la gorra, se pone de pie y se cuadra militarmente.
--A las siete, mi general.
El niño sonríe. Aquel hombre le recuerda los soldaditos de plástico que él ordena, desordena, mata y revive en sus batallas contra el tedio.
--¿Estuviste en la guerra?
--Sí, mi general.
El hombre juega quizás con el recuerdo de su nieto. El niño juega con el súbdito manso a que todos aspiramos gobernar.
--¿Eras coronel?
--Capitán, mi general.
--¿Te gustaba ser capitán?
--No, pero había que vivir.
--¿Te gusta ser custodio de la shopping?
--No, pero hay que vivir.
--Bueno --dice el niño y se marcha. Se marcha y cruza otra vez la lluvia sin prisa y sin paraguas.
El capitán lo ve alejarse, difuminarse entre el aguacero. Una ráfaga de nostalgia le llega de su pasado reciente. Piensa: ''Si Raúl, ahora que es el jefe, se acordara de los jubilados''. Sonríe amargo. Sabe. Aleja el pensamiento. Apuesta por el niño.
2 Comments:
Qué belleza de artículo!
NO PUDE EVITAR LAS LAGRIMAS..REALMENTE CONMOVEDOR..CUANTRA TRISTEZA Y FRUSTRACION-
Publicar un comentario
<< Home