Alejandro González Acosta: Las «pauras»* del escritor cubano Leonardo Padura (IV)
Las «pauras»* de Padura (IV)
Cuarto de una serie
Por Alejandro González Acosta
Ciudad de México
28/03/2018
No se puede olvidar que el origen literario de Padura (con una perspicaz tesis de licenciatura sobre el Inca Garcilaso de la Vega, y después un macizo estudio sobre la evolución de lo real maravilloso en la obra de Carpentier), aparte de su periodismo, es ser un autor del género policíaco, el cual fue durante mucho tiempo menospreciado (y violentamente anatematizado al principio de la dictadura castrista, como “subliteratura comercial”, un producto chatarra del capitalismo decadente), pero luego fue aceptado, tolerado y hasta promovido, a partir de los juicios de algunos críticos como el mexicano Alfonso Reyes[1], el búlgaro Bogomil Rainov[2], y el cubano José Antonio Portuondo[3]. Desde su origen —con Edgar Allan Poe y Los crímenes de la calle Morgue— su objetivo ha sido descarnadamente vender: lo demás, es adorno y vanidad.
La novela policíaca contemporánea cubana comenzó realmente… en la televisión[4]: las epopeyas de los defensores de la patria afuera (Sector 40, En silencio ha tenido que ser), o de la patria adentro (Móvil 8), series como Los comandos del silencio (sobre los terroristas Tupamaros de Uruguay, con un tema musical muy recordado, que se atribuye indistintamente a Silvio Rodríguez o Daniel Viglietti), fueron los sustitutos impuestos para una generación forjada en el canon del realismo socialista transitorio.
Fue esa misma época cuando se prohibió la transmisión de toda la “música extranjerizante”, y por la radio sólo se escuchaban puntos guajiros y danzas koljosianas; de Ana Lasalle, la terrible “Doña Perfecta” (“¡Mátalo, Caballuco!”), plantada con sus amenazadoras tijeras en La Rampa, como si fuera una trinchera del Ebro, cortando melenas y pitusas, o descosiendo los dobladillos de las minifaldas… De agotadoras zafras (la maldita circunstancia de la caña quemada por todas partes y el ceniciento corte australiano), y extenuantes siembras del aromático café, la frondosa pangola y el amargo gandul, vestidos todos parejos con camisas de caqui y botas cañeras, de una tímida y balbuceante Nueva Trova que todavía era “nueva” y “trova”, y un avasallante y omnipresente mozambique, Los Papines y Pello el Afrokán, Los Zafiros y Bellecita, Tata Güines y El perico está llorando… La cheada a la enésima potencia. La horteridad sublimada. La naquez galopante. De ahí para acá, no hay más pueblo que ese: ahora es el reguetón.
En medio de ese deprimente escenario, Padura se acomoda entre los límites que lo encasillan y lo sostienen: por un lado, sus editores extranjeros, y por otro, los policías insulares de la cultura. Padura, como aquel Vizconde de Italo Calvino, vive con su otro yo, cohabita su cuerpo con “el compañero que lo atiende” (y hasta lo entiende), en una suerte de sorprendente y asombrosa autofagia de sobrevivencia. Y creo que está muy bien que lo haya decidido así: legítimamente quiere vivir e incluso morir en la casa donde nació, y que construyeron su padre, su abuelo y su bisabuelo. Es muy dueño de hacerlo, en el pleno ejercicio de su libre albedrío, sobre todo después de viajar por todo el mundo, con sus alas portátiles y postizas de Ícaro levemente descarriado pero que siempre vuelve al nido.
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