CAUDILLAJES || PLAN PIJAMA PARA FIDEL CASTRO
CAUDILLAJES
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Las incógnitas están servidas, pero, de momento, la diferencia entre los dos caudillos, Franco y Castro, es que uno se puso a favor del viento de la historia y el otro, en cambio, no está sabiendo hacerlo, con lo que el tránsito puede resultar traumático.
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Por Francesc Granell *
El País
España
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Máximo Tomás
Dept. de Investigaciones
Agosto 25, 2006
Un gobernante que está en el poder durante casi cincuenta años puede ver cómo los líderes de sus países vecinos se suceden y puede ver cómo las políticas practicadas en todas partes van cambiando. Éste es el caso de dos caudillos de épocas distintas: Franco, que se hizo con el poder cuando la ideología fascista justificaba el derechismo, y Castro, que lo hizo cuando el pensamiento radical de los años cincuenta justificaba las actitudes izquierdistas.
Ahora que recordamos el 70 aniversario del comienzo de la Guerra Civil Española, la prensa ha puesto de relieve que la dictadura de Franco fue "oficialmente" hostilizada cuando el Eje perdió la Segunda Guerra Mundial, pero pudo enlazar luego con los países occidentales con los que tenía "relaciones lógicas". Es cierto que las circunstancias de la Guerra Fría jugaron a favor de Franco y que estar en una Europa que mandó turistas a España y recibió a emigrantes españoles le ayudó mucho, pero nada de esto hubiera pasado si Franco se hubiera empecinado en actitudes ideológicas contrarias al viento de la historia como le ha sucedido a Fidel Castro hasta ahora.
Fidel empezó en los años cincuenta conferenciando en las universidades americanas para convencer a los progresistas de que su objetivo era derrocar al dictador Batista. Así lo hizo. Eran años de Guerra Fría y los norteamericanos no imaginaban que la apuesta iba a desbordar sus previsiones como tantas otras veces les ha pasado: Vietnam, Irán, Afganistán, Irak.
Llegado al poder, Castro aplicó el manual progresista al uso en aquella época: reforma agraria, expropiaciones, exportación de la revolución. Ernesto Che Guevara -del que luego Castro prescindió- completaba el escenario. Un escenario, por cierto, que generaría contrarrevoluciones derechistas en varios países latinoamericanos.
En 1962 el régimen de Castro era expulsado de la Organización de Estados Americanos y empezaba a alinearse cada vez más con el bloque soviético, que, aunque en aquel momento pasaba por el espejismo de su ventaja en la carrera espacial, no podía servirle a la economía cubana para un encaje correcto: aquel no era su entorno "natural". Al mismo tiempo, los norteamericanos iban estrechando su cerco sobre Cuba para contentar el vocerío de los cubanos de Miami.
Contra toda racionalidad económica, Castro hizo entrar a Cuba en el CAME, bloque económico con el que los países socialistas articulaban su particular división internacional socialista del trabajo, que más significaba autarquía compartida que otra cosa. Aquello fue haciendo cada vez más irracional la economía cubana, que pasaba a comerciar y relacionarse mayoritariamente con unos países que estaban a muchos miles de kilómetros de distancia y que ni estaban abiertos al comercio internacional ni pertenecían a los organismos multilaterales que Cuba había ayudado a crear al final de la Segunda Guerra Mundial.
Franco, contrariamente, aceptó que sus ministros tecnócratas fueran acercando a España, poco a poco, a los organismos económicos internacionales y a Europa, a sabiendas de que hacer otra cosa crearía una mala situación económica y dificultaría la propia continuidad de su régimen.
Castro no siguió esta lógica elemental y, por si fuera poco, tuvo la mala fortuna de ver cómo en 1991 se derrumbaban la URSS y el CAME que le daban soporte comprándole azúcar y dándole ayuda. Castro no calibró que la caída del Muro de Berlín debía hacerle cambiar de alianzas. Cuando desde la Unión Europea le tendimos la mano para vencer su aislamiento -y de esto puedo dar fe, pues traté de convencerle en el mismísimo Palacio de la Revolución de La Habana, en donde me recibió en 1997, después de que lo intentara Manuel Marín sin éxito-, Castro la rechazó, pues no estaba dispuesto a aceptar recomendaciones sobre la marcha hacia la democracia y la economía capitalista y sólo hablaba de sus éxitos relativos en salud y en educación.
Franco congregaba a millares de ciudadanos en la plaza de Oriente de Madrid para achacar culpas de los problemas españoles al contubernio judeo-masónico orquestado desde el exterior y a la pertinaz sequía. Castro congrega a millares de cubanos para acusar al norteamericano malo y al capitalismo en sus maratonianos discursos en la plaza de la Revolución o en el teatro Carl Marx de La Habana. Ambas dictaduras culpan de todo al "enemigo exterior" y son incapaces de reconocer sus propias deficiencias internas y rectificar en consecuencia.
Igual que Franco salvó la balanza de pagos española gracias al turismo que empezaba a llegar y a las remesas de los emigrantes que se iban a Alemania o a Francia a buscar el trabajo que no encontraban en España, Castro ha encontrado un paliativo a su pobre gestión y a lo angosto de la Cartilla de Abastecimientos en los ingresos del turismo caribeño y en las remesas de sus médicos y enseñantes emigrados a Venezuela gracias a los pactos con su ideologizado presidente Chávez.
Franco no abandonó nunca el poder y Castro lleva el mismo camino. Franco dejó temporalmente el mando por motivos de salud igual que Castro lo ha hecho ahora. Franco volvió luego a gobernar y tuvo aún tiempo de dictar sus últimas sentencias de muerte antes de morir en la cama. Afortunadamente, la transición a la democracia fue luego modélica en España, a tenor de lo que dicen los politicólogos.
Habrá que ver lo que sucede a partir de ahora en La Habana. Las incógnitas están servidas, pero, de momento, la diferencia entre los dos caudillos, Franco y Castro, es que uno se puso a favor del viento de la historia y el otro, en cambio, no está sabiendo hacerlo, con lo que el tránsito puede resultar traumático.
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* Francesc Granell es catedrático de la Universidad de Barcelona y ex director para el Caribe de la Comisión Europea.
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Por Bertrand de la Grange
La Crónica de Hoy
México
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Antonio Tang Báez
Jefe de Buró
Canadá
Dept. de Investigaciones
La Nueva Cuba
Agosto 25, 2006
La foto de Fidel Castro en una cama de hospital comiendo yogur y agarrado de la manita con Hugo Chávez no tiene desperdicio. Ya no importa que la enfermedad del hasta ahora incombustible dictador siga siendo un secreto de Estado; ya no tiene relevancia que esté afectado por un cáncer de colon o que le hayan operado de un divertículo. Lo significativo, como lo prueban las fotos entregadas por el Gobierno de Cuba para “tranquilizar” a los ciudadanos y a la comunidad internacional, es que Fidel Castro está realmente enfermo. Esa foto dice mucho más que todos los análisis sesudos que se han publicado desde que, el 31 de julio, cayó la noticia bomba de que Raúl asumía “temporalmente” los poderes de su hermano mayor. Durante dos largas semanas, los cubanos y los cubanólogos no supieron si el Líder Máximo estaba vivo o muerto, hasta que aparecieron esas fotos, tomadas para celebrar sus 80 años, cumplidos el 13 de agosto.
En esos quince días, nadie movió un dedo en Cuba, ni el propio Raúl. Cuarenta y siete años de dictadura han vacunado a los cubanos contra las falsas esperanzas y, ante la incertidumbre, saben que es más prudente quedarse callado y hacerse invisible. “No cojas lucha”, dicen en La Habana, o sea, “no hagas nada”, “no te precipites, si no quieres tener problemas”. Muchos cubanos temían que todo fuera una maniobra perversa para ver quién se atrevía a regocijarse de la presunta muerte del Gran Hermano. Lo sugirió Vladimiro Roca, uno de los pocos disidentes que tuvo el valor de hacer unos comentarios. En cambio, como era de esperarse, el exilio de Miami celebró la noticia con mucha alegría, lo que el régimen castrista señaló como la prueba de que los “gusanos” no dudarían en propiciar una intervención militar de Estados Unidos para recuperar los bienes confiscados por la revolución. Sin embargo, como lo reveló Raúl Castro, todo esto estaba previsto por sus servicios de inteligencia, y su primera decisión consistió en decretar la movilización de los reservistas y milicianos para defender la isla contra una posible “invasión”. Como si Washington, en plena crisis de Líbano, además de sus problemas en Irak y de la tensión con Irán, no tuviera otra cosa que hacer.
Si la foto del yogur confirma que Castro ya no es un líder invencible, pero sí un mortal como los demás, hay otra, en cambio, que alude al ser enérgico que domina Cuba desde 1959. La imagen lo muestra acostado en su cama sujetando por una esquina un cuadro donde se le ve mucho más joven, dibujado por David Alfaro Siqueiros. Los rasgos del joven Fidel parecen transmitir un mensaje subliminal aterrador para los cubanos de hoy: “Sigo siendo el mismo. Hay Fidel pa’rato”. Ni Stalin ni Mao llegaron a este grado de perversidad —o de genialidad, según el punto de vista— en el ejercicio del poder. Todo indica que el mensaje ha calado. Nadie se atreverá a levantar la voz mientras el dictador no esté enterrado, con todos los honores y acompañado por los llantos de la multitud, en algún mausoleo o en el cementerio Colón, donde están muchas de sus víctimas (algunas, por orden del Comandante, en tumbas anónimas, como el general Arnaldo Ochoa o el coronel Tony de la Guardia, fusilados en 1989 por haber tomado demasiado protagonismo en varios negocios impulsados por el Estado, en particular el tráfico de droga).
¿Qué buscaba exactamente Fidel con este show? Fue claramente un ensayo de su propia sucesión, que, según una declaración de su hermano Raúl al periódico Granma, estaba programada “desde el 13 de enero de 2005”. No escogió el momento, pero el accidente de salud le permitió asistir en vida a lo que podría ocurrir después de su muerte. Raúl y los seis aparatchiks que el Líder Máximo nombró para repartirse las funciones que él solito ejercía, pasaron la prueba y podrían seguir en sus puestos respectivos para preparar la verdadera sucesión. Muchos piensan que el Comandante no resistirá la tentación de volver a ejercer el poder que ha delegado temporalmente, pero tampoco se puede descartar que encuentre una cierta satisfacción en ese “plan pijama” que se ha autoimpuesto. No se trata, claro está, del mismo “plan pijama” que él ha aplicado a muchos de sus colaboradores, a los que enviaba a casa y condenaba a un humillante ostracismo cuando ya no servían a sus intereses o cuando habían tomado demasiado protagonismo (los casos más sonados fueron los de Carlos Aldana, ideólogo del Partido Comunista, y de Manuel Piñeiro, “Barbarroja”, que se encargó durante décadas de organizar los movimientos de guerrilla en América Latina). El “plan pijama” de Fidel sería algo mucho más noble e imitaría más bien lo que hizo Mao cuando se retiró tras bambalinas para observar el desarrollo de la Revolución Cultural, que era supuestamente una movilización de la juventud para regenerar el Partido Comunista chino, pero que terminó en un baño de sangre. Un proceso similar ha empezado en Cuba desde hace varios años bajo el nombre de la “Batalla de Ideas”, pero en lugar de los asesinatos promovidos por Mao, los dirigentes cubanos se limitan a encarcelar a los disidentes, a montar “actos de repudio” violentos contra los “enemigos de la revolución”, a depurar los funcionarios corruptos y a cerrar los pocos espacios que se habían abierto para la iniciativa privada. De manera simultánea, los hermanos Castro han colocado gente de su total confianza en los tres pilares del régimen: el Partido Comunista, la Seguridad del Estado y las Fuerzas Armadas, que además de su misión puramente militar, controlan la mayoría de las empresas del país.
Estamos asistiendo pues a una sucesión dinástica, pero no a una transición democrática. La obsesión de Fidel es que la revolución cubana no muera con él. Es su manera de conseguir la inmortalidad. Quisiera él escoger la hora y las circunstancias de su muerte y pronunciar su propia homilía fúnebre. Diría, como ya lo adelantó Granma hace diez días, cuando “murió” por primera vez, que la historia lo ha absuelto. Sólo que, cuando se muera de verdad, la barrera psicológica que paraliza a los cubanos caerá también. Raúl y sus aparatchiks se verán entonces obligados a preparar la transición democrática que Fidel no quiso hacer.
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* Bertrand de la Grange, periodista francés, fungió como jefe del buró del Caribe y Centroamérica y México del diario francés Le Monde y ha seguido los temas de Cuba por dos décadas.
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