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La gran historia secreta del rock y el comunismo
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El concierto de los Rolling Stones en Cuba ha puesto el foco en un hecho poco conocido: la tenaz presencia del rock en los países comunistas
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Por Diego A. Manrique
2 ABR 2016
Concierto de The Rolling Stones en Varsovia en 1967. Cezary Langda PAP / CAF
Las fiestas anuales del PCE, en la madrileña Casa de Campo, figuraban en la agenda de los más obsesivos entre los coleccionistas españoles de rock. En los puestos instalados por los “partidos hermanos”, a veces se vendían elepés, a precios muy bajos. Abundaba la música clásica, pero también estaban presentes sus producciones de rock. Incluso, los encargados de aquellas tiendas improvisadas destacaban los discos de rock, con un orgullo que venía a decir “estamos a la última”.
En realidad, estaban a la penúltima. Entre tanto jazz-rock polaco y rock sinfónico húngaro, se evidenciaba el desfase, un retraso estético que se complicaba por la pobreza del envoltorio. Pero el contenido intrínseco de aquellos vinilos tenía nivel: músicos excelentes, grabaciones correctas, ambición creativa. Y comunicaban la gran historia secreta: el rock había prendido tras el Telón de Acero.
Con grandes diferencias, es cierto. En Bulgaria, Rumania o Cuba se reprimía a los músicos y a sus seguidores de pelos largos. Por el contrario, la República Democrática Alemana se esforzaba en desarrollar equivalentes a las estrellas de la República Federal, una política de Estado que se concretó en el llamado Ostrock (rock del Este). La descentralizada Yugoslavia permitía la coexistencia de potentes escenas musicales que se expresaban en serbio, esloveno o croata. Checoslovaquia, con su base industrial, era proveedora de instrumentos musicales —incluyendo sintetizadores— a los otros países del COMECON.
En ninguna de esas repúblicas soviéticas era posible expresar la disidencia política mediante canciones. Después de que los tanques laminaran la Primavera de Praga en 1968, fueron purgados los artistas que simpatizaban con el “socialismo de rostro humano” de Alexander Dubcek. Todavía asombra la perversidad utilizada: para acallar a la popular cantante Marta Kubishova, se falsificaron unas fotos pornográficas, a instancias del director de su compañía. Una jugada digna de la Historia Universal de la Infamia Discográfica.
Se obedecía al impulso paranoico de Moscú. Hay constancia de reuniones del Comité Central de la URSS, donde se trató la invasión del rock and roll a mediados de los cincuenta. Se decidió, naturalmente, que se trataba de una jugada de Estados Unidos, un plan concebido para corromper a las juventudes soviéticas
Estos jóvenes mostraron más que dispuestos a ser corrompidos; inclusive demostraron ingenio tecnológico. Descubrieron un nuevo soporte para difundir los discos que se colaban por las fronteras: los roentgenizdat, conocidos coloquialmente como “huesos” o “costillas”. Las grabaciones occidentales se copiaban sobre placas usadas de rayos X y se vendían por un rublo.
Más enojosa fue la pasión por construirse guitarras eléctricas. Durante años, en grandes ciudades soviéticas, costaba encontrar teléfonos públicos que funcionaran: se robaban sistemáticamente los micrófonos, y eran reciclados como pastillas para aquellos instrumentos primitivos. Para las cuerdas, se experimentaba con cables metálicos. El sonido tiraba hacia lo horroroso pero, vaya, se trataba precisamente de hacer ruido.
Los burócratas podían impedir los conciertos de esos esforzados aprendices, aunque eso significaba empujarlos a la clandestinidad de las actuaciones montadas en lugares apartados, donde todo podía pasar. Podían incluso, asombrosa decadencia, bailar el twist. En pleno delirio, se llegó a argumentar que el twist era un ejemplo de onanismo belicista; en la RDA, se intentó combatirlo con el lipsi, un baile de pareja sobre ritmos caribeños. Fue promocionado hasta 1962, cuando el presidente Walter Ulbricht, en un alarde de modernidad, se atrevió a marcarse unas contorsiones de twist.
El dilema de las autoridades tenía difícil solución. En los países que lindaban con Occidente, se colaban las ondas “capitalistas” y era perfectamente posible estar al día de las novedades pop. Aseguran que en las profundidades de la URSS, dependiendo de la eficacia de las interferencias, era posible escuchar Radio Liberty, la BBC y la Voice of America, que programaban esa música prohibida entre sus espacios de noticias.
El dignóstico era claro: aquellas canciones empujaban al individualismo y la promiscuidad sexual (y, aunque no lo supieran, también a las drogas, con infernales mezclas de medicamentos y alcohol). Con el tiempo, diseñaron una estrategia de control: transigieron con grupos y solistas que hacían pop y rock, encuadrados en organizaciones estatales y cuidadosamente vigilados por las discográficas oficiales. En general, se les disuadía de cantar en inglés, aunque esa regla se fue olvidando cuando se pretendió exportar figuras locales.
Las reglas de la solidaridad obligaban a que las naciones comunistas intercambiaran grupos, sobre todo en los Festivales de la Juventud y en eventos dedicados a la canción de protesta. La fraternidad se extendía a artistas foráneos: invitado a la RDA, el asturiano Víctor Manuel llegó a grabar todo un LP, Spanien, para el sello Amiga. Pero las variedades más fuertes se les indigestaron. En 1967 los Rolling Stones ofrecieron dos conciertos en Varsovia. Aparte de los problemas técnicos —debido a las diferencias de voltaje, tuvieron que tocar con el equipo de Czerwono-Czarni, un grupo de Gdansk— en la calle hubo enfrentamientos entre la Milicia Ciudadana y algunos centenares de fans que no consiguieron entradas. El experimento no prosperó; cuando los Stones se ofrecieron a tocar en Moscú, fueron rechazados de mala manera. En la URSS, ni siquiera se toleraba a los Beatles: solo se publicaron sus elepés en 1986, ya en plena era de Gorbachov, reconocido admirador de John Lennon.
Para los departamentos de propaganda del Partido, fue una bendición la llegada de Dean Reed, rebautizado inevitablemente como “el Elvis rojo”. Nacido en Denver (Colorado), Reed era un cantante de serie B que se radicalizó ideológicamente durante sus estancias en Chile y Argentina. Guapo y bocazas, llegó a enviar una carta abierta al escritor Alexander Solzhenitsyn, acusándole de menospreciar los avances sociales de “la patria del comunismo”.
Reed terminaría viviendo en Berlín Este, grabando en Praga y actuando por todo el bloque soviético. Gozaba de prebendas insólitas y rodó películas como El cantor, sobre el asesinado cantautor Víctor Jara. Aunque en EE UU se le consideraba un desertor, nunca renunció al pasaporte estadounidense y anualmente pagaba allí sus impuestos. Se suicidó en 1986, una muerte extraña que ha alimentado teorías conspirativas. Por su extraordinaria travesia, Dean Reed es la personalidad más estudiada del pop del Pacto de Varsovia: hay libros, documentales y un plan de rodar un biopic, impulsado por Tom Hanks.
Más allá de esa tragedia humana, resulta vital la labor de sellos como el madrileño Vampi Soul, que está recuperando material de Supraphon, la compañía gubernamental de la antigua Checoslovaquia, con recopilaciones de Marta Kubishova, The Matadors, Olympic etc. Aparte, también ha publicado grabaciones de The Plastic People of the Universe, el grupo opositor por antonomasia; su condena a la cárcel provocó la protesta de Václav Havel y el mundo intelectual, en la forma de la llamada Carta 77, semilla de la futura Revolución de Terciopelo. Para entonces, el rock ya era sinónimo de la libertad denegada.
Quedan, sin embargo, muchas historias por excavar. Por ejemplo, la de aquel rockero chino que pretendió matar a Mao Zedong. Ling Liguo, alias Tigre, hijo del mariscal Lin Biao, gozaba de unos privilegios que le permitieron paladear el rock occidental y considerarlo alimento espiritual. Desde la cúpula de las Fuerzas Aéreas, preparó en 1971 un golpe de estado que fue detectado. El Tigre y su familia escaparon rumbo a la URSS pero su avión se estrelló en Mongolia. Sí, me hago cargo: ni siquiera Hollywood aceptaría un guión tan improbable.
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