LA IGLESIA DE FIDEL CASTRO
Tomado de El Nuevo Herald.com
La Iglesia de Fidel
Por Andrés Reynaldo
A medida que Fidel Castro se va diluyendo en sus detritus físicos y mentales (una diarrea por aquí, un adolescente análisis sobre el etanol por allá), crece en mí una espeluznante pregunta: ¿cómo es que pudimos haber sucumbido por casi medio siglo a este hombre brutal, esencialmente fraudulento y tan vulgar en sus maneras como en su lógica?
La respuesta, entre otros muchos factores internos y externos, acusa una deficiencia de nuestra identidad, notable a primera vista en la debilidad de las instituciones nacionales al momento del triunfo de 1959. Así como no hubo ejército, parlamento, partidos políticos, gremios, estamento intelectual, clase empresarial ni iglesias con la voluntad y el músculo para tronchar el 10 de marzo de 1952, tampoco los hubo siete años después para evitar que el país se desbarrancara en manos de este aventurero, enfermo de sí, que lo mismo podía destruir la industria ganadera tras leerse el prólogo de un libro sobre inseminación artificial que dirigir una guerra en Africa por control remoto sin reparar en la opinión de sus generales de carrera ni medir costos económicos ni humanos. Somos aquello que nos seduce. Y a nosotros nos sedujo aquello.
Con pedazos de nuestras entrañas, sin embargo, todos hemos pagado nuestra ligereza. La saturnal trituradora del castrismo se ha nutrido por igual de ricos y pobres, beatos y comunistas, eminentes pensadores y humildes carboneros, viejos y jóvenes. La familia que no añora a un exiliado, llora a un preso político. El padre que no ha visto prostituirse a su hija, la ha visto morderse la lengua o salir a darle un acto de repudio a un vecino de toda la vida. El hogar que retuvo la prosperidad, acaso no consiguió retener la alegría. Cierto, es una dictadura sin cadáveres en la calle. Pero en sus calles sólo verás almas muertas.
( Foto tomada del sitio de la Conferencia de Obispo católicxos de Cuba. Toma de posesión de la diócesis de Pinar del Río de Monseñor Jorge Enrique Serpa )
Y las más muertas de esas almas asumen la encarnada y ridícula apariencia de los miembros de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba. Ante el paradigma de una iglesia latinoamericana que en las últimas décadas ha predicado la libertad y la dignidad del hombre con una ametralladora apuntándole la frente, nuestras eminencias tramitan la florida liturgia del acomodo romano. A lo largo de 40 años se les ha olvidado hacer misa diaria por los prisioneros de conciencia, los fusilados, los jóvenes que desaparecen en alta mar queriendo escapar a un destino sin horizonte, los católicos privados de empleo y de la posibilidad de una carrera universitaria, pero no tardan 72 horas en convocar a la oración por el restablecimiento de Fidel. Ahora, el recién estrenado Obispo de Pinar del Río, Jorge Enrique Serpa Pérez, acaba de cerrar la revista Vitral, la única voz de la Iglesia Católica que daba fe de una zozobrante independencia ante el poder y de un compromiso profundo con la realidad de la isla.
Si en el púlpito salvadoreño regado con la mártir sangre de Monseñor Oscar Arnulfo Romero el Cristo podía sonreír triunfal, no sería descabellado pensar que en el de Serpa o el Cardenal Jaime Ortega Alamino tendría que taparse las narices. Sordos al dolor de su pueblo y recalcitrantes con los sacerdotes que osan levantar su prédica contra la injusticia, la alta jerarquía católica disculpa su espectacular cobardía en la dificultad de mantener viva la fe frente a una dictadura totalitaria. Cuando se les dice que la pasividad les resta autoridad moral ante su rebaño, se nos bajan con el sermón de ganar espacio a cambio de mesura. Incapaces de imitar al Crucificado, nos quieren convencer de que saben imitar a Maquiavelo. Pretenden ignorar que vale más un vacío acusador que una presencia cómplice.
El asco rebosa el cáliz cuando aquí en Miami salen notables figuras de nuestro clero empeñándose en ponerle vaselina al mal rato. O cuando escuchamos que toda esta eucaristía de la censura se elucubra entre la Secretaría de Estado del Vaticano y la nunciatura en La Habana, a manos de dignatarios que dedican un minuto a pensar en la tragedia de Cuba mientras se dan otra capa de esmalte en las uñas de los pies. No, eminencias, ante una dictadura de cualquier signo el papel de una iglesia seguidora de Cristo no puede ser otro que la subversión por la palabra y el regenerador ejemplo del sacrificio. Así fue la iglesia que salvó a Fidel de una muerte probable en 1953, la de los estudiantes que caían ante el paredón de fusilamiento castrista gritando ''¡Viva Cristo Rey!'', la del saliente obispo pinareño José Siro González Bacallao, la del arzobispo de Santiago de Cuba, Pedro Meurice, y la de decenas de sacerdotes que sangran en carne propia la insoportable penitencia de ver a su nación destruida por una familia de vividores y cuatreros.
Haría bien Serpa en preguntarse si la suya es la iglesia del pueblo llagado por el castrismo o la iglesia que en el siglo XIX bendecía a las tropas de Valeriano Weyler; si la suya es la iglesia que en la década de 1950 daba refugio a José Antonio Echeverría o la que entregaba una hostia frívola en las fauces de Carratalá y Ríos Chaviano. Haría bien en recordar los sufrimientos que compartió con los humildes y los perseguidos durante su combativo ejercicio en Colombia, y volver a escuchar en el espejo del tiempo el desgarrador reclamo de los jóvenes colombianos que tomaban el camino de una tremebunda violencia frente a un futuro sellado por la opresión y la desesperanza. El mismo reclamo de los cubanos que buscaban en las páginas de Vitral una exigua gota de razón y verdad. Ya que les queda grande la misión de salvar almas, ¿por qué no tratan al menos de salvar la cara?
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