EL MES MAS CRUEL
Por Gina Montaner
Mientras escribo estas líneas Gustavo Arcos Bergnes está postrado en un hospital de La Habana. Eso dicen los cables de agencia y poco más porque resulta muy difícil seguir el precario estado de salud de un disidente cubano. Tan encerrados en la opresión que los rodea. Tan aislados del mundo. La táctica de la dictadura castrista es la de hacerlos sentir olvidados de todos. Como si en verdad nadie les dedicara un triste pensamiento. Seguro que hay días que así lo creen y sus dolencias y enfermedades trepan en sus corazones como una enredadera asfixiante.
Arcos Bergnes, uno de los pioneros del movimiento pro derechos humanos en la Cuba de los ochenta, sufre de neumonía y una grave dolencia de los riñones. Su esposa de toda la vida, Teresita Rodríguez, ha dicho que en las últimas semanas se ha ''depauperado mucho'' y aunque siempre ha sido un hombre fuerte, ahora se encuentra muy débil. Algo que su mujer le achaca a una depresión que, según ella, suele afectarle en el mes de julio.
A sus setenta y nueve años Gustavo Arcos sufre una suerte de astenia de verano. Hablamos del mismo hombre que en julio de 1953 asaltó el cuartel Moncada junto con Castro y Ramiro Valdés, quien lo rescató en aquella refriega tras recibir una herida de bala en la espalda. El mismo que, siendo ya un opositor a la dictadura que sus antiguos compañeros de armas defienden, padeció presidio político y una constante persecución por parte del régimen.
Cuando pienso en Arcos Bergnes no puedo dejar de recordar a su hermano Sebastián, cuando llegó a Miami para morir en paz y junto a su familia. El gobierno cubano le permitió salir de la cárcel aquejado de un cáncer avanzado que no recibió tratamiento médico, con el propósito de arrojarlo al exilio como un animal moribundo. Cuando lo conocí comprendí que los hermanos Arcos eran todo resistencia. Duros. Como enemigos debían ser temibles. No en balde Castro los maltrató y vejó cuando las diferencias ideológicas los alejaron. Un tercer hermano, Luis, había muerto en el desembarco del Granma. Eran valientes, incluso osados. Mejor aplastarlos, concluyó precavido el hoy anciano dictador.
Sebastián murió unas Navidades que parecieron julio por la crueldad y el dolor de su agonía. Ahora Gustavo dormita en la cama de un hospital y ya no sabemos si es el frío de diciembre o el bochorno del verano lo que le produce esa congoja infinita de la que habla su esposa de toda la vida. Me aventuro a creer que su astenia es tan vieja como la dictadura que lo ahoga. ¿Cómo no sumirse en el desánimo casi cincuenta años después de un fracasado proyecto político en el que creyó en un principio? Gustavo Arcos Bergnes ha sido un luchador incansable. Un disidente tenaz. Pero a sus casi ochenta años le duelen en los huesos las privaciones. Los barrotes. Los castigos innecesarios. El maldito silencio que lo rodea. La pregunta inevitable: ¿hay alguien allá fuera que nos escucha?
Mientras Gustavo suda la fiebre en el camastro de un hospital, quien fuera su amigo y compañero hace ya lo que parece un siglo se exhibe como una vieja vedette en cumbres con hedor a populismo rancio y folclórico. Son dos hombres de la misma edad, pero con trayectorias muy diferentes. Uno ha tenido la vida muelle de una opulencia camuflada en el verde olivo. El otro sufre las secuelas de la penuria y los actos de repudio.
Como julio es el mes más cruel para Gustavo Arcos, yo quiero dedicarle estas pocas líneas para --recordando un magnífico poema de Miguel Hernández-- hacerle llegar algodones y azucenas. Para la libertad sangras, luchas y pervives. Va por ti, Gustavo.
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