LAS CRUELDADES DE ABRIL
Las crueldades de abril
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Ahora mismo estoy en París. Tirito. No es el frío. Tiemblo de rabia y de impotencia. Estoy frente a la embajada cubana. Grito el nombre de Próspero Gaínza y de Juan Carlos Herrera y de Héctor Maseda y de José Ubaldo Izquierdo y siento que aún estoy preso. Mi corazón y mis riñones padecen en una cárcel de Cuba. Adelgazo junto a José Luis García Paneque, enceguezco con los ojos de Pedro Argüelles, digo un improperio contra un guardián junto a Pablo Pacheco, imploro a Dios cerca de Adolfo Fernández Saíz, vuelvo a rebelarme al lado de Oscar Elías Biscet y la palabra libertad, libertad, libertad resuena en la calle Presles, choca contra los balcones, rebota en los adoquines, llega a los oídos sordos de los diplomáticos torcidos, los embajadores del mal, y enronquezco gritando, y es que aunque estoy en París abrazado a Yolanda, mi amor y mi pasión y mi dolor está entre las rejas que aprisionan todavía a 60 de mis amigos de aquella primavera de 2003, y me doy cuenta de que no tengo derecho a descansar mientras uno solo de ellos permanezca preso.
Silvia Iriondo está a mi lado. Es un fuego de amor por la patria. De sus labios brota un treno de angustia por Cuba. Está de negro, pero no está triste; está de negro, pero no llora. Batalla y entusiasma. Contagia su serenidad infatigable. Arde con la pasión de las antañas mambisas. Trajo desde lejos a Anolán y a Sonia, y a Gema y a María Eugenia, que la secundan. Y cada grito de libertad de ellas es como un barrote que se quiebra y pone a andar por las calles del mundo a cada preso político cubano. Eleno Oviedo lleva la bandera. La hace flotar sobre su cabeza erguida de rebelde inclaudicable. Hay en él la hidalguía de los veteranos. Y hay franceses nobles que nos acompañan y hay cubanos jóvenes que cada martes hacen saber a París que Cuba sufre mientras ellos sufren un exilio que les han impuesto y los aparta de la tierra madre. Y en los ojos de Blanca González, la madre dolorida de Normando Hernández, veo arder la ternura y el valor que una vez descubrí en los ojos de su hijo cuando en la cárcel de Boniato decidimos morir de hambre antes que vivir sin decoro.
Y Yolanda, que porta una enorme foto de las Damas de Blanco, se multiplica y veo brotar de ella a Laura Pollán y a Gisela Sánchez, y a Mirian Leiva y a Berta Soler, y a Julia Núñez y a Alejandrina Rivas, y a Magalis Broche y a Anisley Puente, y a Dolia Leal que, con un gladiolo rosado
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Ya atardece en París. Y pienso en los atardeceres solitarios de los calabozos donde languidecen mis amigos, y veo una rata cruzar veloz sobre la rústica litera donde pondrán a descansar sus huesos, y escucho el zumbido de los mosquitos que acuden por centenares a alimentarse de su sangre valerosa, y huelo la fetidez de las celdas inmundas, y oigo el resonar de las botas de los guardianes que los vigilan, y vuelvo a sentirme preso, irremediablemente preso porque Cuba y mi corazón padecen de prisión aunque Cuba navegue por el Caribe y yo camine por París, pidiendo libertad.
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