UNA MIGAJA DE RECONOCIMIENTO
Tomado de Cuba Encuentro.com
Una migaja de reconocimiento
Por Suset Sánchez, Madrid
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El Premio Nacional de Artes Plásticas 2006 ha sido para Pedro Pablo Oliva, a quien se escatimó tantas veces esta distinción por resultar incómodo a la ideología oficial.
martes 2 de enero de 2007 6:00:00
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La cercanía de cada final de año resulta propicia para el inventario de hechos que conforman la historia más reciente. En este caso tan cercana, que se limita a la narración de 365 días. Sin embargo, esa metodología de buscar en el pasado más próximo la definición del particular tiempo histórico, se torna más sugerente cuando nos percatamos de que el ayer siempre vuelve; y especialmente curioso, si el presente deviene un guiño irónico a lo que a fuerza de episodios punitivos se convirtió en norma coercitiva o incluso en prohibición.
Precisamente, un breve paneo por el repertorio de acciones de visibilidad y reconocimiento de la institución Arte en Cuba, devuelve la paradójica imagen de un sistema de legitimación muchas veces dudoso, carente de nexos con lo que la pragmática axiológica de esa suerte de estrategias simbólicas debe suponer frente a la realidad en términos funcionales. Premios, concursos, salones, y toda la parafernalia competitiva que se instrumenta dentro del campo artístico cubano, carga per se el estigma de la sospecha que se cierne sobre la pertinencia ideológica del objeto de análisis y reconocimiento de cualquier convocatoria así como sus participantes.
(Pedro Pablo Oliva, junto a una de sus obras)
El Premio Nacional de Curaduría, el Premio de Crítica de Arte Guy Pérez Cisneros, el Salón Nacional de Premiados o el Premio Nacional de Artes Plásticas, son algunos de los eventos y reconocimientos organizados por el Consejo Nacional de las Artes Plásticas (CNAP) con la participación de sus diversos centros, que soportan el lastre de una profunda polémica desde sus primeras ediciones. Injusticia podría ser el término más habitual para calificar parte de las decisiones de los distintos jurados que han orquestado los resultados de tales espacios de legitimación institucional.
Sirvan de ejemplos paradigmáticos algunos de los siguientes hechos: que se haya escatimado año tras año a Rufo Caballero el Premio de Crítica Guy Pérez Cisneros; y que en la edición del año 2001 del Premio Nacional de Curaduría, no se definiera dentro del apartado de exposiciones colectivas el valor de la muestra CD-Room, comisariada por Frency Fernández en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales. Este último proyecto, aprovechando las precarias circunstancias físicas de la sede, fue capaz de instrumentar una reflexión sobre el alcance del environment y los site specific en tanto lenguajes, así como un discurso sobre el espacio y sus diferentes usos y asimilaciones en el arte contemporáneo, algo bastante escaso en el trabajo de conceptualización de las exhibiciones y los procesos curatoriales en la Isla.
Un galardón viciado
Sorprendió entonces, en el pasado mes de noviembre, que los medios de comunicación oficialistas difundieran la noticia del otorgamiento del Premio Nacional de Artes Plásticas 2006 al maestro Pedro Pablo Oliva. No porque fuese desacertado, sino porque cada año —desde 1994, cuando se concedió por primera vez el lauro— el nombre del creador pinareño había estado presente en la votación, resultando lógicamente incómodo para quienes anteponen lo ideológico a los elementos que realmente deben operar en una toma de decisiones sobre la pertinencia y eficacia artística de la obra y trayectoria de un creador.
Obviamente, se trata de un galardón viciado desde su propio nacimiento, por cuanto uno de sus aspectos más negativos es la constitución de sus propias bases, a saber, la exclusión del ámbito de nominación de los artistas cubanos residentes fuera del país. El CNAP prescribe: "Otorgado desde 1994 con el ánimo de reconocer y jerarquizar a los mejores artistas, se instituyó el Premio Nacional de las Artes Plásticas, que se otorga anualmente a un creador plástico cubano, vivo y residente en Cuba".
Llama la atención el absolutismo desde el que se instrumenta el premio, al operar con criterios tan desacertados para el ejercicio axiológico como pueden ser la definición de "mejores artistas" y, por demás, el hecho de afianzar —con la legitimación excluyente— una historiografía del arte cubano contemporáneo empeñada en la escritura circunscrita a la plaza sitiada que constituye la frontera física insular.
No obstante, a pesar de la sospecha que no puede sustraerse al hecho de que este reconocimiento ocurra en el momento de expectación que está viviendo Cuba en términos políticos, y a las lecturas subversivas y subliminales de esta reivindicación prorrogada, sirve este pretexto para unirse a un júbilo, no por el premio ocasional, sino por la celebración de una obra que desde la década del setenta del pasado siglo se ha manifestado como una de las representaciones más genuinas de esa generación de creadores cubanos.
Recordemos que frente a la militancia estereotipada de la identidad campesina —común en buena parte de la producción pictórica de los años setenta—, la obra de Pedro Pablo Oliva, con su figuración chagaliana y la carga onírica de representaciones subjetivas que reconstruyen el imaginario lúcido y variopinto del contexto rural, se ha mantenido como señal de una estética particular que ha sentado escuela. Escarbando en las pasiones humanas y desvelando tanto la poesía de la conducta sencilla y noble del hombre, así como las conductas virulentas y macabras.
Se trata, además, de un artista que ha compensado la tiranía del mercado con el auspicio y patrocinio de proyectos sociales puestos al servicio del público especializado de la provincia de Pinar del Río, con la apertura de su Casa Taller como biblioteca y centro propicio a una movida intelectual que fomenta el acceso a información y acciones culturales alternativas, y el apoyo a la programación del Museo de Arte de Pinar del Río (MAPRI).
Por demás, este artífice de la imaginación lleva su ética creativa hasta el punto de no renunciar a la condición periférica de su natal Pinar del Río, viviendo allí y desplegando una labor que sin duda ha convertido esa ciudad, después de la capital, en una de las más dinámicas dentro de la Isla. Posiblemente, un arte que brota de forma natural del ambiente de una pequeña ciudad, de la gente de pueblo, las circunstancias coloquiales que provoca el trasiego por sus calles, el verbo disparatado e incontenible de la gente modesta y popular, no puede renunciar a habitar ese espacio y dejar continuo testimonio de la emoción que provoca esa lírica de lo cotidiano que parece una fábula.
Por esas y otras muchas razones, un premio de artes plásticas es apenas una migaja de reconocimiento de lo que un artista como Pedro Pablo Oliva merece, máxime cuando se trata de un galardón escatimado tantas veces. Entonces, la alegría no debe enturbiar la memoria y mucho menos permitir que se vuelva a escribir una historia sobre los acontecimientos en Cuba que tenga por norma la falacia. Tantos años de prácticas institucionales arbitrarias nos han entrenado en la desconfianza y la sospecha. "Más vale tarde que nunca" es un refrán que se aparta de la real voluntad de los gestores políticos de la cultura cubana, por eso "a buen entendedor, pocas palabras bastan", y en la sabiduría y elocuencia de la oralidad popular se dirimen los entuertos.
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