LA MÁSCARA DEL CHE
Por Vicente Echerr.
Hace unos cuantos años, a punto de entrar en un salón de la Universidad de Cornell donde tendría una charla sobre Cuba, vi a un estudiante que terminaba de pintar con tiza en el suelo un esbozo del retrato de Ernesto ''Che'' Guevara (el retrato de Korda desde luego) como un gesto de protesta al acto y a mi presencia en la casa de estudios. Recuerdo que el chico tenía una hermosa melena rubia y la apariencia de quien proviene de un hogar acomodado, sin la menor traza visible de subdesarrollo. Pintaba bastante bien. Me encantó el tener la oportunidad de caminar por encima de su obra de arte un instante después de que la terminara al tiempo que los anfitriones desembarazaban el local de decenas de fotos del guerrillero argentino.
UN GRUPO de turistas toma fotografías de la nueva estatua de Ernesto "Che'' Guevara, donada por el gobierno cubano, en La Higuera, en el sur de Bolivia.)
Aunque la provocación no pasó de ahí y nadie interrumpió nuestra charla, yo me quedé pensando en el muchacho; no en ese individuo en particular, sino en esa especie de chicos sensibles y enfáticos, que se aburren de la vida cómoda que les ha tocado en suerte tener y que se duelen de las inevitables injusticias del mundo, como debe haber sido el propio Guevara cuando vivía en Córdoba e iba a casa de los Moyano, aunque con una dosis mayor de furia (típica de un latinoamericano) y de arrogancia (como buen argentino); furia y arrogancia que lo llevaron a pelear y a morir a la selva boliviana hace por estos días 40 años.
A los que hemos padecido el monstruoso engendro que Guevara ayudó a crear suele sorprendernos la fascinación que ha ejercido su imagen y su leyenda (pues de estas dos cosas se trata) a lo largo de casi tres generaciones, sin darnos cuenta de que la mayoría de los admiradores del Che lo son muy a distancia y de que la verdadera naturaleza del sujeto, el resultado práctico de sus ideas, sólo ha ido emergiendo débilmente en los últimos años cuando se han divulgado más los testimonios de primera mano. Aunque falta mucho aún para que la historia verdadera de Guevara rectifique la leyenda del Che (si es que alguna vez ocurre) es esperanzador comprobar que, en este aniversario, han tenido más lugar las salvedades que en años anteriores: ''aunque hay quienes lo consideran un asesino'', empieza a convertirse en una muletilla en la boca de mucha gente.
Pero el Che Guevara, más allá de la carne y hueso de la trayectoria del fanático, inepto y criminal que algunos sabemos que fue, es el resultado de una necesidad espiritual de Occidente en un momento que algunos han juzgado de decadencia. En ese sentido es una invención del imaginario colectivo que impone sobre unos rasgos y sobre una azarosa biografía las frustraciones y los sueños de muchos inconformes, especialmente en ese tiempo de fermentación social que fueron las décadas del cincuenta y del sesenta del pasado siglo en Estados Unidos. Yo he dicho más de una vez que la revolución cubana --independientemente de su realidad histórica-- fue una invención norteamericana que consagraba, en el terreno de la política, los nuevos modelos que Elvis Presley y James Dean establecían en un espacio más frívolo. El desaliño que subvirtió al mundo en los años sesenta ciertamente tiene una cuna histórica en la Sierra Maestra, pero pervive gracias a que la sociedad norteamericana --y Occidente en general-- lo metaboliza, lo transforma y lo revende con una nota glamorosa que sirve, como un juego de espejos, para consolidar al original. Guevara, más que el propio Castro, es el prototipo de ese movimiento; porque Castro se eterniza en el poder y envejece; en tanto el Che --luego de un breve tránsito por el poder en Cuba-- retorna al terreno de la aventura y tiene la suerte --no para él, pero sí para su leyenda-- de morirse a tiempo.
De ahí, creo yo, que cualquier esfuerzo por reducir la leyenda del Che a la infamia de su vida real debe proponerse la deconstrucción de los mitos y paradigmas de la época que hizo posible esa leyenda. El Che Guevara, el fanático cruel, el político inepto, el guerrillero fracasado apenas importan para el que lleva la camiseta o la pancarta con la foto de Korda. Esta foto es la máscara de un sueño de inconformidad frente a las convenciones del mundo; el rostro detrás de la máscara se parece más al jovencito rubio de Cornell.
©Vicente Echerri 2007
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