viernes, mayo 19, 2006

PALABRAS DE GRATITUD DE CARLOS ALBERTO MONTANER AL RECIBIR LA ORDEN RUBEN DARIO DE MANOS DEL PRESIDENTE DE NICARAGUA ENRIQUE BOLAÑOS

Palabras de gratitud en la recepción de la orden Rubén Darío por Carlos Alberto Montaner


Le agradezco profusamente al presidente de Nicaragua D. Enrique Bolaños la generosa distinción que me hace. La Orden Rubén Darío es un honor excepcional, entre otras razones porque lleva el nombre del más universal de los nicaragüenses y el primero de nuestros escritores que logró influir en todo el ámbito de la lengua española. Desde la temprana publicación de Azul, Rubén comenzó siendo un honor para los nicaragüenses, pero muy pronto se convirtió en la figura central de la literatura en lengua castellana, como reconocieron, deslumbrados, los miembros de la Generación del 98 en España y el resto de las vanguardias literarias desde México hasta la Argentina.

Me gustaría pensar que la concesión de este galardón, más allá de mis escasos méritos personales, se debe a mi larga y profunda vinculación con los demócratas nicaragüenses, y por la lucha sostenida junto a ellos para rescatar las libertades cercenadas poco después del triunfo revolucionario contra la dictadura de Somoza.

Recuerdo como uno de los días más gratos de mi vida aquél en el que me despertó Pedro Joaquín Chamorro para decirme que la coalición liderada por doña Violeta Chamorro y don Virgilio Godoy había triunfado frente al sandinismo, desmintiendo, de paso, a la mayor parte de los encuestadores.

Esa noche estaba en San Juan de Puerto Rico, a donde había ido a dictar una conferencia, y hasta allí llegó la voz alegre de mi amigo. Experimenté, entonces, una profunda felicidad que, supongo, debió haber sido algo así como un ensayo general de la que seguramente sentiré cuando llegue a Cuba la hora de la libertad.

De aquel momento luminoso a hoy, la democracia nicaragüense, que comenzó temblorosa al filo de la navaja, ha logrado grandes progresos y, aunque no hay duda de que también ha tenido tropiezos, el saldo que puede exhibir el país es notablemente positivo.

En ese periodo el ejército dejó de ser una fuerza de ocupación al servicio de un partido, y paulatinamente pasó a convertirse en una institución subordinada a los poderes de la república.

En estos 16 años transcurridos, la economía superó el caos tremendo que dejó el sandinismo, con una hiperinflación terrorífica, desabastecimiento y mínimos índices productivos.

En ese lapso, los sucesivos gobiernos democráticos nicaragüenses lograron terminar con la inflación, devolverle a la moneda su poder adquisitivo, y restituirle la protección a la propiedad privada.

El pavoroso desastre logrado por los sandinistas pudo mitigarse poco a poco, mediante la reconstrucción del tejido empresarial y de las infraestructuras, con el auxilio de los inversionistas nacionales e internacionales. La Nicaragua del 2006 nada tiene que ver con aquel panorama siniestro de miedo y desolación que dejó el sandinismo tras una década larga de gobierno.

Pero lo más impresionante es que esa hazaña pudo realizarse sin violencia, cicatrizando heridas, con respeto para las libertades fundamentales, y sin que se reprodujera en el país ese terrible azote de las maras que hoy atormentan a otros países centroamericanos.

No obstante, esos logros indudables que se observan en la Nicaragua de hoy día no deben oscurecer el hecho evidente de que hay mucho que hacer en el futuro. Hay que combatir, en primer término, el horror de la pobreza que afecta a más de la mitad de los nicaragüenses. Hay que luchar contra la corrupción –como ha hecho el presidente Bolaños— y hay que fortalecer la trama institucional sobre la que se sostiene el modelo republicano.

La república presupone la existencia de un poder legislativo serio que apruebe o derogue leyes y reglas en la búsqueda del bien común. Presupone la existencia de un poder judicial independiente y profesional que no se guíe por resultados partidistas, sino por la defensa del espíritu y la letra de las leyes nacionales o los acuerdos internacionales.

La república exige que el poder Ejecutivo, la Presidencia, se ejerza con sentido de la equidad, y para bien de todos los nicaragüenses, pues cuando se llega a la Primera Magistratura es fundamental saber colocarse por encima de las pasiones y de los intereses sectarios.

Cuando nos preguntamos por qué hemos visto en América Latina, con tanta frecuencia, el hundimiento de gobiernos democráticos, la respuesta hay que buscarla en el modo en que maltratamos las instituciones republicanas.

Las constituciones y las leyes se formulan y aprueban para ser obedecidas. Cuando se violan las reglas impunemente, las sociedades se tornan cínicas y desencantadas. ¿Cómo extrañarnos de que nuestros pueblos contemplen con indiferencia el fin de los gobiernos democráticos y la llegada al poder de elementos autoritarios si el espectáculo que tienen ante sus ojos es el de la burla a las leyes por parte de los poderosos y la inoperancia casi total de las instancias judiciales que debieran castigar los delitos?

Por su propia naturaleza, la República, aún siendo la forma superior de gobierno, es la más débil de todas, pues no descansa en la fuerza represiva ni en el peso intolerable de los caudillos, sino en la responsabilidad libremente asumida por los grupos dirigentes y por la sociedad.

Los nicaragüenses llevan 16 años de disfrute de las libertades y de paz, pero no hay ninguna garantía de que este periodo democrático vaya a sostenerse indefinidamente, a menos de que se produzca una clara identificación entre los intereses de la sociedad y del Estados.

Las repúblicas dejan de ser frágiles cuando la inmensa mayoría de los ciudadanos percibe que el Estado existe para su disfrute y beneficio, y no como una fuente de privilegios y recursos destinados a satisfacer la falta de escrúpulos de políticos corruptos.

Las repúblicas perduran cuando los funcionarios electos o designados entienden que han llegado al poder para obedecer las leyes y no para mandar arbitrariamente.

Las repúblicas prevalecen cuando protegen los derechos de los individuos y crean cauces para que las personas libremente puedan realizar sus sueños.

A mi no me cabe la menor duda de que esa inmensa tarea de mejoramiento de la calidad del Estado que necesitan los nicaragüenses (y todos los países de América Latina) sólo pueden llevarla a cabo los verdaderos demócratas, porque sus opositores políticos, los amantes del colectivismo autoritario, sencillamente, no creen en el modelo republicano.

Creen en las virtudes del partido único. Creen en que el papel de las autoridades es dictarles a los ciudadanos lo que tienen que hacer. Rechazan la organización espontánea y libre de las personas, y la sustituyen por su obligatoria estabulación dentro de organismos concebidos para sujetarlas, anularles su creatividad y prohibirles sus sueños individuales.

Eso es lo que en Nicaragua proponen los enemigos de la libertad. Defienden y prescriben otro modo de entender las relaciones entre la sociedad y el Estado. Otro modo, por cierto, que conduce a la miseria y la opresión, como se ha demostrado cada vez que el colectivismo autoritario ha ejercido el poder en cualquier rincón del mundo, incluida la propia Nicaragua.

La primera responsabilidad de los demócratas, pues, es defender la República y los valores sobre los que se asienta. La libertad nunca está permanentemente garantizada. Basta con que los demócratas se descuiden y cierren los ojos durante un breve periodo, para que los fantasmas de la opresión se enseñoreen de nuevo.

Muchas gracias, señor presidente Bolaños por el honor que me hace. Sepa que para defender la libertad de los nicaragüenses yo seré siempre un ciudadano más de la patria de Rubén Darío.

Managua, 5 de mayo de 2006