RECUERDO DEL HASTÍO EN EL CREPÚSCULO
Recuerdo del hastío en el crepúsculo
Por Manuel Vázquez Portal
La muerte de un anciano impone siempre el recuento. Un abuelo común, privado, como una joya del amor familiar, despierta tristezas sin estrenar en los más jóvenes y resignaciones menos idílicas en los adultos. Pero un anciano público como una vedette se torna diana de todas las saetas. Y si ese anciano público ha regido la vida de un pueblo por muchos años, el rumor contrito o la algarabía ufana se vuelve entonces alboroto nacional y sobrepasa las fronteras y se convierte en comadreo de periódicos y televisoras.
- Fidel Castro ha muerto o está totalmente impresentable. El síndrome del misterio junto a la manipulación pública de que siempre se ha valido la dictadura cubana ha convertido, por una parte, en secreto de estado la salud del gobernante, y por otra, en centro de las más saineteras especulaciones mediáticas. Pero Fidel Castro ha muerto, aunque, quizás, perentoriamente respire, ha muerto. Y ha muerto porque ha muerto el mito de la invulnerabilidad de su poder.
En condiciones normales --realmente las más anormales del mundo-- Fidel Castro no hubiera, ni de soslayo, delegado el poder. Toda su vida la vivió para el poder y la fama. Para el poder acometió las más audaces, casi delirantes, acciones; para la fama no cejó en el empeño de presentarse al ''respetable público'' como un símbolo, más que como un ser humano. Por eso ha muerto. En la hermenéutica sencilla de los pueblos los símbolos no mueren. Y con su muerte humana, muere el símbolo que quiso representar en su trágica bufonada.
Sólo la historia rescata de su condición humana a ciertos hombres y mujeres y los convierte en símbolo. Pero Fidel Castro en su afán trascendentalista quiso ser símbolo en vida. Por eso con su muerte, muere también el símbolo que en realidad nunca fue.
El efecto mediático fue su artilugio predilecto para abrillantar el personaje que ensayó desde su infancia bastarda. Quería ser el más sobresaliente. Su megalomanía tenía como sementera las humillaciones infantiles. Era demasiado soberbio como para no vengarse de toda la humanidad por su oscuro origen de niño sin padre que ostentar entre los condiscípulos. Cuando el padre, al fin, lo asumió, ya era tarde. La semilla de la rabia había germinado en su alma.
El poder y la fama lo deshumanizaron. Y en su delirio se creyó el protagonista de la mesianada cubana. Se creyó realmente elegido para la misión providencial de salvar la isla, el continente, el planeta, la galaxia. Y sólo consiguió arruinar la isla, infectar con teorías espurias el continente, poner en peligro el planeta en l962, y perderse en la galaxia como estrellita fugaz, sin más historia que el recuerdo del hastío que ya producía en su largo crepúsculo como personaje obsoleto y de medio pelo.
Fidel Castro ha muerto, porque si está vivo no quiere ser la piltrafa impresentable que ya era, pero de la que no tenía conciencia o no deseaba tener conciencia. Demasiado vanidoso, demasiado presumido, creía estar nimbado por el aura del símbolo, pero desde el nefasto, para él, lunes en que se dio a conocer la proclama donde él, supuestamente en persona, delegaba su poder, murió el símbolo y con el símbolo, si es que aún vive, murió la piltrafa humana. No hay retorno. El poder y la fama no dan segundas oportunidades. Y ambos son atributos demasiado banales.
Si se cuenta hasta el punto anterior hay 666 palabras. Ha muerto la bestia. Dios ha vuelto ha triunfar en la isla que El había concebido como paraíso pero que la ferocidad, la insania, la vanidad, el desmedido afán de poder de un individuo con ínfulas de diosecillo trocaran en infierno.
La larga pesadilla del pueblo cubano puede reducirse a dos imágenes mediáticas que recogen desde la natividad hasta el fallecimiento de una estrella de farándula política..
La primera la brindó el periodista estadounidense Hebert Matthews. Inventaba el reportero a un gallardo Robin Hood de la Sierra Maestra que prometía la salvación.
La segunda vino de manos del periodista cubano Juan Manuel Cao. Presenta a un fantasma con el pecho viejo hundido, la espalda jibada por la senectud, la mirada bizca por la desmemoria, la voz temblorosa por la ira incontrolada, que lega una isla arruinada y delega un poder en precario a otro fantasma que, hasta el momento en que escribo esta columna, se ha negado a aparecer en el retablo donde las viejas brujas de ayer celebraban su aquelarre.
De fandango en fandango publicitario ha transcurrido la historia de nuestro ogro disfrazado de mesías. Eso ha sido su vida: poses para la prensa extranjera, mordazas para la prensa nacional, cárceles para la prensa independiente, pero, para bien o para mal, siempre la prensa. No podía vivir sin la algazara mediática. Y parece que en la muerte no se resigna a pasar sin un glamoroso final publicitario. Su rostro mefistofélico aún pretende atemorizar desde las planas de muchos periódicos del mundo. Es una lástima que el conflicto israelo-libanés le esté robando un poco de cámara al gran ególatra.
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