Gastón Baquero: El misterio de Bahía de Cochinos
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El misterio de Bahía de Cochinos
Por Gastón Baquero
(una versión más amplia de este artículo se publicó en 1989)
El libro de la Historia está lleno de capítulos sin cerrar y de páginas de texto. Los episodios y los personajes que creemos conocer mejor, por la abundancia de datos y la riqueza de testimonios, a la postre resultan los más misteriosos. Nos alejamos tanto de la verdad que se ha podido decir, por ejemplo, que cada día sabemos menos del Descubrimiento de América porque cada día descubrimos otro dato, otra versión, otra posibilidad.
Recuerdo una larga conversación con Orestes Ferrara a cuenta de su “Felipe II”. Él no había escrito sobre el Rey, sino contra el Rey, en contra de antemano. Dejando a un lado la pobreza de la bibliografía que había manejado, campeaba el hecho de que Ferrara era un liberal del siglo XIX y un hombre tan apasionado que difícilmente podía ser un buen historiador, porque sólo veía en los hechos lo que quería ver previamente, lo que alimentaba sus prejuicios. Felipe salía de sus manos hecho una verdadera hamburguesa, aplastado a fuerza de inhumanizado.
La imagen que él tenía de Felipe era tan válida como la imagen contraria que yo le presentaba. Lo que hicimos esa tarde en una terraza del Ritz fue un Rashomon en miniatura. Los dos estábamos convencidos de conocer la verdadera imagen y defendíamos el punto de vista de cada uno, olvidándonos de que siempre faltan datos, pruebas, clarificaciones del hombre y del por qué de sus actos. Como toda discusión, aquella terminó en que nadie convenció a nadie, y dejamos en el aire, como una página incompleta, la figura del Rey y el sentido de sus actos.
Es que en toda página de la Historia hay para todos los gustos. A lo que más podemos acercarnos es a ver lo misterioso, lo oculto. Pienso en la terrible página de nuestra historia inmediata que llamamos Playa Girón, Bahía de Cochinos. ¿Llegaremos algún día a conocer la verdad? Porque es evidente que todo lo que se dice y decimos sobre ese episodio, en el que lo único realmente cierto y grandioso fue el heroísmo con que patriotas de absoluta fe dieron o arriesgaron la vida, todo, es falso, maquillado, maliciosamente deformado y manipulado.
Subrayo que no me refiero al combate, a la acción desesperada y heroica de los patriotas. Ahí escribió de nuevo el cubano cien páginas de gloria, merecedoras de la inmortalidad. Me refiero al origen, a la malvada utilización del patriotismo, a las fuentes de aquella tremenda locura que significaba dar la orden de desembarcar a aquella columna en aquel sitio, luego de conocer que los aeropuertos y aviones del enemigo no fueron dañados treinta cinco horas antes por un ataque aéreo frustrado de los nuestros.
Hay un “burujón” de preguntas que formulo sin otra intención que la de dejar establecido el carácter misterioso, la gran incógnita que es Bahía de Cochinos:
¿Cómo se explica que en Madrid a las tres de la tarde del sábado conociéramos que la operación se había suspendido por el fracaso del bombardeo de las ocho de la mañana? ¿Cómo se explica que los soviéticos desatasen por la radio una catarata de amenazas para los países de la OTAN, y en especial amenazasen con entrar en Berlín si la operación seguía adelante? ¿Cuál fue exactamente el papel jugado en todo por De Gaulle ese día y los dos siguientes? ¿Qué papel desempeñó en la planificación del ataque el general Haunstofel, militar alemán al servicio de la OTAN? ¿Por qué tres meses antes del desembarco la prensa soviética desató la campaña de improperios contra los militares alemanes al servicio de la OTAN, y se señalaba una y otra vez a Haunstofel? ¿Qué relación hay entre esa campaña soviética y la actuación del espía británico Wassal, al servicio de la Unión Soviética? ¿Hasta qué punto llegó el acuerdo entre el presidente Kennedy y la OTAN para que este organismo cumpliese con su obligación de limpiar colectivamente una zona muy sensible para la defensa occidental y arrojase de su madriguera cubana a los soviéticos? ¿Qué testimonio merecedor de atención hay sobre una promesa de Kennedy o del State Department de apoyar la acción aislada e indisciplinada de un grupo de héroes engañados por el jefe de su jefe y obligados a inmolarse inútil aunque gloriosamente por Cuba?
Todas son preguntas sin respuestas, todo es misterio en derredor de Playa Girón, como todo es misterio en derredor de cualquier otra página de la Historia. En Waterloo es probable que tuvieran que ver con la derrota, más que la lluvia, las almorranas del Gran Canalla a quien Martí llamaba “el corso vil, el Bonaparte infame”, pero, ¿quién cambia la imagen estereotipada en la mente por el cincel que era la pluma de Víctor Hugo?
Puede que algún día, en el siglo XXI o en el XXII, si la gente es menos estúpida que la del siglo XX, se descubra un modo de investigar lo ocurrido en el pasado, como se investiga ahora lo de los siglos anteriores a Cristo, por el Carbono 14 y otras pendejaditas que se descubran. Pero mientras no lleguemos –o lleguen ahí los que vendrán– nuestra actitud correcta ante la Historia, pasada o inmediata, es desconfiar, poner en duda todo, preguntarnos incesantemente cuál es la verdad, qué ocurrió de veras, qué se nos dijo y qué se nos ocultó.
Cada día sabemos más que no sabemos casi nada del pre-descubrimiento de América. ¡Qué rayos vamos a saber sobre la verdad del pre-desembarco de nuestros héroes en Playa Girón!
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Al iniciar un viaje que por muchos motivos puede denominarse de vacaciones, consideramos obligado ofrecer a los lectores amigos los otros se lo explican todo a su manera algunas consideraciones sobre la actitud de este columnista antes y después del 1º de Enero.
Veníamos en silencio, sin escribir, desde la aparición de la censura. Meses y meses previos al desenlace de una etapa histórica, nos vieron callados, y posiblemente interpretados por algunos frívolos o por algunos ciegos apasionados como indiferentes a un dolor patrio o como partícipes de la mentalidad y ejecutoria que producía esos dolores. A cada cual su juicio, su interpretación, su creencia, que sólo puede modificarla el tiempo. Es inútil razonar contra los prejuicios.
Las personas de nuestra manera de pensar nos veíamos cada día más arrojadas a un callejón sin salida. Estábamos contra el crimen y la violencia, pero no podíamos irnos con la revolución. Comprendíamos que ya la tragedia cubana avanzaba con violencia arrasadora y que no tenía nada que hacer la voz del periodista, y menos si éste pertenecía a la ideología conservadora. Se habían gastado las palabras persuasivas, los llamamientos al cese de la lucha, las apelaciones a buscar una salida incruenta. La palabra pertenecía a las armas, que no se han hecho para propiciar el entendimiento. A quienes no podíamos ni aplaudir lo que ocurría, ni dar por bueno lo que venía, no nos quedaba otra postura que la del silencio. Y al silencio fuimos.
Los tiempos cubanos, como los de casi todos los países en esta hora del mundo, se inclinaban visiblemente hacia las soluciones extremas. Muchos creían que se gestaba simplemente la caída del gobierno con su reemplazo por otro mejor, pero adscrito en definitiva a una línea jurídica, económica, social, política, dentro de una tradición inaugurada en la Carta Magna de 1940. Quienes veíamos que la nueva generación iba mucho más allá, y propugnaba una revolución y no un simple cambio de gobernantes abogábamos, por no tener fe en las revoluciones, por salidas de otro tipo, que eliminaran el gobierno malo, pero que no abrieran la terrible incógnita de una revolución social siempre más radical y profunda de lo que ¨afortunada o desdichadamente¨ Cuba puede y debe intentar en esta hora.
¿Y por qué no tenemos fe en las revoluciones? No es porque ellas produzcan trastornos, lesionen intereses, vuelquen las costumbres. No tenemos fe en ellas porque siempre se fijan tareas que requerirían la asistencia de grandes genios, la milagrosa autoridad de ángeles y santos para cambiar de la noche a la mañana la naturaleza humana. Las revoluciones quieren hacer por decreto que en un instante se precipite el progreso, y nazca el hombre nuevo y surja por encanto la ciudad soñada. Su gran paradoja consiste en que no quiere dar al tiempo lo que es del tiempo, ni al hombre lo que es del hombre, sino que intenta saltar, a pies juntillas, por encima del tiempo y del hombre para llegar de una vez a la meta teóricamente fijada. Provocan sufrimientos y conmociones que alteran a fondo y por mucho tiempo el desarrollo normal y seguro, el avance lógico y humano hacia el mejoramiento constante de las formas de vida. Quiere la perfección de la noche a la mañana y es en definitiva una noble pero trágica terquedad ideológica, soberbia intelectual, que quiere desconocer la naturaleza humana y piensa que las grandes ideas, el afán por la justicia, la sed de verdad, no han aparecido en el mundo porque a éste le han faltado revolucionarios. La historia muestra que los revolucionarios han contribuido como nadie a la aparición de nuevas ideas, de mejoramiento y de justicia, pero que los revolucionarios, cuando triunfan, ya no saben sino saltar hacia el porvenir, de un golpe, ignorando la dura materia del tiempo y la fuerte resistencia del hombre. Mientras no llegan al poder son un bien, pues traen el fermento de la inquietud y el aguijón del progreso.
(Gastón Baquero en su Exilio en Madrid)
El progreso cubano culminó, como se sabe, en la fuga del dictador, en la impotencia de la junta militar, y en el ascenso al poder de la juventud partidaria de la revolución. Los caracteres ideológicos de ésta no fueron nunca disfrazados por sus dirigentes. En el manifiesto dado por el Dr. Fidel Castro en diciembre de 1957, al desembarcar en Cuba, están contenidas todas las ideas que hoy se van convirtiendo en leyes. (Nota de Mons. Carlos M. de Céspedes: el desembarco del Granma tuvo lugar el 2 de diciembre de 1956, no de 1957; a qué manifiesto se está refiriendo Gastón, ¿no será acaso a La Historia me absolverá, manifiesto pronunciado por el Dr. Fidel Castro en el juicio por el asalto al Cuartel Moncada y al Cuartel Carlos Manuel de Céspedes, en 1953?). Si algún capitalista se engañó, fue porque quiso; si algún propietario pensó que todo terminaría al caer el régimen, pensó mal, porque claramente se le dijo por el Dr. Castro que todo comenzaría al caer el régimen; y si alguna persona alérgica a las grandes conmociones económicas y sociales siguió y ayudó al Movimiento, creyendo que éste venía solamente a tumbar a Batista, pero no a cambiar costumbres muy arraigadas en la organización económica y social, se equivocaron totalmente o no leyó con atención aquel manifiesto. El Dr. Castro no ha engañado a nadie, aunque mucha gente conservadora y enemiga de las convulsiones le siguieron sin preguntarse detenidamente hacia donde la llevaban.
Y como este columnista no fue ni es partidario de las revoluciones, ni de las transformaciones violentas de la estructura social (lo que no quiere decir que permanezca indiferente ante los males y renuncie a la superación de estos por medios que le parecen menos dañinos y más duraderos), no creyó nunca que se debió abandonar los esfuerzos para poner fin pacífico y no revolucionario a los horrores que Cuba padecía. Por supuesto que esta idea no sólo fue derrotada por los hechos lo que es mortal para una idea sino que se prestó y se presta a las interpretaciones más agresivas y mortificantes sobre el origen de la actitud.
Al triunfar la revolución no faltaron los atolondrados que seguían creyendo que por haber sido más o menos antibatistianos eran ya suficientemente revolucionarios. No veían que el 1º de enero, volado ya el posible puente de una junta militar delicia de los que querían dinamitar la casa, pero sin derribar las paredes ni el techo, Cuba entraba a vivir una etapa histórica absolutamente distinta. Esta etapa iba a requerir una nueva mentalidad en las clases, en los ciudadanos, en el Estado, en las costumbres, pero muy pocos lo sospechaban.
Al principio, todo fue júbilo. La caída de una dictadura que cometió tan terribles errores y realizó tantos horrores, fue ocasión justificada para el desbordamiento oceánico de alegría pura y sincera, sin diferencia de clases ni de individuos. Todos eran felices porque había caído la tiranía; pero muchos no sospechaban siquiera que recibían entre palmas una revolución social. Ya de Batista estaban hasta la coronilla los más tenaces batistianos. El río de sangre, la inseguridad para la vida y la propiedad, la censura de prensa, el imperio del terror como norma de gobierno, habían llegado a sensibilizar hasta a los reacios al dolor ajeno. Cuba había apurado el límite de la resistencia física y de la resistencia moral. De todos sus sufrimientos parecía librarse, en jubilosa catarsis, cuando ofrecía enardecida a los revolucionarios victoriosos el laurel de la gratitud y el aplauso de la admiración. Y como en 1902, como en 1933, como en 1944, el pueblo cubano se dispuso a iniciar de nuevo el camino hacia la honradez administrativa, la libertad ciudadana, el respeto a los derechos, la desaparición de los privilegios, y la vida reglada por la paz, la cultura y el progreso.
¿Cuál era la actitud correcta de quienes no creímos en la revolución y no hicimos por ella nada, aunque tampoco hicimos, en conciencia, nada contra ella? A nuestro juicio, lo decoroso, lo justo, era el silencio. Fácil nos hubiera sido, de quererlo, y pese al riesgo de esa burla, presentarnos en pose demagógica, arrojando flores al paso de los vencedores. ¿No es esto lo usual?¿ No hemos presenciado el desfile ignominioso de los incorporados, de los revolucionarios del 2 de Enero, de los radicales que no tienen mucho que perder y de los conservadores y hasta reaccionarios disfrazados de dantones? Quienes comprendimos que el 1º de Enero se iniciaba en Cuba una etapa de gran conmoción social, de renovación que iba mucho más allá de lo imaginado por tantos y tantos que confunden revolución con antibatistismo y sentíamos que esas nuevas ideas triunfantes no eran las nuestras, no podíamos hacer otra cosa que callarnos y dejar que la revolución misma se abriese paso entre las clases sociales, perfilando su real fisonomía y declarando paladinamente a quienes aún vivían engañados cuáles eran sus verdaderas proyecciones.
Ahora nos encontramos en el ápice del despertar. Aquella señora que compró sus bonitos del 26, no soñó que la revolución le iba a rebajar el 50% de sus rentas por alquileres; aquel industrial que por ideología o por miedo abrió sus arcas, creyó que tenía adquiridos títulos revolucionarios y subsiguiente influencia; aquel sacerdote que hizo de su sotana un manto de piedad para salvar vidas de jóvenes acosados y de su Iglesia un centro de conspiración, creyó que se tendría en cuenta su filosofía de la sociedad y de la vida. Cuantas ilusiones, esperanzas, elucubraciones y cálculos han fallado. Pues llegó la revolución de veras, radical, inflexible, sin compromiso ante sus ojos y anhelosa de llevar a cabo un enorme cambio, un programa descomunal de contenido económico y social, que ha venido gestándose en la mente de los cubanos revolucionarios desde los mismos años inaugurales de la República. Llegó la revolución en la que no tienen cabida el perdón de los errores, el pensamiento conservador, la doctrina tradicionalista ni el conformismo acomodaticio que, es cierto, ha frustrado tantas esperanzas del cubano.
Al chocar frente a frente con la realidad, muchos se han asustado. No sabían que una revolución era así. Pues así, y más, son las revoluciones. Por eso ante ellas, quienes no tenemos vocación política y no nos inclinamos a participar en movimientos contrarrevolucionarios por mucho que la revolución nos persiga, no sabemos hacer otra cosa que ponernos al margen, dejar pasar el poderoso torrente y desear, sin el menor resentimiento, que triunfe y se consolide cuanto sea bueno para Cuba, y que se disuelva rápidamente en el vacío cuanto pueda ser un mal para esta tierra de la cual pueden incluso hasta arrojarnos, pero no pueden impedir que la amemos con la misma pasión que pueda amarla el más revolucionario de sus hijos.
Al iniciar este viaje, lector, dejamos en manos de nuestro querido Director y amigo, José Ignacio Rivero, hombre cristiano, hombre de carácter, nuestro cargo en el DIARIO DE LA MARINA, de Jefe de Redacción, que tanta honra nos deja para siempre. Comprendemos que hay momentos en los cuales pueden ser confundidas, con daño para lo que más importa que es el DIARIO, las actitudes personales, las ideas propias, con las actitudes del periódico. En medio de la pasión, del asombro de las clases, del choque ideológico inesperado, tiene por ahora poco que hacer un periodista verticalmente conservador, un derechista en tiempos de derrota para las derechas. Cabe la adaptación sinuosa, o cabe el combate. Aquella es lo innoble y éste es lo absurdo. Desde lejos hablaremos, en tanto Dios provea otra cosa si nos da venia para ello el Director y si no se oponen ciertos defensores de la libertad de pensamiento¨, de otras tierras, de otros cielos, de otros personajes. Posiblemente, con toda posibilidad, volveremos de un modo o de otro a defender aquellas ideas en las cuales creemos sobre la sociedad, la economía, las relaciones humanas, la libertad frente al comunismo esclavizador, ideas de las que nos sentimos orgullosos, por maltratadas, incomprendidas y vilipendiadas que hoy se hallen. El mundo las necesita, aunque no quiera verlo. El miedo a defender las ideas que van contra la corriente o que son estigmatizadas como nocivas, es la mayor de las cobardías. Vale más morir junto a una idea vencida, en la cual se cree todavía, que uncirse al primer carro victorioso que pasa, renunciando a tener ideas, a defender una ideología, a proclamar la visión propia y sincera que se tiene de los hombres y del mundo.
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