LA HABANA SE NOS MUERE
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LA HABANA SE NOS MUERE
Por Manuel Vázquez Portal
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Un viajero que llega y la encuentra tendida sobre el litoral como una lánguida matrona que rememora las noches en que brillaba no puede menos que enamorarse de ella, y dolerse de ella, y sentir que su hechizo permanece a pesar de la ruina. Si la anda, la descubre.
En sus intimidades de frontispicios derruidos y callejas tortuosas de furnias olvidadas por la mano del hombre, y de Dios; en columnatas y soportales, umbríos por la pena y el abandono; en ciudadelas acres de albañales y rituales de orishas; en bares soñolientos y el salitre que llega de la ola restallante halla el sortilegio. Su luz natural lo encandila y queda flechado para siempre.
La Habana es mágica. Se parece a las brujas. Tiene una poción secreta que la torna espejismo de exuberante jinetera. Recuerda a Aura, aquel personaje del entonces joven Carlos Fuentes. Sandunguera, sensual y displicente parece olvidada de la incuria en que vive. Pero sólo
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Es verano. La arena reverbera en playas sólo para turistas al este de la ciudad que muere y a la vez seduce. Los cocoteros abanican las tardes. Las mulatas de apetecibles turgencias a la altura de las sístoles, desfilan por la pasarela que las conduce directamente a su oficio de proletarias del colchón. La policía limpia de intrusos nacionales el oasis de los extranjeros. Unos cúmulos de un
gris amenazante se mueven desde el sur y barruntan tormenta. El verano es también temporada ciclónica.
Y cuando llegan los ciclones la anciana seductora tiembla como una niña. Sabe de sus huesos porosos, de su piel reblandecida, de sus piernas endebles, de su corazón cuarteado. No le quedan energías para un garañón con esos apetitos. Un ciclón que la recorra sería sus últimos espasmos. No soportaría el abrazo arrasador de enamorado tan ferviente. Recuerda con terror a aquellos que, de lejos y como compadeciéndola, le enviaron sólo piropos frívolos que le produjeron palpitaciones y desmayos.
No podría, Dios mío, no podría. Lo dicen los médicos, los arquitectos, los ingenieros civiles, los maestros de obra, los peones de albañilería, los alarifes callejeros inventores de ''la barbacoa'', los habitantes de los Llega y Pon, los albergados que en anteriores flirteos de la anciana con ciclones quedaron sin cobija.
Lo dicen los esfínteres flojos del alcantarillado, los fláccidos tejidos eléctricos, la piel carcomida de las paredes, los huesos herrumbrosos del hormigón que una vez fue armado. Lo dicen los especialistas en sexología y los chismosos de barrios, los poetas, los músicos, los pintores, los fotógrafos, los periodistas. Sólo hay que ver las églogas desgarradoras, las canciones angustiadas, los cuadros goyescos, las fotos surrealistas, los reportes apocalípticos. La Habana se nos muere.
Se nos muere, y con lo enamoradiza que es, en esta temporada, cuando los oráculos de la meteorología han anunciado tantos huracanes, no dudemos que se enrole con alguno y se nos vaya de la geografía para siempre, y tengamos que recordarla bella, seductora y romántica, como la vivimos, la añoramos y la paseamos por el mundo.
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