VIRGILIO PIÑERA: Encarnación del escritor 'maldito'
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Homenaje a Virgilio Piñera, quien no pudo ser acallado por la crítica más excluyente ni el Estado más absoluto.
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Por Jorge Luis Arcos
Madrid | 03/11/2009
El 10 de diciembre próximo se presentará en Casa de América, de Madrid, un voluminoso número monográfico de República de las Letras (Revista de la Asociación Colegial de Escritores de España) dedicado a Virgilio Piñera. Su director, el escritor Andrés Sorel, y Antón Arrufat, gracias a una sugerencia de Juan Goytisolo, han confeccionado un interesante y panorámico dossier que debe contribuir a que la obra y la vida de uno de los escritores cubanos más importantes del siglo XX y, seguramente, junto a José Lezama Lima, el más original, puedan ser mejor conocidas en el ámbito iberoamericano.
( Autorretrato de Virgilio Piñera. )
Acompañado por sendas antologías de textos de la obra piñeriana realizadas por Sorel y Arrufat, veinticuatro ensayos analizan diferentes vertientes del teatro, la poesía, la cuentística, la novela, los ensayos o críticas, y la biografía de Piñera. Además de los textos críticos de Sorel y Arrufat, el lector podrá leer los de los españoles Juan Goytisolo, María Zambrano y María Isabel González Arenas, y los de los cubanos Rafael Rojas, Abilio Estévez, Leonardo Padura, Jorge Ángel Pérez, Alberto Garrandés, Pablo Armando Fernández, Margarita Mateo Palmer, Damaris Calderón, Gerardo Fernández Fe, Reinaldo Montero, Rogelio Riverón y Omar Valiño, entre otros muchos.
Asimismo, se compilan varios juicios de los diarios o cartas del polaco Witold Gombrowicz sobre el autor de Aire frío, y un conmovedor poema de Lezama Lima dedicado a Virgilio. Quien esto escribe analiza la peculiar relación de Piñera con María Zambrano, y Gerardo Fernández Fe, de este con Baudelaire.
Un aspecto muy sobresaliente de esta revista, que se dilata durante 240 páginas, es la extensa muestra de imágenes del autor de La isla en peso, junto a fotografías de diversas puestas en escena de su importante obra teatral y de casi todos sus libros. Andrés Sorel ha intercalado, además, sugerentes imágenes de escritores afines a Piñera (Kafka, Gombrowicz, Julián del Casal, Arrufat) o que son motivo de sus reflexiones críticas (José Martí, Emilio Ballagas), o guardan alguna relación con su obra o su vida (Eugene O'Neill, Cintio Vitier, Gastón Baquero, Guillermo Cabrera Infante, Lezama Lima, María Zambrano).
Una biografía trágica
Llama mucho la atención la importancia que adquiere en la mayoría de los textos críticos aquí conjurados la trágica biografía de Piñera, tanto en sus años de juventud durante la República como en su madurez en la época de la Revolución. Condenado, como Lezama, al ostracismo en vida hasta su muerte, desde 1971 hasta 1979, la vida de Piñera es un testimonio de la perseverancia de un escritor dentro de un contexto que siempre le fue hostil. Pobre, provinciano, ateo, homosexual, y, a la par, crítico, polémico, lúcido, irónico, apasionado (si no romántico), Virgilio Piñera es un ejemplo de un creador que no hizo concesiones.
Encarnación del escritor maldito (¿o no será que un poder estúpido lo maldijo siempre?) o del escritor que no renunció jamás a su propia naturaleza, aunque casi todo le fuera adverso, tanto la vida como la obra de Piñera ilustran como pocas la intensidad de una vocación, la pasión por la literatura, y una necesidad muy poderosa de reafirmar la vida frente a la muerte (frente a cualquier tipo de muerte).
Fue un eterno inconforme, un espíritu polémico, y, por ello, defendió una suerte de poética de la invención incesante, de una vitalidad sin pudores pueriles. Su aguda crítica social o literaria no se arredró ante centros canónicos o mitos nacionales, lo que lo ha convertido a la postre en un verdadero maestro de las últimas generaciones de escritores cubanos, bastante cansados de centros utópicos, bastante ahítos de mitos, de futuros luminosos, siempre postergados, siempre inalcanzables.
Su vitalidad creadora y su valentía intelectual lo han transformado en un verdadero mito insular. Un escritor al que se le negó su cubanía (Vitier, Baquero), al que se le trató de secuestrar su propia naturaleza de creador por el siniestro dogmatismo y estalinismo tropical de la Revolución, al que se le humilló en vida condenándolo a una marginalidad forzosa, pudo, finalmente, por la intensidad de su percepción y por su entrega absoluta a la literatura, transfigurar su marginalidad en una fuerza creadora, defendiendo y salvaguardando su derecho a la imaginación y a su irrenunciable vocación por la escritura.
La consecuencia con sus propios límites o con los límites que le reconocía o le imponía a la realidad puede ser compartida o no, pero eso no atañe a la índole de su actitud o calidad creadoras. Un escritor no tiene que ser un moralista, no tiene que transformar la realidad, no tiene que esgrimir ningún deber ser social, no tiene, incluso, que tener razón. Un escritor sólo debe ofrecer la singularidad de su percepción, la intensidad de su extrañeza, el estilo de su mirada, la recreación de su persona, el testimonio de un renacer por la palabra. En suma, si de algo debe ser deudor es de la fidelidad a su naturaleza creadora, a su singular percepción de la realidad.
Ningún Estado puede comprometer su silencio o su soledad ni dirigir su diálogo con un público que también merece semejante respeto. Tampoco ningún Estado tiene derecho a administrar o manipular su posteridad cuando le negó en vida justamente lo más preciado: la comunicación directa con su público. La libertad de un escritor en su comunicación con el lector no puede ser coartada por ninguna ideología, por ninguna moral, por ninguna religión. Porque, a la postre, el esencial diálogo de un escritor, si lo es de veras, si es perdurable, es con la eternidad, y, las más de las veces, con un público invisible, casi siempre futuro.
Sí, la eternidad, en la que sí creía (y añoraba) Piñera. Porque él tuvo y padeció hambre física, hambre carnal, pero también hambre de eternidad. No la eternidad en la que cree un católico (que también es legítima), sino esa que es varias veces invocada en algunos de sus últimos poemas. Quería ver sus libros juntos a los de Lezama en un estante futuro (como le escribe en una carta cuando publica El conflicto). En la eternidad de la literatura, que esa era su legítima fe. Creía en la pulsión, en la intensidad de su pasión creadora, y a esa fe (equivocado o no en esto o aquello, según lo mire este o aquel, ¿qué sentido tiene —sentido creador— esta distinción en última instancia?) nunca la traicionó. De esa fe fue una fanática víctima. Como dijo María Zambrano de Kakka, Virgilio fue un mártir de su lucidez.
Por esa fe fue un sacrificado y un espíritu agónico y trágico (y también un insobornable sentimental con un delicioso sentido del humor). Acaso eso admiró en él María Zambrano. Acaso eso impresionó a Gombrowicz, o al mismo Juan Goytisolo. Y esa fe fue la que trasmitió a los jóvenes escritores que lo frecuentaron en su intimidad (Antón Arrufat, Abilio Estévez, por ejemplo), o a los que lo leyeron con posterioridad (Antonio José Ponte, Víctor Fowler, Damaris Calderón, por ejemplo), en fin, o a cualquiera de nosotros, sus presentes o futuros lectores.
Parafraseando una frase de Fina García Marruz sobre el poeta suicida Raúl Hernández Novás: Sí, él fue otra vez Casal… Fue también, como Lorenzo García Vega, un poeta del reverso, que indagó en las zonas más oscuras de la realidad, que no son otras que las de nuestra mente.
Los Estados pasan, no las personas
Ahora, con esta revista República de las Letras (gracias a Andrés Sorel, a Antón Arrufat, a Juan Goytisolo), tiene el lector la oportunidad de apreciar una importante lección: ni la crítica más excluyente o incomprensiva, ni el Estado más absoluto, ni los dogmas más aparentemente omnipotentes, pueden acallar la voz de un verdadero creador. Esos Estados (o esos imperios) pasan, pero no el testimonio de una persona, pero no la palabra, pero no el ansia de libertad ni la fe en la imaginación de un escritor. Claro que esos Estados pueden ensombrecer su vida, sobre todo esa que Virgilio hubiera querido disfrutar con tanta fruición, pero no pueden nada contra la otra, la verdadera vida de un verdadero creador, como ha sido el caso también de Reinaldo Arenas, y de tantos otros.
Tal vez con esa convicción le escribió a Lezama en su poema "Bueno, digamos":
"Ahora, callados por un rato, oímos ciudades deshechas en polvo, / arder en pavesas insignes manuscritos, / y el lento, cotidiano gotear del odio. Mas, es sólo una pausa en nuestro devenir. / Pronto nos pondremos a conversar. / No encima de las ruinas, sino del recuerdo, / porque fíjate: son ingrávidos / y nosotros ahora empezamos".
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