Tomado de
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la farsa de la revolución
Sobrino del Che Guevara hace trizas su leyenda con un libro testimonial
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Martín Guevara vivió como refugiado en Cuba por 15 años y permaneció en La Habana hasta 1988. Este texto forma parte del libro, A la sombra de un mito
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Martín Guevara (Foto Cofesía)
Tomado del libro testimonial
En esos tiempos y sin tener realmente en cuenta esta variable, era mi tía Celia quien a base de sacrificio, de constancia, con su entrega de afecto presencial, algo tangible, nada sensiblero, la causa de que a mi padre le llegaran a la cárcel víveres, cartas, para que pudiera transformar un trato duro en soportable, y también acaso, aunque es difícil saberlo con exactitud, fuese tía Celia junto a la propia actitud de él, la responsable de que continuase con vida, o al menos, una contribuyente destacada para ello. Mi padre no sólo estaba abandonado a su suerte por la dirección de la Revolución, sino que personas más allegadas, no mostraron toda la cercanía y la preocupación que cabía esperar de ellos, tanto familiares como amigos.
Resultaba más beneficioso ocuparse de recordar al Che, ya que concedía notoriedad, que atender al que estaba vivo y le podía sentar muy bien una mano que requería de sacrificios.
Uno de los motivos más íntimos que me llevaron a abominar la farsa de la Revolución, tanto cubana como en general, es el hecho de que no sólo mi viejo fue capaz de dejarnos por una lucha que reclamaba sus esfuerzos, y que solo trajo tristeza, sino que aún cuando al mundo entero le quedó claro que aquello era no era más que una burda dictadura, siguió abrazando la causa por encima de cualquier otra cosa cuerda.
La guerra de las Malvinas terminó en una claudicación del ejército argentino frente a la Royal Navy, la verdadera armada invencible. La Junta Militar necesitaba un elemento cohesionador de la población argentina, y nada mejor que la amenaza de una potencia enemiga.
Dado esto lo más lógico era que hubiesen amagado ocupar las islas, con mucho cuidado para poder resolver el asunto en los bufetes internacionales. Pero me pregunté yo, ¿realmente los gobiernos pueden dirigir seres de tal estrechez de miras, que pudieran pensar, que tras una agresión militar, una declaración de guerra en todo orden contra Gran Bretaña, a la sazón el ejército que jamás da por perdida una batalla, de soldados que se ven conducidos por un príncipe en el campo de batalla, había la más mínima posibilidad, no digo ya de ganar sino de rendirse sin cobrar una buena paliza?
Pero esta incógnita crecía exponencialmente cuando pensaba que se trataba de un ejército que esos años había tenido un entrenamiento fogueado, propinando picana eléctrica, y todo tipo de torturas y vejámenes, a cuanto joven hubiese mostrado ideas de izquierda en Argentina. Tirando cuerpos, maltrechos con meses de torturas, desde aviones sobre el Río de la Plata, metiendo ratas y arañas en las vaginas de algunas militantes.
¿Podían pensar que después de invadir las Malvinas, la armada inglesa se asustaría frente a tales rufianes?
En efecto, no se acobardaron, es más, ni se inmutaron. Mandaron sus barcos con el príncipe Andrés al frente y luego de algunos combates encarnizados, pusieron bandera británica nuevamente sobre el suelo de Malvinas, le restituyeron el nombre de Falklands y dejaron en evidencia que los de la cúpula militar eran ladrones de los bienes que los familiares donaron a los soldados destinados a las islas, además de no mostrar demasiada intrepidez en el campo de batalla. Los argentinos que vivían en La Habana, generalmente ex militantes de la variada gama de la izquierda, se dividían en dos bandos gobernados por dos opiniones claramente diferenciadas: los que empujados por un afán nacionalista, antibritánico, estaban a favor de que Cuba o cualquier país apoyase a Galtieri en tal chapuza; y los que no conseguían olvidar que ese era el mismo mando militar que los tenía exiliados, y que había regado de sangre de jóvenes valores, los cuarteles, ríos y campos del país.
Fidel se volcó con Nicanor Costa Méndez, en demostrarle su apoyo incondicional. Ofreció la sangre de valerosos guerrero cubanos, que por suerte no llegó a aceptarse por parte del infame ejército argentino de entonces, pues una vez más se habría derramado inútilmente y a favor de un capricho de la dirigencia, esa sangre que más convenía invertir en la construcción del país, que en defender a una horda de torturadores de muchachos y muchachas.
En distintas épocas, según se encontrase la política interna en Argentina, las Malvinas han servido de elemento de distracción, pero aquella vez, sin saberlo, los británicos habían brindado con su victoria sobre el ejército argentino de entonces la posibilidad de comenzar a ver el final de aquellos horribles años de gobierno militar. Llegaban noticias de que afloraban grupos de rock, comenzaron las reivindicaciones en las calles y cada vez sentían menos autoridad moral para reprimir al pueblo y para dar directrices, los mismos que habían claudicado de aquel modo ante el enemigo. Se avecinaban tiempos de cambio.
Nos llamaron del Consejo de Estado y nos informaron que estaban por soltar a mi padre, y también a la mujer con que vivía cuando lo apresaron ocho años y medio atrás. Y algo se despertó en mí.
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A La Sombra de Un Mito
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