viernes, septiembre 06, 2019

Alejandro González Acosta: Roberto Fernández Retamar: el escritor demediado (III). Emigrar al patíbulo Un testimonio de las últimas horas de Lorenzo Enrique Copello,


Roberto Fernández Retamar: el escritor demediado (III)

Por Alejandro González Acosta
Ciudad de México
05/09/2019

El feo

Hay mucho para entender y también perdonar en un hombre de su tiempo, quizá demasiado atado a su circunstancia, como Retamar. Pero ningún poeta ni historiador, ningún artista o escritor, pintor o bailarín, músico o titiritero, nunca, pero nunca, ni en Cuba ni en cualquiera otra parte del mundo, puede aceptar bajo ninguna circunstancia estar en un Consejo de Estado cuando ese mismo Consejo, por ley, debe confirmar las penas de muerte, ya sea contra horrendos criminales comunes, o martirizados reos políticos: nunca, nunca, en parte alguna.

Los poetas, como François Villon, ofrecen el cuello a la cuchilla o penden de la cuerda, pero nunca levantan la horca ni arman la guillotina. Retamar debió excusarse de firmar, o renunciar al cargo, antes que refrendar un papel que le quitaba la vida a tres seres humanos. Y no sólo él, por cierto, pues hubo otros.

En la imposibilidad de acceder a los originales firmados (custodiados en el Consejo de Estado de Cuba a los cuales no se permite consultar ni reproducir), se sabe que la votación fue —como es costumbre en la Isla— unánime. Y una de las más terribles atribuciones de ese Consejo es refrendar las condenas de muerte. Roberto Fernández Retamar, como Presidente de la Casa de las Américas, fue miembro del Consejo de Estado (y también Diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular) en las Legislaturas V, VI y VII, desde 1998 hasta 2013: los hechos lo condenan.

Así empezó esta triste historia:

El 2 de abril de 2003 un grupo de civiles que iban como pasajeros, se apoderaron de la popular “Lanchita” que cubre el breve trayecto desde el Muelle de Caballería en La Habana Vieja hasta el pueblo de Regla, del otro lado de la bahía. Se trataba de una pequeña embarcación diseñada para viajes cortos, sin calado suficiente para enfrentar oleajes fuertes, y movida por un solo antiguo motor de diésel. Los asaltantes llevaban un revólver viejo y un cuchillo. En la lancha iban 40 pasajeros (varios turistas entre ellos). Resultó trágicamente simbólico que esa embarcación se llamara Baraguá, que recuerda el nombre del lugar donde ocurrió la famosa “Protesta de los Mangos de Baraguá”, que protagonizó el Mayor General Libertador Antonio Maceo Grajales frente al Capitán General español Arsenio Martínez Campos, “El Pacificador”: ¡qué sangrienta ironía, pues así se relacionó al “Titán de Bronce”, uno de los héroes independentistas cubanos más admirados, con el asesinato de tres jóvenes de su misma raza!: el patriota negro sepultado en el monumento del Cacahual, debió estremecerse de horror e ira dentro de su tumba.

Se quedaron sin combustible ya a 30 millas de la Isla. Fueron alcanzados por los guardafronteras y se les convenció de regresar para reabastecerlos. Accedieron: fue un engaño. Hubo una breve resistencia en el puerto de Mariel, pero no hubo heridos ni muertos. Se entregaron. Estos civiles fueron sometidos a un juicio sumarísimo en tiempos de paz, sin derecho a una legítima defensa, ni presentación de pruebas de descargo, o testigos, pues transcurrió a puertas cerradas, sin permitir el acceso de familiares y menos aún de la prensa, y escudados en una ley cubana para castigar el “delito de terrorismo” (Ley 93, del 24 de diciembre de 2001, decretada tres meses después del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York), fueron sentenciados a muerte por fusilamiento Bárbaro Leodán Sevilla García (22 años de edad), Lorenzo Enrique Copello Castillo (31), y Jorge Luis Martínez Isaac (40); cuatro hombres más a cadena perpetua, y varias mujeres a diversas penas.

Capturados el 2 de abril, fueron condenados el 8 y fusilados al amanecer del 11. El 12 dieron la noticia en los diarios. A los familiares no se les avisó hasta después que sus hijos habían sido fusilados, y se les entregó sólo una boleta con un número: el de la bóveda del cementerio donde ya estaban enterrados. No pudieron velarlos ni llorarlos. Entre el hecho del delito y el fusilamiento transcurrieron apenas 9 días.

Apenas siete años antes habían perpetrado la “Masacre del Remolcador 13 de Marzo”: 41 muertos, 10 de ellos niñas y niños. “Parece que la gente no entiende”, comentó rudamente un militar cubano.

(Raúl Castro y Roberto Fernández Retamar.)

Poco antes de cuando ocurrieron estos fusilamientos, se realizó una redada brutal contra escritores y periodistas disidentes y opositores cubanos, que terminó en condenas de cárcel para 75 de ellos. Las penas de prisión fueron de 28 a 6 años; la mayoría, de 20 años. Esos días de muertes y prisión son conocidos en el dilatado capítulo cubano de la historia universal de la infamia, como la Primavera Negra. Y en todos estos sucesos, de forma activa y directa, explícita y firmada, estuvo Roberto Fernández Retamar.

Esto levantó una ola de protestas, incluso entre los intelectuales que con tanto tiempo y esfuerzo había seducido la Casa de las Américas. José Saramago, de insospechable lealtad revolucionaria, dijo tajantemente: “Hasta aquí llegué con Cuba. No más”. Mercedes Sosa, la “Mamá Grande”, “La Voz de la América”, declaró: “Se acabó mi amor por Fidel”.

Entonces desde Cuba brotó un documento persuasivo donde hasta en el título, se aprecia el estilo pomadoso de Retamar: “Mensaje desde La Habana para amigos que están lejos”. Suavemente —ya no eran los tiempos de la carta a Pablo Neruda, ni de la Canción urgente para Nicaragua— y en tono de leve reproche por su incomprensión, se reclama a los “discrepantes” su falta de sintonía y lealtad “con Cuba”. Apenas ocho días después del fusilamiento, Granma publicaba el domingo 20 de abril de 2003 la carta solícitamente gestionada por Carlos Martí Brenes:

Mensaje desde la Habana para amigos que están lejos

En los últimos días, hemos visto con sorpresa y dolor que al pie de manifiestos calumniosos contra Cuba se han mezclado consabidas firmas de la maquinaria de propaganda anticubana con los nombres entrañables de algunos amigos. Al propio tiempo, se han difundido declaraciones de otros, no menos entrañables para Cuba y los cubanos, que creemos nacidas de la distancia, la desinformación y los traumas de experiencias socialistas fallidas.

Lamentablemente, y aunque esa no era la intención de estos amigos, son textos que están siendo utilizados en la gran campaña que pretende aislarnos y preparar el terreno para una agresión militar de los Estados Unidos contra Cuba.

Nuestro pequeño país está hoy más amenazado que nunca antes por la superpotencia que pretende imponer una dictadura fascista a escala planetaria. Para defenderse, Cuba se ha visto obligada a tomar medidas enérgicas que naturalmente no deseaba. No se le debe juzgar por esas medidas arrancándolas de su contexto.

Resulta elocuente que la única manifestación en el mundo que apoyó el reciente genocidio haya tenido lugar en Miami, bajo la consigna “Iraq ahora, Cuba después”, a lo que se suman amenazas explícitas de miembros de la cúpula fascista gobernante en los Estados Unidos.

Son momentos de nuevas pruebas para la Revolución Cubana y para la humanidad toda, y no basta combatir las agresiones cuando son inminentes o están ya en marcha.

Hoy, 19 de abril de 2003, a cuarenta y dos años de la derrota en Playa Girón de la invasión mercenaria, no nos estamos dirigiendo a los que han hecho del tema de Cuba un negocio o una obsesión, sino a amigos que de buena fe puedan estar confundidos y que tantas veces nos han brindado su solidaridad.

Alicia Alonso, Miguel Barnet, Leo Brouwer, Octavio Cortázar, Abelardo Estorino, Roberto Fabelo, Pablo Armando Fernández, Roberto Fernández Retamar, Julio García Espinosa, Fina García Marruz, Harold Gramatges, Alfredo Guevara, Eusebio Leal, José Loyola, Carlos Martí, Nancy Morejón, Senel Paz, Amaury Pérez, Graziella Pogolotti, César Portillo de la Luz, Omara Portuondo, Raquel Revuelta, Silvio Rodríguez, Humberto Solás, Marta Valdés, Chucho Valdés, Cintio Vitier

Retamar firmó la condena de muerte y además esta carta que la apoyaba, pues, ya sumergidos en la ignominia, ¿qué importa un poco más?

Puede afirmarse que a partir de esa fecha fatídica terminó el poco brillo macilento de lo que quedaba de aquella aura gloriosa de la revolución cubana de antaño, y comenzó entonces la decadencia progresiva y el desmerengamiento que llega hasta hoy, ya escuálida y exánime, a pesar de los gritos y puñetazos. Fue el canto del cisne revolucionario para los intelectuales: una caída en picada inevitable, de estrellamiento final, con fecha imprecisa, pero segura.

La soberbia fue otra vez una mala consejera, y Castro dio uno de los peores tropezones en toda su carrera. Quizá obnubilado por su propia fama ya consolidada, supuso que nadie reaccionaría, y ocurrió todo lo contrario. Acostumbrado a prevalecer, no midió las consecuencias de su golpe mortal contra los tres jóvenes y los otros condenados, y además los 75 intelectuales opositores. Pensó quizás que todavía estaba en los años 60 cuando las “Palabras a los intelectuales”, o en los 70 con el Caso Padilla. Y en esta boutade embarcó a los dóciles y solícitos cómplices que firmaron la vergonzosa carta y, todavía más aún, a quienes pusieron su firma en la orden de fusilamiento, Retamar entre ellos, el único poeta en el Consejo de Estado. Nicolás Guillén, quien sí sabía de estas cosas y sus consecuencias, cuando muchos años antes le tocó el Caso Padilla, se declaró “súbitamente enfermo” y “le cargó el muerto” a José Antonio Portuondo, como él mismo me lo dijo un día burlonamente en su oficina.

Pero debe tenerse también en cuenta que uno de los más perversos procedimientos del sistema tiránico castrista, es haber implicado en sus monstruosidades (desde la anónima denuncia cederista, el grotesco acto de repudio exaltado, y hasta el balazo traidor, o el hábil y criminal cerrón o roce con el automóvil), a personas quizá en su origen esencialmente decentes y honorables, para mancharlas y convertirlas en cómplices, aunque tácitos, o incluso complacientes, de sus crímenes. “Ver en calma un crimen, es cometerlo”, dijo José Martí. Pero por eso mismo, el cruel fusilamiento de tres indefensos jóvenes condenados por el crimen de huir de su país, aunque fuese legal, nunca podría ser considerado justo, y queda asignado a la conciencia de cada quien y para el juicio de la historia. En los terribles tiempos de la esclavitud, el esclavo fugado que capturaban era condenado al látigo y al cepo, quizá hasta la mutilación, pero no a la muerte: los cimarrones modernos tuvieron mucha peor suerte que sus antepasados. Es muy posible que en el futuro no se recuerde a Retamar por algunos versos ocasionalmente buenos o aceptables, sino por esa firma de sangre en una condena de muerte, junto a otros verdugos. Esas sí son fechas “que veremos arder”.

Por extremo —como poeta y funcionario— el caso de Retamar rebasa lo individual y se convierte en ejemplarmente paradigmático. Más allá de su nombre y apellidos personales, es un tema para el estudio de la lucha que uno supone se plantea entre una conciencia interna originalmente cristiana, y una actitud pública de compromiso absoluto. En esa situación extrema, me preocupa saber: ¿dudó al firmar la condena? ¿vaciló al estampar la firma con su elegante caligrafía en el pliego de compromiso mortal? ¿recordó su bautizo, primera comunión y confirmación de niño católico, y quizá hasta el altar de su boda (casó en 1952, me atrevo a aventurar que por la Iglesia)? ¿tuvo algún remordimiento antes, durante y después? ¿se arrepintió, aunque fuera en secreto? ¿confió su miseria a la mujer o las hijas, a algún amigo, un sacerdote acaso? ¿se deprimió una vez más? Sólo él tendría las respuestas y se las llevó consigo.

A partir de su caso individual, se puede hacer extensiva su nada “dramática neutralidad” a los intelectuales cubanos en la Isla —y algunos fuera de ella— que desde el inicial modelo orgánico ahora parecen hidropónicos. El mimetismo es hoy el rasgo más profundo de la cultura cubana: camaleonismo le dirán algunos; gatopardismo lo nombró un príncipe italiano ducho en los torneos de poder.

Hace mucho tiempo estos casos de personalidades escindidas y contradictorias ocupan la literatura y el arte. El inglés Robert Louis Stevenson concibió angustiado la dupla del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y su extraña historia simbólica, donde una misma persona —normal y decente en apariencia— era capaz de desdoblarse y transformarse en un monstruo espantoso y cruel. No puede decirse que fueran dos sujetos sino uno sólo, y eso lo convertía en algo aún más terrible. Fue escrita en 1885 y publicada en los primeros días del siguiente año, el mismo cuando Engels, intelectual devoto y fiel de su amigo Marx, imprimía con un interesante prólogo el Segundo Tomo de El Capital. Me interesa especialmente el punto por el tema de la eticidad, el desempeño ético del escritor o del ciudadano que escribe. También puede decirse de esta pareja de filósofos, que fueron dos en uno.

Este segundo libro, armado amorosa e ingeniosamente por Engels con los bocetos y notas que legó su amigo, se refiere al proceso de circulación del capital, desglosado en varios apartados. Si trasladamos los términos (ya sabemos que Marx no escribió ninguna obra específicamente sobre el arte y la literatura, más allá de las notas que Adolfo Sánchez Vázquez acomodó —a partir de una materia tan divergente como sus Cuadernos filosófico-económicos de juventud— y que críticos como Georg Lukács interpretaron a su gusto y provecho), y asumimos la cultura como un producto o mercancía, a su protagonista generador —el empresario— como el funcionariointelectual —representando al Estado—, y al ciudadano como vendedor de su fuerza (los temas) y comprador de bienes (las obras), puede entenderse quizá mejor la complejidad de la relación del intelectual como intermediario comprometido con el empresario, más que con los consumidores, la cual Marx definía como una teoría del ciclo económico que aquí sería asumido como ciclo intelectual, lo cual genera la noción de capital y renta, que tanto interesó, sobre todo, a Rosa Luxemburgo, quizá la más audaz teórica marxista de esos tiempos (por supuesto, mucho más que el fiel Engels).

El autor —escritor, pintor, compositor— produce obras (mercancía) que con el tiempo se acumulan y generan un valor añadido, la renta (es decir, el servicio completo de su vida al servicio del empresario). Poco a poco, con cada producto, el productor acumula más renta. Por tanto, al trabajar (escribir, pintar, componer), o producir en el presente, se cuida del futuro para garantizar lógicamente un fin confortable y tranquilo donde se le permita disfrutar de su renta acumulada. Esta idea del “capital artístico” ayudaría a explicar —motivaciones personales aparte— la creciente dependencia del productor (artista) con el empresario (Estado), más allá de la relación producto (arte) con el consumidor (sociedad). De tal modo, el artista se debe más al Estado que a la sociedad. Supongo que esto ilustra, desde el propio enfoque marxista, la esencial dicotomía que impregna hasta el último glóbulo de la cultura cubana oficial de la actualidad: siguen siendo fieles al patrón, por ingrato que esto sea, para poder vivir de la renta acumulada.

Jano, el dios del tiempo, sería su representación simbólica, no sólo porque mira al frente y atrás, al futuro y al pasado a la vez, sino porque tiene como rasgo definitorio un rostro doble: en realidad, el símbolo vegetal cubano no es la palma real, como se acepta, ni la siguaraya según ironizan algunos, sino la yagruma, ese opulento árbol de confortable sombra, con amplias hojas de un verde intenso por arriba (por fuera) y de un gris plateado por abajo (por dentro).

¿Habrá sido tan casual que un escritor italiano —Ítalo Calvino— pero nacido en Cuba en una estación agrícola en las afueras de La Habana, copiosamente arbolada por yagrumas, sea el autor de una obra tan representativa de todo esto como El vizconde demediado (también conocido como Las dos mitades del vizconde)? ¿Qué minerales contendría el agua de Santiago de las Vegas que bebió durante su gestación y sus dos primeros años —de formación celular y neuronal— el niño aquel que después escribió una obra donde el protagonista, Medardo, Vizconde de Terralba (tierra blanca), es dividido en dos por un terrible hecho de guerra (asumamos, por ejemplo, una revolución) que origina una parte mala (Gramo), y otra bondadosa (Buono)?

Pero la parte malvada de Gramo es sustentada por la parte complaciente de Buono: uno corta las cabezas y el otro fabrica las guillotinas; qué imagen tan plena de cubanía… Deben enfrentarse inevitablemente, y cuando sucede, ambos casi mueren, pero al ser reunificados por un zurcido científico milagroso, son capaces de alcanzar la dicha y la felicidad.

El símil resulta casi perfecto para una Cuba escindida, condenada no a 100 años de soledad, sino a 500 de división profunda, desde Hatuey para acá. El médico que los cose y posibilita su dicha es el Dr. Trelawney, discreto homenaje de Calvino a Stevenson en La Isla del Tesoro (¿Cuba?). La esposa, fuente de felicidad que goza con ambos reunidos, se llama, lamentablemente, Pamela… Las otras dos novelas de la trilogía Nuestros antepasados (El barón rampante y El caballero inexistente), también presentan tan curiosas analogías con la situación cubana (aunque por supuesto quizá resultan sólo coincidencias, pues fueron escritas antes de 1959, año cuando aparece la última de estas), que deberían ser más atendidas por los lectores cubanos, en busca de claves secretas y elusivas.

Retamar fue un gran lector y conoció bien todas estas historias. Debemos reconocer que tampoco debió ser fácil para él, un hombre ilustrado, adaptarse ante estas crecientes demandas impuestas al solícito y dócil servidor ideológico, pues algún conflicto en su joven corazón de joven católico debió conservar, cuando con bastante frecuencia padecía de severas depresiones, que lo hacían internarse en esos discretos lugares conocidos eufemísticamente en Cuba como “hospitales de día”. La dicotomía tiene un precio y alto, hasta en la literatura.

Retamar inauguró y fue el supremo sacerdote del culto idolátrico a Haydée Santamaría, que era como la sacerdotisa alterna de la revolución (la primera vestal, por supuesto, fue Celia Sánchez), quien se suicidó el 26 (y no el 28, como se difundió después) de julio de 1980. Durante dos días ocultaron la noticia —me consta—, y la condenaron póstumamente, como castigo por esa intempestiva y descortés fuga de la tórtola, al ostracismo político de un velorio en la burguesa Funeraria Rivero (Calzada y K, en El Vedado), y no al olímpico basamento del obelisco martiano de la Plaza Cívica, como le correspondería a una “Heroína de la Revolución”. Con este balazo mañanero, Retamar fue viudo por primera vez. Y como resultaba contrario a la lógica y a la realidad defender la sapiencia de Haydée (Yeyé para los íntimos y más cercanos a su manto protector), entonces entonaron encendidos cantos sobre su “sensibilidad”. En La Casa se levantaron sus altares. Al poco tiempo del suicidio, uno de los hasta entonces más cercanos a Haydée, el escritor Antonio Benítez Rojo aprovechó un viaje a La Sorbona y se quedó, agotado de la infinita partida del tute de reyes, cansado de ser un inquilino de la Casa y escudarse heroicamente con hojas secas, decidido a añadirle más ingredientes a su olla con un mar de las lentejas, y se convirtió en uno de los sobrevivientes: para él, la isla ya no se le seguiría repitiendo.

Su decisión fue tomada como la explosión de una bomba en una misa ortodoxa, como si hubiera muerto alguien o algo. Algunos años después, se divirtió mucho cuando le conté una de mis aventuras pesquisitorias en el borrado de la memoria donde él estaba involucrado: cierto día que visité la Casa, me detuve en una gran fotografía mural colocada en la entrada, donde aparecía todo el colectivo de la institución rodeando a Haydée, beneficiándose de su halo milagroso. Sin embargo, alguna rareza visual llamó mi atención, y cuando miré con más cercanía la foto, advertí que el rostro de un joven negro —desconocido— que estaba junto a la Santa Patrona, era sólo un recorte pegado torpemente encima. Discretamente, cuidando que nadie me viera, levanté el impuesto pastiche, y descubrí debajo el rostro bonachón de Benítez Rojo, en la foto original: lo habían “borrado de la historia”, había sido “quemado en efigie” como relapso contumaz: “Nada, Antonio, le dije, te aplicaron la franquicia”. “—¿Cómo la franquicia?” “—Sí, la misma que le aplicaron a Carlos Franqui…” Ambos soltamos la sonora carcajada de los impunes.[1]

No dudo que esa “Operación Franqui” contra Benítez Rojo haya sido autorizada —si no instruida— por el propio Retamar, tan cuidadoso siempre de los detalles sacramentales revolucionarios, como buen católico réprobo: Non contaminatio Virgine nostra, vade retro.

A pesar de todo esto, tenía su encanto: Retamar fue amado por jóvenes y señoras, pero siempre se mostró muy caballero, discreto, reservado, e inmutable: Comme il faut. Una querida amiga mía, sobrina de Alfonso Reyes, lo conoció en los alegres años de París en 1957… Y también dicen que cierta gran poetisa latinoamericana fue un gran amor…

[1] Para los menos avisados, pueden ver: Carlos Franqui, Retrato de familia con Fidel (Barcelona, Seix Barral, 1981). En especial, la portada.


© cubaencuentro.com
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DECLARACIÓN DE RAMONA COPELLO ,MADRE DE FUSILADO


Emigrar al patíbulo
Un testimonio de las últimas horas de Lorenzo Enrique Copello, el último fusilado del castrismo.

Por Ricardo González Alfonso, La Habana

Convivir en un calabozo con un condenado a muerte es intrincarse en el laberinto de una vida ajena, que comienza a pertenecernos, a dolernos.

Lorenzo Enrique Copello, fusilado el 11 de abril de 2003.
Cuando abrieron la puerta de la celda tapiada y vi por primera vez a Lorenzo Enrique Copello Castillo, no imaginé que lo fusilarían en una semana, tras uno de esos juicios sumarísimos de la primavera de 2003.
Lorenzo era un negro de treinta y tantos años, de buen aspecto, que caminaba cojo por la golpiza que le propinaron cuando lo arrestaron en el Puerto del Mariel, al oeste de La Habana. Los zapatos negros y sin cordones tenían marcas de salitre, y sus ojos reflejaban la extenuación de los náufragos, de esos que aún huelen a mar.
Nos saludó con una sonrisa doble: la de sus labios y la de sus ojos. Se acostó, y al instante dormía con la inmovilidad de los difuntos.
Mis compañeros de celda —el chino, un joven acusado de vender drogas, y un muchacho condenado por asesinato e involucrado en un tráfico de emigrantes— nos sentimos desilusionados. Nos sabíamos de memoria nuestras respectivas historias o leyendas y esperábamos del recién llegado una de estreno. En los calabozos de Villa Marista, sede nacional de la Seguridad del Estado, no hay espacio para caminar; y la única opción, entre interrogatorio e interrogatorio, es conversar sobre cualquier tema, para no pensar.
Por la mañana, descubrimos que Lorenzo era un criollazo. Nos relató, como quien cuenta una película, que a medianoche abordó con varios amigos y amigas la lancha Baraguá, una de esas que cruzan con pasajeros la bahía habanera. El grupo de piratas debutantes llevaba oculto en sus mochilas recipientes con combustible; y, además, contaban con un arsenal de desconsuelo: un revólver y un cuchillo. Lorenzo apoyaba su narración con mímica teatral. "Llegué hasta la cabina y disparé dos veces. Una contra la proa y otra al mar. Entonces grité: '¡Esto se jodió, nos vamos pa' Miami!'".
Al principio todo resultó a pedir de sueños. Entre los pasajeros habían dos extranjeras —magníficas piezas de cambio— acompañadas por un par de Rastafaris. En total, tenían una treintena de rehenes. La Bahía de La Habana quedaba atrás, y la embarcación se adentraba en el anchísimo Estrecho de la Florida.
Lorenzo cerró los ojos para disfrutar mejor de sus palabras. "Oigan, ya nos veíamos en las costas de Cayo Hueso enseñando unos carteles que habíamos hecho con frases contra el comunismo, para que los americanos nos dieran asilo político". Lorenzo sonrió, como un chiquillo que recuerda una travesura. Al abrir los ojos, despertó de su aventura onírica. Su expresión se transformó en la de un adulto en peligro.

( Ricardo González Alfonso, autor del testimonio )

Nos contó, siempre auxiliándose con su gestualidad criolla, cómo el mar —un mar histérico— cambió de humor repentinamente. Imaginé las olas como cascadas continuas, la lancha a la deriva, a merced de ascensos y descensos bruscos y constantes. Vi en el rostro del negro el terror que sintieron aquellos cachorros de mar —secuestradores y rehenes— al saber que en esa situación de espanto se había agotado el combustible, incluido el de reserva.
Un guardacostas cubano se aproximó. A través de un megáfono uno de los guardafronteras los conminó a entregarse. "Pero nosotros, de eso nada. Respondí a gritos que teníamos a dos extranjeras. Que nos dieran combustible o la cosa iba a terminar mal".
Llegaron a un acuerdo. El guardacostas remolcaría a la Baraguá hasta el Puerto del Mariel. Allí le proporcionarían lo necesario para llegar a Estados Unidos, a cambio de que no lastimaran a los rehenes.
Lorenzo intentó esgrimir una sonrisa de consuelo, pero, errático, emitió un suspiro triste. "Era una trampa. Muy cerca del muelle, un hombre rana del Ministerio del Interior le hizo una seña a las extranjeras para que se lanzaran al agua. Una de ellas se tiró. Traté de impedir que la otra hiciera lo mismo, pero un pasajero —después supe que era un militar vestido de civil— me empujó, caí al mar y perdí el arma. Varios hombres ranas me atraparon. En el agua comenzaron a golpearme. Continuaron en el muelle. Mis compañeros también estaban dominados".
"La cosa fue grande. Vino hasta Fidel. Nos dijo que si nos hubiéramos ido, dentro de unos años hubiéramos querido regresar".
Lorenzo movió la cabeza seguro de su negativa. "¡Qué va! Yo hubiera hecho como mi padre, que se pasó la mitad de la vida preso; pero en el 80, cuando lo del Mariel, se fue a Estados Unidos, se cambió el nombre, estudió y se hizo ingeniero. Sí, yo iba a hacer lo mismo. Después reclamaría a Muñe, mi mujer actual; y a Rorro, mi hija, que es del primer matrimonio".
Muñe —apócope de muñeca— vendía pizzas en su casa. Lorenzo la describía como una Venus de Milo, pero con brazos, cálida y cándida. Al hablar de Muñe la expresión del negro se asemejaba a la de un amante primerizo.
Pero ella, como Rorro, desconocía que Lorenzo vivía dos existencias paralelas, y que con esa doble vida recorría su laberinto personal. Él era una moneda que giraba por el aire a cara o cruz, a mal o bien.
Lorenzo trabajaba días alternos como custodio de una policlínica del municipio de Centro Habana. Allí su actitud era ejemplar, nos aseguró. Mas sus días libres eran libertinos. Se dedicaba al proxenetismo y a la estafa. Esta la ejercía a veces a través de juegos de azar; otras, como "guía" de turistas inexpertos.
"Una vez —nos relató entusiasmado— viajé a Pinar del Río con un francés. ÁQué vida! El lo pagaba todo: un apartamento que alquiló, bebida de la buena y a las mejores jineteras. Allá conoció a una temba y se quedó con ella. No sé qué le vio. El francés era un buen hombre. Yo siempre me porté bien con él. Aunque era muy confiado, jamás me aproveché de eso". Nos miró con picardía y añadió: "¡Pero a otros…!".
En una ocasión Lorenzo me dijo: "Ricardo, qué lástima que te dio por la política. Con tu pinta y facilidad de palabras, serías un estafador de primera".
También nos hablaba de Rorro. Una linda adolescente que sabía valerse por sí misma. "Es como yo, pero honrada". El sobrenombre surgió cuando era una bebé, pues la madre y Lorenzo le cantaban para dormirla: "A rorro mi niña, a rorro mi amor". La muchacha estudiaba la enseñanza media en Miramar, un reparto de la antigua —y actual— clase alta. "Papi, allá los autos son cómicos, la gente se viste cómico, las casas son cómicas. En fin, Miramar es una comedia".
El día que a Lorenzo le entregaron la petición fiscal, le dijo al guardia que servía la comida: "Échame más, ¡qué soy un pena de muerte!". Y se rió. Pero un rato después nos miró serio y comentó en voz baja, casi consigo: "quién lo hubiera dicho, ¡yo deseando una sanción de 30 años!".
Lorenzo regresó del juicio muy optimista. "Mi abogado dijo que cómo se iba a pedir sangre, si no se derramó una gota de sangre". Y repetía a cada rato estas palabras, con el fervor que un moribundo invoca a Dios.
También nos comentó: "Ustedes no me van a creer, pero sentí más miedo cuando en el juicio vi el vídeo de la lancha subiendo y bajando en aquel mar furioso, que cuando yo estaba allí mismito, jugándome la vida".
Esa noche nos llevaron a una oficina. A los cuatro por separado. Cuando llegó mi turno, un capitán me explicó que aunque a Lorenzo le pedían la pena de muerte, eso no significaba que lo fusilarían. "Pero —puntualizó el oficial— algunos condenados a la pena capital se desesperan y se suicidan por gusto, pues la sanción no es ratificada por el Tribunal Supremo o por el Consejo de Estado".
Con este argumento solicitó mi cooperación para impedir —dado el caso— que Lorenzo atentara contra su vida. Accedí. Después me enteré que a mis otros dos compañeros de celda le pidieron lo mismo. Nunca supe que le dijeron a Lorenzo.
Desde entonces la ventanilla de la puerta tapiada la mantuvieron abierta; y afuera, un policía permaneció de guardia.
Al otro día por la tarde vinieron a buscar a Lorenzo. Regresó muy contento. "La Seguridad del Estado trajo en un auto a Rorro, a la mamá de ella y a mi madre. Me dijeron que el director del policlínico le iba a escribir al Consejo de Estado hablándole de mi buena actitud laboral". Al rato vinieron de nuevo por él.
Ya a solas , el Chino, el otro muchacho y yo comentamos que esa visita era la despedida final. La policía política —y la otra— no acostumbra a traer a nuestros familiares para que nos visiten. Estábamos equivocados. No era la última despedida, sino la penúltima.
Lorenzo retornó feliz. Dos oficiales fueron a buscar a Muñe y había tenido una visita con ella. A discreción, mis compañeros de celda y yo nos miramos consternados. Comprendimos que Lorenzo sería ejecutado próximamente.
Aquella tarde la comida fue diferente a la habitual: medio pollo, arroz con moros, ensalada, vianda, postre y refresco. Lorenzo sospechó. "¿Medio pollo para cada uno?". El guardián lo tranquilizó argumentando que habían traído tantos pollos que no cabían en las neveras, y a todos los detenidos les estaban sirviendo la misma ración. Lorenzo le creyó —o simuló creerle—: era su última cena.
Horas después, Lorenzo sintió un dolor en el pecho. Avisé al guardia. Se lo llevaron inmediatamente a la posta médica. Regresó al rato. Nos aseguró que se sentía mejor después que lo inyectaron. Estaba soñoliento. Obviamente lo drogaron. Transcurridos unos minutos, dormía otra vez con la inmovilidad de los difuntos. Recordé la noche que lo conocí. Apenas —y a penas— había pasado una semana.
Sería medianoche cuando abrieron la puerta. En el pasillo vi a seis guardias. Uno entró y despertó a Lorenzo. Se levantó aturdido. Se calzó con torpeza sus zapatos sin cordones. Me miró como preguntándome: "¿Qué ocurre?". Se lo expliqué con una mirada. Le di una palmada en el hombro, y lo vi partir a la muerte.





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2 Comments:

At 10:26 p. m., Anonymous Realpolitik said...

Si RFR se entregó de lleno al castrismo por conveniencia y oportunismo, como definitivamente hicieron muchos, el tipo no vale nada. Si era un fanático ciego que de verdad se creyó tanta mentira, era un enfermo mental. De una forma o la otra, no era una persona respetable.

 
At 5:35 p. m., Anonymous ombre said...

Fernádez Retamar resultó tener mayor vocación (o afición) por ser comisario que escritor, y cualquier talento literario que haya tenido sencillamente no compensa lo que hizo de su vida al servicio del mal. Definitivamente no estamos ante un caso como Richard Wagner o Picasso, cuya indiscutible miseria humana es opacada por el brillo de su gran legado artístico. O sea, RFR no es rescatable, por muy lamentable que parezca su "ceguera."

Probablemente, él mismo sabía que por mucho que tratara siempre sería un escritor menor, y por eso se fue con algo más prometedor y rentable, al menos a corto plazo--el plazo de su vida física en este mundo. No descarto por completo que verdaderamente creyera en la “revolución” como se puede creer hasta en la peor barbaridad, pero en ese caso no era ni inteligente ni cuerdo, y aparentemente era ambas cosas.

Cierto, no se trata de un vulgar y pedestre esbirro sin valor alguno como Abel Prieto, pero el problema es que mientras más distinción se tiene, en lo que sea, menos margen hay para traicionarla y menos perdonable es hacerlo—veáse Alicia Alonso, por ejemplo.

Y con respecto a la astucia de Guillén al evadir ensuciarse mucho con el Caso Padilla, ya era demasiado tarde para tal cautela, pue ya le había cantado loas a Stalin en su momento.

 

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