EL ÍDOLO Y LA VÍCTIMA
El ídolo y la víctima
Por Jorge Luis Arcos
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¿Cuánto costará a los cubanos normalizar tanta vivencia de lo sombrío, tanto callar, tanto mirar hacia otra parte, es decir, hacia ninguna?
Jorge Luis Arcos, Madrid
martes 22 de agosto de 2006 6:00:00
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Me imagino ahora caminando por cualquier calle de La Habana. Nada. Ni el ojo más perspicaz podría ver algo que denunciara de algún modo que el tirano se está muriendo. Otra cosa muy distinta sucedería si pudiéramos entrar en las mentes o en la intimidad de las conversaciones entre amigos o familiares. Así ha sido, después de todo, durante tanto tiempo, que el cubano se ha acostumbrado a hacer de lo invisible lo real. Y lo irreal es esa pesadilla cotidiana, ese teatro de máscaras en que se ha convertido el Estado nacional.
<---- Cubanos se bañan en el Malecón de La Habana. (AP)
Es así como el cubano vive con naturalidad lo irreal y con alucinación lo real. Como esos presos condenados a penas interminables que cuando un buen día le anuncian que van a ser puestos en libertad ya no saben qué hacer con ella, así una gran parte del pueblo de Cuba siente miedo ante lo desconocido. Se debate entre el deseo de que la pesadilla termine y el miedo a la otra pesadilla, la de la incertidumbre ante lo que sobrevendrá. Sobre todo las personas mayores, aquellas que han visto consumirse la mayor parte de sus vidas dentro de una jaula invisible pero real.
Ya lo decía Félix Varela: "la verdad más exacta es la que no se puede definir". Por eso los testimonios de diversos viajeros (sobre todo los de la llamada izquierda) yerran tanto en sus impresiones. Incluso aquellos visitantes inteligentes y no prejuiciados sólo pueden atisbar instantes, pero se pierden lo principal: la aterradora y silenciosa secuencia, que actúa muy lentamente y por acumulación. Es un terror cómplice, una aquiescencia callada, un límite invisible.
La vida, la verdadera vida está sepultada, sumergida, latente como en una catacumba abisal. En cambio, para el cubano de la Isla basta mirar un detalle, una pared desconchada, un rostro cansado y sudoroso, para que el peso íntimo y remoto (por antiguo) de toda la abrumadora secuencia se sienta como una extraña angustia, incluso como un profundo pero inexplicable estupor, un no se sabe qué. Esa vivencia es la más de las veces intransferible. Sólo los cubanos pueden compartirla incluso sin hablar, basta un gesto, una mirada, un significativo silencio, una pausa en la conversación. Acaso un ruso o un rumano me entenderían.
Ese sentimiento llega a hacerse tan reiterado que termina por suplantar cualquier otra reacción. Por eso esa frase o pregunta tan socorrida que se dice cuando alguien hace por ofuscamiento, por casualidad o por descuido cualquier acto que no esté contemplado en un guión en que todos pueden reconocerse: "¿tú estás loco?".
Es exactamente una lógica invertida pero perturbadoramente ajustada a un guión preestablecido. Pero es también un certero mecanismo de defensa, aguzado por un arte de la resistencia o de la sobrevivencia en que el cubano se ha hecho experto. Arte también en el olvido oportuno, porque tener siquiera en un instante la valentía y la lucidez de asumir toda la secuencia con sus múltiples relaciones, implicaciones y consecuencias (sobre todo de orden moral y sicológica) podría enloquecer a cualquiera.
Es terrible cuando ya con cierta edad se hace el recuento retrospectivo de la propia vida. Es la consecuencia de la relación ominosa que se establece entre el ídolo y la víctima, como escribiera María Zambrano. Relación perversa, incluso morbosa. "Todos los cubanos tenemos la mente jodida", le decía yo a un amigo. Costará mucho tratar de normalizar siquiera un poco tanta vivencia de lo sombrío, de lo imposible. Tanta dolorosa aquiescencia, tanto callar, tanto mirar hacia otra parte, es decir, hacia ninguna.
Por eso es que se entiende ese suicidio colectivo que significa irse en una balsa. Desde el más mínimo sentido común ese acto es un hecho suicida y demencial. Una huida desesperada, la única que puede intentar romper el encantamiento maldito. El cubano no viaja, huye. Y huye en primer lugar de sí mismo, de esa condición de víctima perpetua a que ha sido condenado sin saber por qué. "El pecado sin culpa, eterna pena", como escribiera Lezama. Sentirse culpable siempre de un pecado desconocido. Pero ese pecado es la vida, la vida simple, la única que realmente tenemos, siempre en el fondo inocente, que late en lo más profundo de toda humana criatura.
No se ha reparado lo suficiente en una de las posibles explicaciones de esa casi obsesiva tendencia del cubano hacia una exacerbada sexualidad y erotismo. Es que es una de las pocas regiones libres en que puede desenvolverse sin sentir miedo, sin sentirse culpable. Hago excepción aquí, lamentablemente, de los homosexuales, los cuales tuvieron durante muchos años que sumar a su sentimiento de culpa original, el pecado de la diferencia, el de las implicaciones políticas de toda índole dentro de un Estado homofóbico.
Lo mismo ocurrió con los sentimientos religiosos en un Estado que se autodenominó ateo. Autocensura, autorrepresión. El otro era el enemigo. Si eso no termina por perturbar la mente… Toda diferencia, toda diversidad, toda singularidad, fue reprimida. Porque lo que fue realmente reprimido, sepultado, fue la persona, esa misteriosa manifestación de la verdadera vida. Recuerdo una tarde de 1994, recién llegado a España desde el trauma de la vivencia más dura del llamado período especial. Un amigo gallego me llevó en su coche a pasear por los bosques y las rías gallegas. Cuando regresamos al pueblo después de unas horas de tantas vivencias sencillas pero desconocidas, no pude reprimir las lágrimas.
"¿Qué te pasa?", me preguntó. "Es la vida lo que hemos perdido", le respondí. Lo terrible sobrevino enseguida, cuando sentí realmente pánico por mi propia vida en mi país. Mi país era el infierno al que tenía que regresar. Las sombras dolientes de los grabados de Gustavo Doré a La Divina Comedia que contemplaba desde mi infancia cobraron entonces toda su avasalladora significación. Vidas —o no vidas— detenidas en su pecado (desconocido, en nuestro caso, lo cual hace el tormento más cruel) por toda la eternidad.
Al menos ese no fue el caso de Gustavo Arcos Bergnes, quien, como tantos que cumplen con un injusto castigo en las cárceles cubanas, debió morir sin el remordimiento de sentirse culpable de un pecado desconocido. El sí conoció su pecado: expresar valientemente su diferencia. Sostener con dignidad esa diferencia consumió su vida entera.
Ahora el tirano yace en una cama. El ídolo se sabe enfermo y acaso por primera vez vulnerable. Siente la inexorable cercanía de la muerte. A la postre el ídolo desaparecerá. Pero ¿y la víctima? La víctima tendrá que morir también. Habrá entonces que volver a nacer.
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