RAÚL Y LA INSOPORTABLE SOMBRA DE FIDEL.
RAÚL Y LA INSOPORTABLE SOMBRA DE FIDEL.
Por CARLOS ALBERTO MONTANER (FirmaPress)
Fidel Castro preparaba con esmero la fiesta de sus ochenta años. Ocurriría el 13 de agosto. En alguna nota oficial se hablaba de «miles de invitados internacionales». Iba a ser su apoteosis. En el mundo clásico le llamaban apoteosis a la ceremonia que confería la condición de dioses a los héroes.
Pero no pudo transformarse en dios. Se interpusieron sus divertículos, unas pequeñas úlceras que laceran los intestinos y, a veces, los hacen sangrar profusamente. La hemorragia fue tan intensa que tuvieron que operarlo urgentemente. Dada su edad, la cirugía era muy arriesgada, pero no intentarla se convertía en una inevitable sentencia de muerte.
A partir de este punto comenzaron las maniobras sospechosas. Tras la operación, con carácter provisional, como se señala en el documento oficial media docena de veces, Fidel Castro le transfirió sus poderes y responsabilidades de gobierno a Raúl, su hermano menor, un anciano general de 75 años, adicto al whiskey, las peleas de gallos y los chistes procaces.
Poco después declararon que el Comandante se reponía rápidamente, pero se decretó que su salud era un «secreto de Estado para no darle armas al imperialismo yanqui». Peor: se las dieron a la fantasía. Los rumores estremecieron a Cuba de una punta a la otra. Algunos lo dieron por muerto.
Otros, probablemente más acertados, aseguraban que estaba muy grave y pronosticaban una lenta y dolorosa convalecencia de la que saldría sin la capacidad física que se requiere para recuperar el poder. No hubo fotos ni partes médicos. Ocultaban la imagen de un ancianito indefenso, probablemente entubado, enfundado en un humillante pi jama de hospital y acosado por un insolente dolor en el recto.
Supuestamente, Raúl controla cuidadosamente al estamento militar. Puede ser, pero ni remotamente posee el carisma de su hermano y no se relaciona con la oficialidad de la misma manera. Tradicionalmente, los expertos han dividido a los militares en fidelistas y raulistas, pero hay una diferencia fundamental: los fidelistas se sienten subordinados al Máximo Líder por medio del implícito reconocimiento de un liderazgo casi sobrehumano.
La lealtad no es a la patria, ni a la revolución, ni a una ideología loca y desacreditada por la realidad. La lealtad es al caudillo inderrotable. Haga lo que haga. Es un vínculo animal, no racional. Los raulistas, en cambio, saben que el hermano menor del Comandante es un ser humano pequeño y falible, un hombrecito, como todos, con caspa y halitosis, carente de una grandiosa visión de la historia y de sí mismo, sin ningún atributo excepcional. El fidelismo es la gloria de la epopeya. El raulismo es sólo un sistema de complicidades burocrát icas y económicas concebido para mantener o adquirir privilegios.
Pero esa no es la única diferencia. Fidel Castro ha segregado una forma peculiar de gobierno basada en su personalidad pendenciera y en su sentido del espectáculo. A lo largo de los años, casi cincuenta, se ha peleado (o reconciliado) con todo el mundo y ha convertido esas riñas en cruzadas nacionales que suelen culminar en desfiles infinitos en los que los cubanos, sudorosos y cansados, gritan pareados y agitan banderitas.
Para Fidel, que nunca superó la etapa de la algarabía universitaria, gobernar es eso: un tumulto, una ensordecedora protesta y una puesta en escena. En su primer gran discurso, al triunfo de la revolución, una paloma blanca se le posó dócilmente en el hombro en lo que parecía ser una señal divina de bendición.
Raúl es distinto.
Es parco y racional, sus discursos son breves, y si lo sobrevuela una paloma será, seguramente, para defecarle en la cabeza. Raúl, por ejemplo, no montaría jamás el «show» con el niño Elián, ni desataría andanadas de balseros contra las costas norteamericanas.
La ironía es que hoy no gobierna ninguno de los dos. Fidel no puede hacerlo porque está atado a una cama por medio de unas sondas, condenado al silencio, un castigo espantoso para un hombre aquejado de incontinencia oral crónica, pero Raúl tampoco es capaz de gobernar porque no puede tomar ninguna iniciativa que contraríe los criterios de su hermano. Eso lo paraliza.
Por eso se mantiene en silencio. Por eso no se atreve a asumir públicamente el mando y mucho menos a comenzar a dar órdenes o a transmitir una visión personal de los conflictos o de sus soluciones.
No le teme a las reacciones de los yanquis sino a las de Fidel, un hermano implacable e irascible, siempre inconforme, que no ha dejado de intimidarlo ni un minuto de su vida y hoy lo observa entre las brumas de los analgésicos desde una cama del hospital Cimex de La Habana.
Sabe que si da un paso en falso y el Comandante consigue remontar la crisis, probablemente lo pasará a retiro o lo castigará de alguna forma ostensible y humillante.
No estamos ante un gobierno provisional sino ante un «impasse». Raúl se prepara para asumir el mando, pero para que efectivamente eso suceda, primero tiene que leer ante las cámaras de televisión el parte de defunción de su hermano y no hay manera de predecir cuándo ocurrirá ese suceso. Simultáneamente, teme y desea que Fidel se muera. Hoy es el hombre más atemorizado y triste de Cuba.
Fonte: Identificada en el texto
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