martes, enero 10, 2017

EL NEGRO TARTA. Nicolás Águila sobre la profanación del cadáver del guerrillero anticastrista Rigoberto Tartabull por uno de sus hermanos que participó en el combate y que posteriormente trasladó el cadáver de su hermano y finalmente lo profanó por su fanatismo Castrista

 Nota del Bloguista de Baracutey Cubano

El sargento que  profanó el cadaver de su hermano  Rigoberto Tartabull Chacón ( EL NEGRO TARTA), jefe de guerrilleros antiCastristas y anticomunistass,  fue Evangelista Lucas Tartabull Chacón también conocido como Lucas T. Chacón.

La información del nombre del desalmado sargento Tartabull , y de los que le encomendaron esa ¨ misión¨,  fue el autor del crudo pero muy ilustrativo artículo: Nicolás Águila.
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Tomado de http://www.hispanocubana.org/
EL NEGRO TARTA

Testimonio vivencial sobre la profanación del cadáver del guerrillero anticastrista Rigoberto Tartabull
Por Nicolás Águila
Primavera-Verano 2009

Cuarenta y un años después me senté en Miami con un amigo de la infancia. Hablamos largo y tendido. Y entre sus recuerdos y los míos reconstruimos el suceso que nos cambió la rutina aquella tarde de agosto de 1963. A él se le habían olvidado algunos detalles con el paso del tiempo, pero me confesó que jamás había podido borrarse de la mente la imagen de la cabeza destrozada y tinta en sangre. “Le volaron  la  tapa  de  los  sesos,”  me  dijo  en  un  susurro,  como  quien quiere sacudirse un mal recuerdo. 

La memoria funciona a través de filtros selectivos y luego recordamos una cosa y olvidamos otra. A mí lo que no se me olvida es el boquete de más de una pulgada de diámetro que le abrieron en el centro  del  pecho,  a  la  altura  del  esternón.  No  sé  bien  por  qué  me quedé contemplándolo fijamente, aunque creo que se debió no tanto al morbo como a la visión de túnel que se le agudiza a un niño en situaciones de consternación. Todavía es y me impresiona.  Visto desde el tiempo y la distancia, me doy cuenta de que una vivencia así tenía que dejar su huella en un muchacho de once años.

No es que sea una visión que me persiga, pero sigo viendo con igual nitidez aquel enorme agujero al centro del pecho. Era un boquerón taponado  de  sangre  coagulada,  que  apenas  se  distinguía  de  la  piel negra  —renegrida  además  por  la  prolongada  intemperie—  de  un hombre muerto y tendido en el suelo con el torso descubierto, como un cimarrón cazado por la jauría de los rancheadores. Ni siquiera le tiraron una sábana por encima.
Aunque el endurecimiento precoz te hiciera parecer a prueba de traumas en un medio donde la violencia se confundía con el paisaje y hasta formaba parte de los juegos infantiles, uno en fin de cuentas no era más que un escolar de quinto grado, una criatura atrapada en las coordenadas de su tiempo, indefenso en medio de un experimento de ingeniería social que apenas llegaba a los cinco años pero anunciaba a las  claras  cómo  habrían  de  ser  los  cuarenta  y  cinco  años  siguientes.

(Rigoberto Tartabull Chacón ¨El negro Tarta)

Pero ¿por qué razón decenas y decenas de niños, a los que no senos permitía ver películas con escenas de violencia, fuimos prácticamente invitados a ir a contemplar un cadáver acribillado a balazos? ¿Por  qué  yo  tuve  que  estar  allí  sin  el  conocimiento  de  mi  familia? Aquel día yo andaba jugando por la calle con los amiguitos del barrio y por eso pude presenciarlo todo. Creo que fuimos los primeros en llegar,  porque  salimos  corriendo  detrás  del  helicóptero  cuando  lo vimos volando a baja altura, casi rozando el campanario de la iglesia. Aquello era un acontecimiento inusitado en el pueblo de Cumanayagua, donde los guajiros aún transitaban por las calles con sus arreos de mulas cargadas de plátanos y sonando rítmicamente los cencerros de una abundancia que ya estaba en vías de extinción. 

El helicóptero daba vueltas y más vueltas, describiendo círculos concéntricos  como  las  auras  tiñosas  al  olor  de  la  carroña.  Quizás estuviera buscando un punto conveniente para aterrizar. O, más probablemente,  lo  hacía  con  la  intención  de  atraer  el  mayor  número posible  de  curiosos.  Se  dirigía  hacia  las  afueras  del  pueblo,  con rumbo a la carretera de Cienfuegos. Y todo indicaba que iba a aterrizar en un solar yermo muy cerca del cementerio, conocido como la  Loma  de  la  Cruz,  donde  no  había  casas,  árboles  o  postes  de  la corriente  eléctrica.  La  ubicación  del  sitio,  por  otro  lado,  era  ideal para asegurar la afluencia de los noveleros, tanto desde el centro del pueblo como desde los barrios periféricos. 

Aterrizó al cabo de una media hora y enseguida nos aglomeramos a su alrededor, atraídos por una novedad que a los más chicos nos  parecía  cosa  de  ciencia  ficción.  En  medio  de  la  propaganda machacona  de  aquellos  años  sobre  los  éxitos  de  la  cosmonáutica soviética,  daba  la  impresión  de  que  asistíamos  a  la  llegada  de  una nave espacial  sputnik en vez de un tosco helicóptero ruso de combate.

Todas las miradas se concentraban en un solo punto, pendientes de que por fin se abriera la puerta y a lo mejor saliera un  tovarisch gritando ¡hurra! Todos estábamos ansiosos por saber qué había venido a hacer aquella aeronave color verde oliva en un paraje ubicado casi en las estribaciones de El Escambray, allí donde al diablo se le había perdido la mocha y nunca pudo encontrarla, como le gusta decir a ese mismo amigo que me ayudó en Miami a reorganizar estos recuer dos de mi niñez escambraica. 

La  curiosidad  se  convertía  en  expectación  según  pasaba  el tiempo, tal vez otra media hora, sin que la hélice parara de girar. Las aspas, situadas muy por encima de la cabeza de un hombre de seis pies,  no  ofrecían  ningún  peligro  para  la  vida  de  nadie.  Pero,  así  y todo, al poco rato se apareció un par de voluntarios que se encargaron de acordonar a gritos y empujones el área inmediatamente próxima al helicóptero. No podría asegurar que fuera parte de un previo reparto de roles, aunque me lo sospecho por lo bien coordinada que estaba  la  operación.  Pero  de  lo  que  sí  estoy  seguro  es  que  estaban dando tiempo a que llegaran más curiosos, lo mismo  del  barrio  de  Mabuya  que  desde  La Guinea y la Calle Real. Le traían al pueblo un regalito muy especial.
Era  la  primera  vez  que  yo  veía  un  helicóptero tan grande, con capacidad para quince personas,  según  decían;  de  esos  que  los  rusos habían mandado en los últimos tiempos para liquidar  los  remanentes  de  las  guerrillas  anticastristas. Ya por entonces eran pocos los alzados  que  quedaban  en  la  zona  de  Cumanayagua.  Los  últimos  focos  de  resistencia  estaban prácticamente  aniquilados,  pues  eran  muy pocos los que habían podido sobrevivir al rastreo palmo a palmo del monte, a los  peines de la cacería a sangre y fuego que la propaganda oficial llamaba “limpia” o LCB, es decir, lucha contra bandidos. 

La  “limpia”  de  El  Escambray  fue  una campaña  de  envergadura  que  contó  con  la  movilización  hacia  esas montañas de decenas de miles de efectivos militares, constantemente renovados con la carne de cañón fresca procedente de La Habana y de todas las demás provincias. Las descargas de los fusiles automáticos y las ráfagas de ametralladoras comenzaban a oírse desde antes de caer  la  noche  y  seguían  traqueteando  hasta  el  amanecer.  Nuestras madres se ponían muy nerviosas con los tiroteos de aquellos  peines cerca  del  pueblo  que  se  oían  como  si  fueran  en  el  mismo  barrio  y duraban de un día para otro. Ya para principios de 1963, el fatídico año del cuero duro, habían capturado o acribillado a balazos a todos los alzados más conocidos de la zona. A todos, menos al  Negro Tarta. 

A Rigoberto Tartabull en efecto le decíamos el  Negro Tarta, peroeso  de  ningún  modo  implicaba  una  alusión  racial  de  carácter  despectivo. Tan igual de negro era el otro Tartabull, su hermano el sargento de las milicias, y nadie le decía ni negro ni  Ta r t a . Era por la admiración que despertaba su fama de incapturable por lo que tanto los  niños  como  los  adultos  le  llamábamos  el   Negro Tarta .  Se  había convertido  en  nuestro  alzado  emblemático.  Se  había  vuelto  una leyenda, pero también un dolor de cabeza y una obsesión fija paransus  perseguidores  de  la  LCB,  encabezados  por  su  hermano  el  sargento, el otro Tartabull. Y por eso le hicieron lo que le hicieron. 

A los que hayan tenido la experiencia de la vida pueblerina de aquella época, en la cual los caballos competían con los automóviles y el medioevo coexistía en cierto modo con la modernidad, no les debe de resultar extraña esa mezcla de fabulaciones rurales con leyendas urbanas en la construcción de mitos que exaltaban la gallardía y el valor de los héroes locales. Sin embargo, vistas desde hoy, ciertamente se pasaban de ingenuas las historias que los niños les oían a los mayores y luego repetían y acrecentaban en sus juegos y corrillos. La más frecuente de todas era que el  Negro Tarta se sabía una oración milagrosa para esquivar las balas o romper un cerco. O incluso para salir tan campante de un cañaveral ardiendo por los cuatro costados, rodeado de milicianos por todas partes. 

Llegamos a creernos que el  Negro Tarta era como un semidiós capaz de romper con su rezo todos los cercos y salir ileso de cada una de las emboscadas que le tendían. A tal punto nos creíamos que el Negro Tarta era el brujo de la manigua, que hasta le cantábamos una especie de himno que contaba sus hazañas. En realidad se trataba de una parodia más de  El ratoncito Miguel , la inocente canción infantil que el régimen había prohibido porque creyó detectar en su letra las claves recónditas de la mayor conspiración de la CIA de todos los tiempos.  Curiosamente,  el  que  mejor  se  sabía  el  ‘himno’  y  el  que más se emocionaba con los cuentos mágicos del  Ta r t a era precisamente  el  único  entre  nosotros  que  era  de  familia  integrada ,  de padres comecandela, como se les llama desde entonces a los fanáticos del fidelismo.

De ahí que el helicóptero hubiera dado tantas vueltas y a tan baja  altura  antes  de  aterrizar;  lo  hacía  con  el  fin  de  atraer  a  los curiosos hacia el punto donde al final se posó en el potrero de la Loma  de  la  Cruz.  Buscaban  darle  un  escarmiento  a  ese  pueblo gusano que admiraba a Tartabull y hasta le cantaba un ‘himno’. La idea era, pues, que la gente lo viera con sus propios ojos y así sepultar para siempre la leyenda del alzado inmortal.

Cuando la hélice dejó de dar vueltas, se abrió por fin la puerta y salió un guardia que tendió una lona en el suelo. Luego lo sacron entre el guardia y un sargento,  cogiéndolo  el primero por los pies y el otro  por  los  brazos.  Y entonces lo balancearon y  prácticamente  lo  tiraron  como  un  saco  de papas encima de la lona.

A  él,  al   Negro  Tarta ,  al brujo  de  la  manigua,  al alzado  de  los  tres  pares, ahora muerto y en exhi- bición  como  una  pieza de caza, después de acribillarlo desde el aire con ráfagas de ametralladora mientras intentaba escapar  del  pajarraco  artillado,  del  mismo  heli-cóptero  que  ahora  lo traía  exangüe  y  sin  vida pero   horas   antes   lo había  perseguido  con saña, sin darle tregua, en círculos  cada  vez  más  estrechos  y  mortales,  hasta  lograr  agotarlo, tenerlo  a  tiro  y  matarlo.  Nos  parecía  mentira,  pero  era  el  mismo Ta r t a de la oración infalible, nuestro héroe legendario, el que ahora veíamos  abatido  y  ensangrentado,  con  un  enorme  agujero  en  el pecho y la cabeza destrozada por la calibre 50.

Al viejo amigo de la infancia jamás se le ha quitado de la mente la imagen del  Tarta con los sesos volados, mientras que a mí lo que nunca se me ha olvidado es la tronera al centro del pecho. Pero si los dos nos quedamos pasmados viendo muerto y tirado en el suelo al inmortal Tartabull de nuestras fantasías infantiles, más grande fue el impacto cuando el sargento que lo había bajado del helicóptero se puso en atención y allí mismo rindió el parte de misión cumplida ante el oficial que ya se había presentado en el lugar: “Compañero teniente, yo y los hombres bajo mi mando hemos cumplido la tarea de liquidar al último bandido de la zona y primera vergüenza de este pueblo. A sus órdenes, Sargento Tartabull.” 

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Comentario del Bloguista de Baracutey Cubano: en un comentario de  facebook  aparece esta foto como si fuera la de José Esteban ¨Cheo¨  Tartabull Chacón  (en Cuba Cheo es un apodo de los José) en la lucha contra el régimen de Fulgencio Batista pero José Esteban  Tartabull Chacón nació en 1930 y sólo fue mensajero del Comandante Víctor Bordón en la lucha contra Batista. En la foto se me parece más  a Rigoberto Tartabull Chacón, quien siendo muy joven se alzó contra la tiranía de los Castro y llegó a a ser jefe de un grupo de alzados. Quizás la persona del comentario de facebbook confunde los nombres y mezcla datos de uno de los hermanos a otro.
En el  sitio oficialista de Cuba, Ecured, aparece la siguiente foto del sargento de milicias José Esteban Tartabull Chacón, quién murió en combate en la Ciénaga de Zapata en agosto de 1962.

José Esteban Tartabull Chacón según Ecured