sábado, noviembre 12, 2016

Andrés Reynaldo: El iceberg... No digan que no vieron venir a Donald Trump


El iceberg... No digan que no vieron venir a Trump

Por Andrés Reynaldo
noviembre 10, 2016
       
No, baby. No digas que no lo viste venir. Dime cualquier cosa. Lo que quieras decirme de Donald Trump. Pero eso no. Estaba ahí, frente a nosotros. Una manchita, una creciente manchita blanca sobre la línea del horizonte. La perdíamos de vista por un día, por 20 años, y ya la manchita tenía el tamaño de un barco. Y luego el tamaño de un barco grande, grandísimo. Hasta alcanzar su descomunal volumen de iceberg. Cien pisos para arriba y mil pisos para abajo.

Baby, por favor. Estaba ahí. Día y noche. Ganando masa. Ganando furia. Trillones y trillones de toneladas métricas en su implacable travesía hacia esta hora de hoy. Todo esto lo vimos, baby. Mientras nos robaban nuestras casas, nuestros ahorros, en Wall Street. Mientras se discutía en la Corte Suprema si a los baños de los señores pudieran entrar las señoras. Mientras las turbas recorrían las calles de Dallas y Chicago ansiosas de matar a un policía.

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Yo lo vi, baby. Tú también lo viste. Seguíamos adelante con nuestras vidas. Mal que bien. Bien que mal. Pero los niños volvían de la escuela con una nueva mentira en sus cuadernos. ¿Recuerdas, baby, cuando una maestra les dijo que la Caperucita Roja, Hänsel y Gretel y todos esos maravillosos cuentos de hadas establecían perniciosos comportamientos de crueldad, abusivos modelos de diferenciación? ¿Recuerdas cómo nos reímos de la insustancialidad, la doctrinaria ausencia de ejemplaridad y nobleza y honor de sus nuevos textos?

Al ladrón no se le debía llamar ladrón. Al vago no se le debía llamar vago. Al bruto no se le debía llamar bruto. Torcidas las palabras se torcieron las verdades

Esa vez nos reímos. Y la otra. Como si no estuviéramos viendo que el iceberg había rebasado la acostumbrada estructura de domo y adquiría su tremebunda estructura de pináculo, con insondables cavernas de oscuro frío. Como si no estuviéramos escuchando lo que escuchamos en casa. Que borraran del mapa al estado de Israel. Que nosotros, tú y yo, baby, somos promotores de la explotación y la desigualdad inherentes al capitalismo. Que los terroristas tienen motivos para ser terroristas. Que el hombre blanco, y sólo el hombre blanco, es la mayor amenaza del ecosistema planetario, el depravado destructor del sagrado ciclo de la vida.

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Todo esto lo dicen nuestros hijos, baby, con su Visa a mano, su auto de potente cilindraje y el filete de 12 onzas de su cena adobándose en tu deliciosa sazón. Sin reconocerse atrapados en un marco ideológico que satisface en las construcciones del resentimiento su incapacidad de producir riqueza, conocimiento y orden. Sobre todo, baby, lo que más duele, lo que más ofende, es su desprecio a los valores de esta gran nación. La responsabilidad, el trabajo duro, el diálogo con Dios. Su pretensión de que la diversidad, una vez conquistado el merecido derecho, se establezca como fuente de agresivo derecho. Su renuencia a comprender que la relativización del mal absoluto implica la relativización del bien absoluto.

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De ahí viene todo, baby. Al ladrón no se le debía llamar ladrón. Al vago no se le debía llamar vago. Al bruto no se le debía llamar bruto. Torcidas las palabras se torcieron las verdades. De ahí la devalorización de las hipotecas, el odio plebeyo a la regla, la descalificación de la alta cultura, el sectario reduccionismo de las minorías, la intolerancia disfrazada de tolerancia, la criminalización de la excelencia…

Entonces, pasó lo que tenía que pasar. El principio de Arquímedes, baby. Roto el equilibrio entre la fuerza de gravedad y la fuerza de flotabilidad, el iceberg del sentido común saltó de las aguas. Escucha, baby, el trueno de la arrasadora honda expansiva de la razón. Mira como corre la gente. No, baby. Ni se te ocurra decirme que no lo viste venir.