miércoles, septiembre 22, 2021

Miguel Sales Figueroa: El ogro filantrópico, segunda parte

 El ogro filantrópico, segunda parte

Por Miguel Sales Figueroa

19 de septiembre, 2021

Para que la ideología de la ‘justicia social’ lograra tantos adeptos como tiene hoy, a pesar de sus postulados absurdos y evidentes contradicciones, fue necesario un caldo de cultivo dominado por el miedo y el desconcierto. Ese contexto cuajó en los tres decenios transcurridos entre el naufragio del socialismo real, completado en el bienio de 1989-1991, y la debacle sanitaria causada por la pandemia del COVID-19. En el punto medio del periodo se desató la crisis económica de 2008, catalizadora de los temores en torno al porvenir de las nuevas generaciones, que parecían condenadas a vivir en un mundo mucho peor que del que habían conocido sus padres y abuelos. 

Los ideólogos marxistas llegaron entonces a la conclusión siguiente: Era necesario convencer a la mayoría de la población de que el sistema capitalista estaba agotado y que era preciso destruir la sociedad occidental, tal como había existido hasta entonces, para dar paso a la construcción de un mundo nuevo. Pero, a diferencia de los revolucionarios del siglo XX, los actuales sostienen que la toma del poder debe realizarse por medio de elecciones democráticas. De ahí la necesidad de predicar la buena nueva a las masas para ganar en las urnas, no con las armas.  

Al igual que ocurre con el futuro poscapitalista que aparece esbozado en las obras de Marx, las directrices para esa tarea de reconstrucción son más bien borrosas. En todo caso, se sabe que el resultado será un mundo de ’cancelación’, justicia, igualdad, armonía y menos consumo, con muchos veganos felices, naturaleza inmaculada, democracia plebiscitaria y libre circulación de migrantes, sin requisitos burocráticos.  Una utopía comunista reciclada, con el mismo matiz religioso que las de Owen, Marx y Bakunin, pero que esta vez se alcanzará mediante la hegemonía cultural (Gramsci) y el uso adecuado de la tecnología que proporciona los medios de comunicación y las redes sociales (Marcuse). 

Los elementos que conforman esta ideología progre-retrógrada ya existían por separado antes de la caída del Muro de Berlín en 1989 y las crisis subsiguientes. Durante años, en las facultades de ciencias sociales de las universidades estadounidenses se había elaborado un sinfín de teorías y formulaciones más o menos imaginativas, que trataban de explicar los modos de ‘opresión’ que el capitalismo occidental ejerce sobre las minorías -mujeres, homosexuales, personas no blancas y otros colectivos-. Esos trabajos monográficos –estudios queer, estudios feministas, estudios negros-- pocas veces se declaraban explícitamente marxistas, aunque se apoyaban en muchos de los prejuicios de la secta.

Autores como Michel Foucault, Jacques Derrida, Gilles Deleuze o Louis Althusser, y profesores como el argentino Ernesto Laclau y la estadounidense Judith Butler proporcionaron el andamiaje intelectual para reformular y ampliar el ideario social-comunista y adaptarlo a la sensibilidad igualitaria, ecologista y ‘buenista’ de las nuevas generaciones, debidamente adoctrinadas en las aulas universitarias. Se trataba de elaborar y predicar una nueva metafísica pseudorreligiosa que llenase el vacío dejado por el naufragio de las grandes explicaciones de la Historia vigentes hasta finales del siglo pasado, que habían pasado a mejor vida.

Por otra parte, la ecología -no siempre anticapitalista- ganaba terreno desde los años de 1960, ante la constatación de los daños medioambientales generados por el rápido aumento de la industrialización y la necesidad de mantener limpio el planeta y preservar la naturaleza. En el marco de esa corriente, surgieron grupos que se oponían al uso de la energía nuclear, a la agricultura en gran escala, al consumo de carne y al turismo de masas, entre otros.   

Pero en algún momento de ese período el sector más radical del movimiento ‘verde’ abandonó la postura de la crítica moderada y la búsqueda de soluciones racionales para asumir posiciones revolucionarias, basadas en la idea de que era indispensable destruir el capitalismo e imponer severos controles económicos para salvar el planeta del inminente apocalipsis climático. 

El tercer elemento fundamental del progresismo contemporáneo es la barra libre a la inmigración ilícita. De las políticas humanitarias de asilo y refugio impulsadas por el desastre de la Segunda Guerra Mundial se ha pasado a imponer el criterio de que no solo los emigrantes tienen derecho a salir de su país, sino que los demás Estados, sobre todo los más prósperos, tienen la obligación moral de acogerlos, incluso cuando los migrantes viajan por motivos económicos, lo hacen sin documentos e ingresan de forma irregular en el país de destino.  

Este enfoque permite ahora que algunos gobiernos lleguen incluso a usar a los migrantes como un arma para socavar la estabilidad de los países vecinos, como ocurrió recientemente en Ceuta, cuando las autoridades marroquíes auspiciaron la entrada ilegal en territorio español de unos 12.000 migrantes, entre ellos alrededor de 3.000 menores de edad no acompañados.

No era la primera vez que el torpedo migratorio se empleaba contra una democracia occidental. Desde el éxodo del Mariel, autorizado por Fidel Castro en 1980 para trasladar la presión social de Cuba a las calles de Miami, hasta las caravanas de emigrantes centroamericanos que las ONG progres coordinan y dirigen actualmente hacia la frontera sur de Estados Unidos, el derecho que toda persona tiene “a circular libremente […] a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país” (artículo 13 de la DUDH), se ha manipulado hasta convertirlo en un arma antioccidental. 

Lastrados por el buenismo y debilitados por la aceptación parcial de los valores de la progresía retrógrada, los Estados de Europa y América del Norte no se atreven siquiera a aplicar sus propias leyes para defenderse de la invasión. En Europa del Oeste, por ejemplo, se calcula que el 90% de las órdenes de expulsión del territorio dictadas contra inmigrantes ilegales no se aplican nunca. La “inmigración segura, ordenada y regular” que propugna el Pacto Mundial de 2018 no está ni estará a la vista, mientras las democracias occidentales no se enfrenten sin complejos al entramado de ONG, traficantes de seres humanos y tontos útiles que actúan diariamente bajo el manto del humanismo y la justicia.   

Estas tres corrientes de pensamiento y activismo comparten un objetivo común que facilita su sinergia: la deconstrucción (destrucción) de las sociedades libres de Occidente y su reordenamiento, mediante el aumento del tamaño y el poder del Estado, controlado por los nuevos comisarios del pueblo, guardianes de la verdad absoluta. Este propósito compartido no es un designio secreto ni una elucubración de liberales asustados, sino una meta explícitamente anunciada en los programas electorales de las nuevas formaciones políticas que cuajaron a partir del año 2000.  Presentados como adalides de un empeño justiciero y libertador, los ’ingenieros de almas’ del siglo XXI preparan la llegada del totalitarismo-punto-dos en versión Silicon Valley.     

En el artículo siguiente examinaré cómo se produjo la confluencia entre estas corrientes y la izquierda marxista tradicional.


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