domingo, abril 03, 2016

Emigrar al patíbulo. Familiares en Miami recuerdan a tres jóvenes cubanos fusilados tras juicio sumarísimo en Cuba en la primavera de 2003

Published on Apr 1, 2016


Los tres jóvenes habían secuestrado la embarcación conocida como la Lanchita de Regla. Al quedarse sin combustible fueron capturados por las autoridades y tras juicio sumario, fusilados.

Familiares recuerdan a tres jóvenes cubanos fusilados tras juicio sumarísimo




Los tres últimos fusilados, los cuales no mataron, hirieron ni derramaron una sola gota de sangre:


Lorenzo Enrique Copello Castillo, Bárbaro Leodan Sevilla García y Jorge Luis Martínez Isaac. 

Uploaded on Mar 31, 2008
Declaración de la madre cubana Ramona Copello, madre de Lorenzo Enrique Copello, uno de los tres jóvenes que el actual enfermo Dictador cubano Fidel Castro Ruz, envió a la muerte, ordenó que los fusilaran en Abril del año 2003 por el simple"delito" de querer emigar a Miami, EE.UU. en una lanchita de pasajero del Mucipio de Regla en la Ciudad de La Habana, sin estos jóvenes haber cometidos delitos de sangre o haber maltratado a los pasajeros. Sencillamente fue un asesinato ordenado por Fidel Castro Ruz.


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Uploaded on Sep 28, 2009
Los supuestos actos de "terrorismo" fueron intentar llevarse una de las lanchitas de regla, con pasajeros a bordo, NADIE resultó lesionado, se entregaron sin resistencia a los guardafronteras, fueron fusilados en el plazo de un poco más de una semana luego de que comenzara el juicio.

Rosa María Sevilla. Madre del fusilado Bárbaro Ledón Sevilla


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Emigrar al patíbulo

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Un testimonio de las últimas horas de Lorenzo Enrique Copello, el último fusilado del castrismo.
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Por Ricardo González Alfonso
La Habana

Convivir en un calabozo con un condenado a muerte es intrincarse en el laberinto de una vida ajena, que comienza a pertenecernos, a dolernos.
Lorenzo Enrique Copello, fusilado el 11 de abril de 2003.

Cuando abrieron la puerta de la celda tapiada y vi por primera vez a 
Lorenzo Enrique Copello Castillo, no imaginé que lo fusilarían en una semana, tras uno de esos juicios sumarísimos de la primavera de 2003.
Lorenzo era un negro de treinta y tantos años, de buen aspecto, que caminaba cojo por la golpiza que le propinaron cuando lo arrestaron en el Puerto del Mariel, al oeste de La Habana. Los zapatos negros y sin cordones tenían marcas de salitre, y sus ojos reflejaban la extenuación de los náufragos, de esos que aún huelen a mar.

Nos saludó con una sonrisa doble: la de sus labios y la de sus ojos. Se acostó, y al instante dormía con la inmovilidad de los difuntos.

Mis compañeros de celda —el chino, un joven acusado de vender drogas, y un muchacho condenado por asesinato e involucrado en un tráfico de emigrantes— nos sentimos desilusionados. Nos sabíamos de memoria nuestras respectivas historias o leyendas y esperábamos del recién llegado una de estreno. En los calabozos de Villa Marista, sede nacional de la Seguridad del Estado, no hay espacio para caminar; y la única opción, entre interrogatorio e interrogatorio, es conversar sobre cualquier tema, para no pensar.

Por la mañana, descubrimos que Lorenzo era un criollazo. Nos relató, como quien cuenta una película, que a medianoche abordó con varios amigos y amigas la lancha Baraguá, una de esas que cruzan con pasajeros la bahía habanera. El grupo de piratas debutantes llevaba oculto en sus mochilas recipientes con combustible; y, además, contaban con un arsenal de desconsuelo: un revólver y un cuchillo. Lorenzo apoyaba su narración con mímica teatral. "Llegué hasta la cabina y disparé dos veces. Una contra la proa y otra al mar. Entonces grité: '¡Esto se jodió, nos vamos pa' Miami!'".

Al principio todo resultó a pedir de sueños. Entre los pasajeros habían dos extranjeras —magníficas piezas de cambio— acompañadas por un par de Rastafaris. En total, tenían una treintena de rehenes. La Bahía de La Habana quedaba atrás, y la embarcación se adentraba en el anchísimo Estrecho de la Florida.

Lorenzo cerró los ojos para disfrutar mejor de sus palabras. "Oigan, ya nos veíamos en las costas de Cayo Hueso enseñando unos carteles que habíamos hecho con frases contra el comunismo, para que los americanos nos dieran asilo político". Lorenzo sonrió, como un chiquillo que recuerda una travesura. Al abrir los ojos, despertó de su aventura onírica. Su expresión se transformó en la de un adulto en peligro.

(Lorenzo Enrique Copello Castillo)

Nos contó, siempre auxiliándose con su gestualidad criolla, cómo el mar —un mar histérico— cambió de humor repentinamente. Imaginé las olas como cascadas continuas, la lancha a la deriva, a merced de ascensos y descensos bruscos y constantes. Vi en el rostro del negro el terror que sintieron aquellos cachorros de mar —secuestradores y rehenes— al saber que en esa situación de espanto se había agotado el combustible, incluido el de reserva.

Un guardacostas cubano se aproximó. A través de un megáfono uno de los guardafronteras los conminó a entregarse. "Pero nosotros, de eso nada. Respondí a gritos que teníamos a dos extranjeras. Que nos dieran combustible o la cosa iba a terminar mal".

Llegaron a un acuerdo. El guardacostas remolcaría a la Baraguá hasta el Puerto del Mariel. Allí le proporcionarían lo necesario para llegar a Estados Unidos, a cambio de que no lastimaran a los rehenes.

Lorenzo intentó esgrimir una sonrisa de consuelo, pero, errático, emitió un suspiro triste. "Era una trampa. Muy cerca del muelle, un hombre rana del Ministerio del Interior le hizo una seña a las extranjeras para que se lanzaran al agua. Una de ellas se tiró. Traté de impedir que la otra hiciera lo mismo, pero un pasajero —después supe que era un militar vestido de civil— me empujó, caí al mar y perdí el arma. Varios hombres ranas me atraparon. En el agua comenzaron a golpearme. Continuaron en el muelle. Mis compañeros también estaban dominados".

"La cosa fue grande. Vino hasta Fidel. Nos dijo que si nos hubiéramos ido, dentro de unos años hubiéramos querido regresar".

Lorenzo movió la cabeza seguro de su negativa. "¡Qué va! Yo hubiera hecho como mi padre, que se pasó la mitad de la vida preso; pero en el 80, cuando lo del Mariel, se fue a Estados Unidos, se cambió el nombre, estudió y se hizo ingeniero. Sí, yo iba a hacer lo mismo. Después reclamaría a Muñe, mi mujer actual; y a Rorro, mi hija, que es del primer matrimonio".

Muñe —apócope de muñeca— vendía pizzas en su casa. Lorenzo la describía como una Venus de Milo, pero con brazos, cálida y cándida. Al hablar de Muñe la expresión del negro se asemejaba a la de un amante primerizo.

Pero ella, como Rorro, desconocía que Lorenzo vivía dos existencias paralelas, y que con esa doble vida recorría su laberinto personal. Él era una moneda que giraba por el aire a cara o cruz, a mal o bien.

Lorenzo trabajaba días alternos como custodio de una policlínica del municipio de Centro Habana. Allí su actitud era ejemplar, nos aseguró. Mas sus días libres eran libertinos. Se dedicaba al proxenetismo y a la estafa. Esta la ejercía a veces a través de juegos de azar; otras, como "guía" de turistas inexpertos.

"Una vez —nos relató entusiasmado— viajé a Pinar del Río con un francés. ÁQué vida! El lo pagaba todo: un apartamento que alquiló, bebida de la buena y a las mejores jineteras. Allá conoció a una temba y se quedó con ella. No sé qué le vio. El francés era un buen hombre. Yo siempre me porté bien con él. Aunque era muy confiado, jamás me aproveché de eso". Nos miró con picardía y añadió: "¡Pero a otros…!".

En una ocasión Lorenzo me dijo: "Ricardo, qué lástima que te dio por la política. Con tu pinta y facilidad de palabras, serías un estafador de primera".

También nos hablaba de Rorro. Una linda adolescente que sabía valerse por sí misma. "Es como yo, pero honrada". El sobrenombre surgió cuando era una bebé, pues la madre y Lorenzo le cantaban para dormirla: "A rorro mi niña, a rorro mi amor". La muchacha estudiaba la enseñanza media en Miramar, un reparto de la antigua —y actual— clase alta. "Papi, allá los autos son cómicos, la gente se viste cómico, las casas son cómicas. En fin, Miramar es una comedia".

El día que a Lorenzo le entregaron la petición fiscal, le dijo al guardia que servía la comida: "Échame más, ¡qué soy un pena de muerte!". Y se rió. Pero un rato después nos miró serio y comentó en voz baja, casi consigo: "quién lo hubiera dicho, ¡yo deseando una sanción de 30 años!".

Lorenzo regresó del juicio muy optimista. "Mi abogado dijo que cómo se iba a pedir sangre, si no se derramó una gota de sangre". Y repetía a cada rato estas palabras, con el fervor que un moribundo invoca a Dios.

También nos comentó: "Ustedes no me van a creer, pero sentí más miedo cuando en el juicio vi el vídeo de la lancha subiendo y bajando en aquel mar furioso, que cuando yo estaba allí mismito, jugándome la vida".

Esa noche nos llevaron a una oficina. A los cuatro por separado. Cuando llegó mi turno, un capitán me explicó que aunque a Lorenzo le pedían la pena de muerte, eso no significaba que lo fusilarían. "Pero —puntualizó el oficial— algunos condenados a la pena capital se desesperan y se suicidan por gusto, pues la sanción no es ratificada por el Tribunal Supremo o por el Consejo de Estado".

Con este argumento solicitó mi cooperación para impedir —dado el caso— que Lorenzo atentara contra su vida. Accedí. Después me enteré que a mis otros dos compañeros de celda le pidieron lo mismo. Nunca supe que le dijeron a Lorenzo.

Desde entonces la ventanilla de la puerta tapiada la mantuvieron abierta; y afuera, un policía permaneció de guardia.

Al otro día por la tarde vinieron a buscar a Lorenzo. Regresó muy contento. "La Seguridad del Estado trajo en un auto a Rorro, a la mamá de ella y a mi madre. Me dijeron que el director del policlínico le iba a escribir al Consejo de Estado hablándole de mi buena actitud laboral". Al rato vinieron de nuevo por él.
 
Ya a solas , el Chino, el otro muchacho y yo comentamos que esa visita era la despedida final. La policía política —y la otra— no acostumbra a traer a nuestros familiares para que nos visiten. Estábamos equivocados. No era la última despedida, sino la penúltima.

Lorenzo retornó feliz. Dos oficiales fueron a buscar a Muñe y había tenido una visita con ella. A discreción, mis compañeros de celda y yo nos miramos consternados. Comprendimos que Lorenzo sería ejecutado próximamente.

Aquella tarde la comida fue diferente a la habitual: medio pollo, arroz con moros, ensalada, vianda, postre y refresco. Lorenzo sospechó. "¿Medio pollo para cada uno?". El guardián lo tranquilizó argumentando que habían traído tantos pollos que no cabían en las neveras, y a todos los detenidos les estaban sirviendo la misma ración. Lorenzo le creyó —o simuló creerle—: era su última cena.

Horas después, Lorenzo sintió un dolor en el pecho. Avisé al guardia. Se lo llevaron inmediatamente a la posta médica. Regresó al rato. Nos aseguró que se sentía mejor después que lo inyectaron. Estaba soñoliento. Obviamente lo drogaron. Transcurridos unos minutos, dormía otra vez con la inmovilidad de los difuntos. Recordé la noche que lo conocí. Apenas —y a penas— había pasado una semana.

Sería medianoche cuando abrieron la puerta. En el pasillo vi a seis guardias. Uno entró y despertó a Lorenzo. Se levantó aturdido. Se calzó con torpeza sus zapatos sin cordones. Me miró como preguntándome: "¿Qué ocurre?". Se lo expliqué con una mirada. Le di una palmada en el hombro, y lo vi partir a la muerte.
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Algunos de los ataudes con los militares muertos por los asaltantes al Cuartel Moncada;  foto de la ceremonia de despedida de duelo; nota y foto añadidas por el bloguista de Baracutey Cubano. Fidel Castro, Ral Castro y el resto de los Moncadistas cumplieron solamente   22 meses de prisión pese a que:
Militares muertos en combate: 19
Heridos: 31


Fidel Castro, Raúl Castro, Juan Almeida, Mario Chanes de Armas y el resto de los ¨Moncadistas¨ saliendo del Presidio Modelo de Isla de Pinos producto de una AMNISTÍA GENERAL  a TODOS los presos políticos en Cuba  por el inicio del gobierno electo de Fulgencio Batista en las Elecciones   de noviembre de 1954  y por el Día de Las Madres de 1955