martes, agosto 05, 2008

SOLZHENITSIN Y LA FUERZA DE LAS TINIEBLAS

Solzhenitsin y la fuerza de las tinieblas


Por Raúl Rivero

Para escapar rápido de Alexander Solzhenitsin -el viejo cascarrabias con cara de pope asustado-, los camaradas y su disciplinada tropa internacional suelen presentarlo como el descubridor de los horrores del estalinismo, el cronista de un tiempo superado y de una etapa que las mismas fuerzas progresistas pasaron a degüello.

Mucho antes de que la muerte lo sacara a empujones este domingo de su dacha en las afueras de Moscú, los herederos de la tramoya de Vladimir Ulianov Lenin trataron de sepultarlo en vida, junto a las decenas de millones de rusos que el totalitarismo envió a las tumbas reales y colectivas que rodearon los campos de trabajos forzados.

Después de publicar sus primeros textos críticos, después de que sus relatos sobre los tormentos padecidos por los prisioneros pasaran por encima de los carteles con obreros con pinta de fisiculturistas, y de los panfletos de los criados locales y extranjeros del poder soviético, ya no volvió a haber descanso para el escritor. Aquella fuerza avasalladora del Estado, aquella máquina perfecta de represión y control del ser humano, trabajó muchos años a tiempo completo contra el profesor de matemáticas. Un hombre sencillo, proveniente de Rostov del Don, que, después de recibir dos medallas en el glorioso Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial, le contó en una carta privada a un amigo una broma sobre «el bigotudo» camarada Stalin.

( muertos en un Gulag soviético )

Trataron, con todos los mecanismos de esa dictadura científica, que su obra no trascendiera. Y, después de cumplir ocho años de condena y otros tres de destierro en Siberia, siguió siendo incansablemente perseguido por aulas y caminos. Querían sus manuscritos, los retratos de una realidad que él ponía ante los ojos y ante la conciencia de sus compatriotas.

La policía lo deseaba quieto y callado, y por ello fue enviado a destinos lejanos para que su nombre y su presencia se perdieran en los bosques de abedules, y en las calles y locales vigilados por hombres y mujeres que se habían cambiado el traje, los peinados, el calibre de las pistolas y los botones de los uniformes, pero que seguían con la mirada fija en los sitios y en las personas que Stalin señalara en su día con los ojos dormidos.

Solzhenitsin no se fue a casa después de contar y describir el horror. No se fue a esperar que lo condecoraran, ni a que llegaran los reconocimientos de sus amigos de otras partes del mundo. El siguió las huellas del dolor y siempre lo encontraba, porque lo había sentido y podía identificarlo enseguida, aunque el poder se empeñara en disimularlo con campaña s políticas y anuncios de urgentes aperturas.

Unos grupos lo enviaron a la cárcel y al hielo de Siberia, otros a trampas mediocres con ungüentos y remedios caseros y, ya en los años 70, Leonid Brezhnev hizo sonar todo su medallero de quincalla, le quitó la nacionalidad y le envió al exilio.

Y por si le faltaba alguna categoría del sufrimiento, ese equipo de descendientes del Padrecito le concedió el exilio. La lejanía de Rusia. La distancia de la tierra querida.

Es verdad que regresó en 1994, en un tren que parecía la carroza de un héroe, con su renovado pasaporte y una cadena de discursos oficiales, pero también es verdad que nunca guardó sus sables y sus dagas. Al poco tiempo de reabrir su chalet y tocar el otoño, el escritor volvió a criticar las estructuras del poder de su país, que estaba en ese tiempo bajo el puño de un Boris Yeltsin que trastabillaba por los pasillos del Kremlin y sobre los adoquines de la Plaza Roja.

Solzhenitsin tenía en la cabeza una Rusia que nadie más veía. Sólo él. Quería una reestructuración de la democracia que comenzara por las autonomías locales hasta el nivel del Gobierno central. Consideraba digna de imitación la administración de las autonomías locales de Occidente, pero la proliferación de partidos que pretenden llegar al poder le parecía un mal asunto.

El escritor hizo, a principios de los 90,20un ensayo para proponer la arquitectura de la nación que él soñaba, y, desde luego, los políticos no le hicieron caso. A cambio le dieron algún homenaje y unos funcionarios le convidaron a hacerse unas fotos con ellos.

Como ciudadano ruso, como hombre de la calle, Solzhenitsin vivió sus últimos años insatisfecho con la realidad de su patria. «Los hechos en Rusia» -dijo hace dos años- «desde la década de 1990 han tomado un rumbo aún peor. Antes de que se produjera la recuperación nacional, tanto moral como económica, las fuerzas de las tinieblas ganaron ventajas con rapidez: los ladrones con menos escrúpulos se enriquecieron saqueando libremente la propiedad del país, ahondando el cinismo social y el daño moral ya perpetrado. Eso fue una catástrofe para toda Rusia. He asistido con mucho dolor a estas transformaciones».

Esos disgustos finales del gran autor, la frustración y el desencanto que flotan en los textos de los últimos tiempos, muestran el estado de ánimo de un hombre al que la fuerza de su prosa y el coraje con que sobrellevó la vida le hicieron trascender las páginas de los libros, el ámbito de la creación y los manuales de los cursos de literatura.

El fue la conciencia crítica de la sociedad donde vivió. Desafió y desnudó a un imperio que parecía eterno y de mármol negro. Su valor personal (miedos vencidos y sustos espantados, aparte) pa ra encarar y sobrevivir a un estado totalitario lo han convertido en el mundo entero en un emblema de la libertad.

Lo fue para los demócratas de los países del Este y lo es en zonas donde es difícil pronunciar su apellido pero fácil recibir la lección. Lo es también para enfrentar el autoritarismo en otros dominios. Y, ahora que entra en Rusia de esa manera inconsciente y material, será más poderoso su resplandor para los rusos atrapados en esa democracia de tafetán gris con pespuntes rojos.

Raúl Rivero es escritor cubano en el exilio y columnista de EL MUNDO.

1 Comments:

At 6:39 p. m., Anonymous Anónimo said...

Vale notar que la izquierda mundial, cuando el tipo se puso un poco "pesado" desde el punto de vista de los "progres," le dio de lado como si fuera un viejito matraquilloso y hasta un poco "tocado." Seguir lo dictado por la moda al pie de la letra siempre es muy importante, como seguramente hubiera confirmado Alejo Carpentier.

 

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