LA OTRA VOZ QUE OBAMA DEBE OIR
La otra voz que Obama debe oír
Por Vicente Echerri
Apenas ha empezado a gobernar y ya todo el mundo le está diciendo al presidente Obama lo que tiene que hacer: que si apresurar la paz en el Oriente Medio, que si sentarse a hablar con los iraníes, que si revisar el tratado de libre comercio de América del Norte. Tal vez siempre es un poco así, más notorio esta vez por el carácter y la agenda populista de Obama. La elección de este presidente ha sido el resultado de una movilización tan de masas, que hasta los que no votaron por él se sienten con derecho a darle consejos y recomendaciones. Entre ellos se destacan los referentes a la ``política cubana''.
De todas partes (de los gobiernos latinoamericanos y de organizaciones de cabildeo en Washington; de instituciones económicas y docentes y, desde luego, de diplomáticos, analistas y columnistas, incluso en esta página) le llegan a diario al recién estrenado presidente mensajes, presiones y recetas de lo que tendría que hacer para descongelar las relaciones entre los dos países y distender una crispación de medio siglo. El denominador común es que, de manera unilateral, el Tío Sam le sirva a Raúl Castro y a su moribundo hermano una carta de legitimidad, la cual, según los más auspiciosos, obligaría a los déspotas a hacer algunas concesiones que empezarían a desbrozar el camino hacia la democracia.
Para los que nos oponemos a estas conciliadoras aperturas, los ''consejeros'' del presidente reservan los peores denuestos: trogloditas, trasnochados, avestruces (por cierto, es falso que las avestruces escondan la cabeza ante el peligro) y otros muchos calificativos que se unifican en el ridículo. Se nos acusa de querer perseverar en un sueño irrealizable (la república que perdimos) y en una política que ha demostrado su fracaso por casi cincuenta años; de no querer reconocer que el castrismo triunfó, como parece probarlo el creciente reconocimiento que tiene en el mundo --no importa la destrucción física de Cuba y el envilecimiento masivo de su pueblo-- y de no ver que es hora de que los norteamericanos dejen de ser rehenes de una política fallida y se avengan a la realidad. La permanencia en el poder legaliza el horror, lo cual parece ser uno de los principios de la realpolitik.
Muchos exiliados cubanos que defendemos el status quo de la política norteamericana hacia nuestro país de origen podemos ser ingenuos, otros incluso podrían ser truhanes (gente que se haya enriquecido a costa del sufrimiento y la esperanza), pero aun así yo no encontraría justificación moral --sobre todo de parte de mis compatriotas del exilio-- para pedir un cambio de actitud de Washington hacia La Habana. Una cosa es la suspensión de las restricciones de los viajes y el envío de remesas, que podrían justificarse en razones familiares y humanitarias y cuya imposición fue una de las tantas torpezas del gobierno de Bush, y otra muy distinta es la legitimación de un orden espurio que se vanagloria de su inmovilidad. ¿Por qué tendría Estados Unidos que reconocerlo?
Yo sospecho que la razón de muchos que le proponen a Obama este aperturismo es puramente personal: en el caso de los cubanos, quieren volver a Cuba para reafirmarse como profetas en su tierra, para jugar a dioses blancos en tierra de mulatos desarrapados, para aprovecharse de la prostitución barata y de otros privilegios reservados a extranjeros y a nacionales que van de turistas; algunos aspiran, con mayor o menor desfachatez, a que los inviten a sentar cátedra, a publicar libros, a tener un reconocimiento de personas que deben sentir que aquí les falta y que están dispuestos a pagar con la obsecuencia a un régimen criminal y corrupto. Muchos que se han hecho viejos en el exilio se sienten vencidos por el tiempo y creen que es hora de avenirse con la realidad para no morirse con una sensación de derrota; otros, más jóvenes y venidos después, hicieron las concesiones antes y deben considerar excesivos nuestros escrúpulos. Aducen apoliticismo: si los dejan entrar y salir, no importa quien mande ni que el país se caiga a pedazos. No son patriotas, no están para cambiar el burdel, sino para gozarlo.
Los que pensamos distinto no debemos dejarnos vencer --pienso yo-- por el pesimismo y la inacción. Cuando tantos sietemesinos (para decirlo en lengua de Martí) se apresuran a publicar sus fórmulas de componenda, es el momento de resistir y, obedientes a un prurito moral, alzar la voz tan alta que se escuche también en la Oficina Oval. El reconocimiento del castrismo, sin nada que lo justifique salvo la fatiga, más que un desacierto es un oprobio, y el Sr. Obama debe saber que tendría que asumirlo para la historia. En nuestras vidas, cincuenta años es casi la eternidad; pero en la vida de los pueblos es un instante. De ahí que crea, por el bien a largo plazo del país que más amo, que la política norteamericana hacia Cuba no debe hacer ningún cambio esencial que pueda traducirse en una concesión. Si aspiramos a cambios más radicales, es preciso esperar. Alguna vez ocurrirán, aunque no estemos aquí para verlos.
©Echerri 2009
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