EL NEGRO TARTA. Nicolás Águila sobre la profanación del cadáver del guerrillero anticastrista Rigoberto Tartabull por uno de sus hermanos que participó en el combate y que posteriormente trasladó el cadáver de su hermano y finalmente lo profanó por su fanatismo Castrista
El sargento que profanó el cadaver de su hermano Rigoberto Tartabull Chacón ( EL NEGRO TARTA), jefe de guerrilleros antiCastristas y anticomunistass, fue Evangelista Lucas Tartabull Chacón también conocido como Lucas T. Chacón.
La información del nombre del desalmado sargento Tartabull , y de los que le encomendaron esa ¨ misión¨, fue el autor del crudo pero muy ilustrativo artículo: Nicolás Águila.
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Tomado de http://www.hispanocubana.org/
Testimonio vivencial sobre la profanación del cadáver del guerrillero anticastrista Rigoberto Tartabull
Cuarenta y un años después me senté en Miami con un amigo de la infancia. Hablamos largo y tendido. Y entre sus recuerdos y los míos reconstruimos el suceso que nos cambió la rutina aquella tarde de agosto de 1963. A él se le habían olvidado algunos detalles con el paso del tiempo, pero me confesó que jamás había podido borrarse de la mente la imagen de la cabeza destrozada y tinta en sangre. “Le volaron la tapa de los sesos,” me dijo en un susurro, como quien quiere sacudirse un mal recuerdo.
La memoria funciona a través de filtros selectivos y luego recordamos una cosa y olvidamos otra. A mí lo que no se me olvida es el boquete de más de una pulgada de diámetro que le abrieron en el centro del pecho, a la altura del esternón. No sé bien por qué me quedé contemplándolo fijamente, aunque creo que se debió no tanto al morbo como a la visión de túnel que se le agudiza a un niño en situaciones de consternación. Todavía es y me impresiona. Visto desde el tiempo y la distancia, me doy cuenta de que una vivencia así tenía que dejar su huella en un muchacho de once años.
No es que sea una visión que me persiga, pero sigo viendo con igual nitidez aquel enorme agujero al centro del pecho. Era un boquerón taponado de sangre coagulada, que apenas se distinguía de la piel negra —renegrida además por la prolongada intemperie— de un hombre muerto y tendido en el suelo con el torso descubierto, como un cimarrón cazado por la jauría de los rancheadores. Ni siquiera le tiraron una sábana por encima.
(Rigoberto Tartabull Chacón ¨El negro Tarta)
Pero ¿por qué razón decenas y decenas de niños, a los que no senos permitía ver películas con escenas de violencia, fuimos prácticamente invitados a ir a contemplar un cadáver acribillado a balazos? ¿Por qué yo tuve que estar allí sin el conocimiento de mi familia? Aquel día yo andaba jugando por la calle con los amiguitos del barrio y por eso pude presenciarlo todo. Creo que fuimos los primeros en llegar, porque salimos corriendo detrás del helicóptero cuando lo vimos volando a baja altura, casi rozando el campanario de la iglesia. Aquello era un acontecimiento inusitado en el pueblo de Cumanayagua, donde los guajiros aún transitaban por las calles con sus arreos de mulas cargadas de plátanos y sonando rítmicamente los cencerros de una abundancia que ya estaba en vías de extinción.
El helicóptero daba vueltas y más vueltas, describiendo círculos concéntricos como las auras tiñosas al olor de la carroña. Quizás estuviera buscando un punto conveniente para aterrizar. O, más probablemente, lo hacía con la intención de atraer el mayor número posible de curiosos. Se dirigía hacia las afueras del pueblo, con rumbo a la carretera de Cienfuegos. Y todo indicaba que iba a aterrizar en un solar yermo muy cerca del cementerio, conocido como la Loma de la Cruz, donde no había casas, árboles o postes de la corriente eléctrica. La ubicación del sitio, por otro lado, era ideal para asegurar la afluencia de los noveleros, tanto desde el centro del pueblo como desde los barrios periféricos.
Aterrizó al cabo de una media hora y enseguida nos aglomeramos a su alrededor, atraídos por una novedad que a los más chicos nos parecía cosa de ciencia ficción. En medio de la propaganda machacona de aquellos años sobre los éxitos de la cosmonáutica soviética, daba la impresión de que asistíamos a la llegada de una nave espacial sputnik en vez de un tosco helicóptero ruso de combate.
Todas las miradas se concentraban en un solo punto, pendientes de que por fin se abriera la puerta y a lo mejor saliera un tovarisch gritando ¡hurra! Todos estábamos ansiosos por saber qué había venido a hacer aquella aeronave color verde oliva en un paraje ubicado casi en las estribaciones de El Escambray, allí donde al diablo se le había perdido la mocha y nunca pudo encontrarla, como le gusta decir a ese mismo amigo que me ayudó en Miami a reorganizar estos recuer dos de mi niñez escambraica.
La curiosidad se convertía en expectación según pasaba el tiempo, tal vez otra media hora, sin que la hélice parara de girar. Las aspas, situadas muy por encima de la cabeza de un hombre de seis pies, no ofrecían ningún peligro para la vida de nadie. Pero, así y todo, al poco rato se apareció un par de voluntarios que se encargaron de acordonar a gritos y empujones el área inmediatamente próxima al helicóptero. No podría asegurar que fuera parte de un previo reparto de roles, aunque me lo sospecho por lo bien coordinada que estaba la operación. Pero de lo que sí estoy seguro es que estaban dando tiempo a que llegaran más curiosos, lo mismo del barrio de Mabuya que desde La Guinea y la Calle Real. Le traían al pueblo un regalito muy especial.
La “limpia” de El Escambray fue una campaña de envergadura que contó con la movilización hacia esas montañas de decenas de miles de efectivos militares, constantemente renovados con la carne de cañón fresca procedente de La Habana y de todas las demás provincias. Las descargas de los fusiles automáticos y las ráfagas de ametralladoras comenzaban a oírse desde antes de caer la noche y seguían traqueteando hasta el amanecer. Nuestras madres se ponían muy nerviosas con los tiroteos de aquellos peines cerca del pueblo que se oían como si fueran en el mismo barrio y duraban de un día para otro. Ya para principios de 1963, el fatídico año del cuero duro, habían capturado o acribillado a balazos a todos los alzados más conocidos de la zona. A todos, menos al Negro Tarta.
A Rigoberto Tartabull en efecto le decíamos el Negro Tarta, peroeso de ningún modo implicaba una alusión racial de carácter despectivo. Tan igual de negro era el otro Tartabull, su hermano el sargento de las milicias, y nadie le decía ni negro ni Ta r t a . Era por la admiración que despertaba su fama de incapturable por lo que tanto los niños como los adultos le llamábamos el Negro Tarta . Se había convertido en nuestro alzado emblemático. Se había vuelto una leyenda, pero también un dolor de cabeza y una obsesión fija paransus perseguidores de la LCB, encabezados por su hermano el sargento, el otro Tartabull. Y por eso le hicieron lo que le hicieron.
A los que hayan tenido la experiencia de la vida pueblerina de aquella época, en la cual los caballos competían con los automóviles y el medioevo coexistía en cierto modo con la modernidad, no les debe de resultar extraña esa mezcla de fabulaciones rurales con leyendas urbanas en la construcción de mitos que exaltaban la gallardía y el valor de los héroes locales. Sin embargo, vistas desde hoy, ciertamente se pasaban de ingenuas las historias que los niños les oían a los mayores y luego repetían y acrecentaban en sus juegos y corrillos. La más frecuente de todas era que el Negro Tarta se sabía una oración milagrosa para esquivar las balas o romper un cerco. O incluso para salir tan campante de un cañaveral ardiendo por los cuatro costados, rodeado de milicianos por todas partes.
Llegamos a creernos que el Negro Tarta era como un semidiós capaz de romper con su rezo todos los cercos y salir ileso de cada una de las emboscadas que le tendían. A tal punto nos creíamos que el Negro Tarta era el brujo de la manigua, que hasta le cantábamos una especie de himno que contaba sus hazañas. En realidad se trataba de una parodia más de El ratoncito Miguel , la inocente canción infantil que el régimen había prohibido porque creyó detectar en su letra las claves recónditas de la mayor conspiración de la CIA de todos los tiempos. Curiosamente, el que mejor se sabía el ‘himno’ y el que más se emocionaba con los cuentos mágicos del Ta r t a era precisamente el único entre nosotros que era de familia integrada , de padres comecandela, como se les llama desde entonces a los fanáticos del fidelismo.
De ahí que el helicóptero hubiera dado tantas vueltas y a tan baja altura antes de aterrizar; lo hacía con el fin de atraer a los curiosos hacia el punto donde al final se posó en el potrero de la Loma de la Cruz. Buscaban darle un escarmiento a ese pueblo gusano que admiraba a Tartabull y hasta le cantaba un ‘himno’. La idea era, pues, que la gente lo viera con sus propios ojos y así sepultar para siempre la leyenda del alzado inmortal.
Cuando la hélice dejó de dar vueltas, se abrió por fin la puerta y salió un guardia que tendió una lona en el suelo. Luego lo sacron entre el guardia y un sargento, cogiéndolo el primero por los pies y el otro por los brazos. Y entonces lo balancearon y prácticamente lo tiraron como un saco de papas encima de la lona.
A él, al Negro Tarta , al brujo de la manigua, al alzado de los tres pares, ahora muerto y en exhi- bición como una pieza de caza, después de acribillarlo desde el aire con ráfagas de ametralladora mientras intentaba escapar del pajarraco artillado, del mismo heli-cóptero que ahora lo traía exangüe y sin vida pero horas antes lo había perseguido con saña, sin darle tregua, en círculos cada vez más estrechos y mortales, hasta lograr agotarlo, tenerlo a tiro y matarlo. Nos parecía mentira, pero era el mismo Ta r t a de la oración infalible, nuestro héroe legendario, el que ahora veíamos abatido y ensangrentado, con un enorme agujero en el pecho y la cabeza destrozada por la calibre 50.
Al viejo amigo de la infancia jamás se le ha quitado de la mente la imagen del Tarta con los sesos volados, mientras que a mí lo que nunca se me ha olvidado es la tronera al centro del pecho. Pero si los dos nos quedamos pasmados viendo muerto y tirado en el suelo al inmortal Tartabull de nuestras fantasías infantiles, más grande fue el impacto cuando el sargento que lo había bajado del helicóptero se puso en atención y allí mismo rindió el parte de misión cumplida ante el oficial que ya se había presentado en el lugar: “Compañero teniente, yo y los hombres bajo mi mando hemos cumplido la tarea de liquidar al último bandido de la zona y primera vergüenza de este pueblo. A sus órdenes, Sargento Tartabull.”
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