LAS HUELLAS MORALES DE LA REVOLUCIÓN
Las huellas morales de la Revolución
**************************
Carlos Alberto Montaner analiza las consecuencias de la ingeniería social del régimen cubano de cara a una transición futura
**************************
Por Carlos Alberto Montaner
Una república latinoamericana e hispanocatólica
En enero de 2009 se cumple medio siglo del comienzo de la Revolución comunista en Cuba. Hasta 1959, la sociedad cubana vivía dentro de las coordenadas culturales latinoamericanas, un territorio que va desde la muy europea Argentina hasta Guatemala, de raíces y costumbres indígenas. En el terreno moral, los cubanos —aunque no fueran particularmente religiosos— suscribían los valores de la vieja tradición hispanocatólica, matizados por cierta influencia africana en el terreno de las devociones.
Aunque la cubana era —como la uruguaya y la costarricense— una sociedad sin manifestaciones extremas de religiosidad, a mediados del siglo XX la inmensa mayoría de la población estaba bautizada, se decía creyente y buena parte de los grupos sociales urbanos medios y altos se educaban en escuelas católicas o protestantes. En suma, los cubanos de entonces llevaban la impronta religiosa y moral del cristianismo, con su particular valoración ética de la realidad y la hipotética sujeción a los códigos de esa tradición religiosa.
Entre los dirigentes cívicos de todas las tendencias, eran frecuentes el culto y la referencia a las revoluciones norteamericana y francesa, y las creencias políticas de los cubanos eran las de los pueblos republicanos surgidos de la Ilustración: democracia, pluripartidismo, gobierno limitado, separación de poderes, derechos naturales inalienables —incluida la propiedad privada—, constitucionalismo e igualdad y subordinación de todos al imperio de la ley. Lo demuestran las cuatro constituciones redactadas en el siglo XIX, mientras los cubanos luchaban contra España (Guáimaro, 1869; Baraguá, 1879; Jimaguayú, 1895, y La Yaya, 1897),, y las dos promulgadas tras el fin de la Colonia; todas reveladoras de valores republicanos clásicos, aunque, ya en el siglo XX, al ordenamiento convencional republicano se le fueran agregando convicciones extraídas del recetario socialdemócrata, como en la Constitución de 1940 y en los programas del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), del ABC y del Partido Ortodoxo.
El campo de las ideas económicas estaba condicionado por creencias afines. A mediados del siglo XX, pese a los constantes llamados a la “justicia social”, los cubanos eran individualistas, particularmente emprendedores y defendían la propiedad privada. Los campesinos soñaban con ser dueños de su parcela de tierra, y en las ciudades se creaban numerosas empresas y establecimientos comerciales. El historiador y geógrafo Leví Marrero[1] aseguraba que en esa época Cuba tenía el mayor número de establecimientos comerciales por millar de habitantes en todo el continente latinoamericano. Incluso los elementos más radicales, lejos de condenar el capitalismo, defendían el reparto de los latifundios para crear una masa de campesinos propietarios.
Vale la pena reproducir un breve párrafo de La historia me absolverá, el célebre discurso de Fidel Castro, donde describe la atmósfera política de aquel convulso 1952:
Os voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades, Presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podría reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos, y en el pueblo palpitaba el entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada; sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro.
Como es frecuente en todas las latitudes, este sistema de valores y creencias no siempre generaba conductas ajustadas a la ética vigente; discrepancias entre teoría y práctica que solían ser denunciadas por diversos medios. Violar ciertas reglas traía, con frecuencia, la deshonra familiar, el descrédito público, la crítica de los medios de comunicación y, a veces, el castigo en los tribunales. Existían, obviamente, todo tipo de comportamientos contrarios al discurso moral, pero merecían y obtenían el rechazo general del pueblo. Había delincuentes y trasgresores de las normas, pero eran censurados o punidos por los jueces.
La demolición del sistema de valores y creencias
Fidel Castro comprendía muy bien el tipo de sociedad en la que planeaba imponer el comunismo, así que en la Sierra Maestra, mientras luchaba contra Batista, se aferró a los símbolos cristianos (él y la mayor parte de sus oficiales llevaban al cuello cruces y medallas de la Virgen), mientras aseguraba, para conseguir el fervor popular y evitar miedos, que el objeto de la insurrección era restaurar la libertad y la Constitución de 1940.
Tan pronto llegó al poder, a una velocidad sorprendente, se fue despojando de los símbolos, rompió hostilidades con la Iglesia, confiscó los centros de enseñanza privados (casi todos católicos), renunció a las elecciones, condenó cualquier forma de diversidad política —que llamaba “divisionismo”—, y comenzó a desplazarse hacia el modelo comunista. Finalmente, el 15 de abril de 1961, declaró el carácter comunista de la Revolución (la llamó “socialista”), se confesó marxista-leninista desde su juventud y afirmó que lo sería hasta su muerte.
El cambio de rumbo, aunque sospechado por muchos y públicamente advertido por unos pocos, fue una sorpresa para la mayoría de los cubanos. La actitud de la mayoría se resume en la consigna coreada en aquellos tiempos de irresponsabilidad y radicalismo pueril: “Si Fidel es comunista, que me pongan en la lista”. Los cubanos habían abdicado de la facultad de elegir y formular ideas propias, delegando en el “Máximo Líder”.
Muy pocas personas repararon en que, más allá del cambio de sistema político y de régimen de propiedad, la sociedad cubana se enfrentaba a una sustitución de los valores, creencias y paradigmas tradicionales, los que, aunque se modificaban paulatinamente con el paso de las generaciones, como sucede en todas las sociedades sanas del planeta, habían sido la urdimbre sobre la que descansara durante siglos la convivencia cubana. El marxismo-leninismo era mucho más que una manera de administrar la sociedad y de relacionar a las personas con el Estado: proponía e imponía una visión diferente y contraria a los valores de los pueblos fundados en la variante hispanocatólica del cristianismo; era el rechazo de la democracia y de los fundamentos republicanos traídos por la Ilustración; la negación de las creencias en que se sostenía la economía de mercado, y la demonización de la mayor virtud del sistema económico: el individualismo emprendedor.
La Revolución notificó a los cubanos las claves básicas de la nueva doctrina:
· Las creencias religiosas eran sólo supersticiones segregadas durante la larga etapa arcaica del desarrollo humano, producto de las relaciones de propiedad.
· El diseño republicano servía de pretexto para garantizar los privilegios de la clase dirigente y de la burguesía. En adelante, la autoridad se concentraría en el Partido Comunista, gloriosa vanguardia de la clase trabajadora, motor de la historia.
· Quedaba abolida la economía de mercado, sistema de explotación basado en la apropiación fraudulenta de la plusvalía generada por los esfuerzos de los trabajadores.
· Los cubanos emprendedores no eran héroes civiles sino parásitos. Sus iniciativas egoístas serían reemplazadas por la solidaria creatividad del Partido.
La Revolución se proponía cambiar la antigua e injusta sociedad cubana creando un nuevo orden social basado en las teorías “científicas” de Marx y Lenin. ¿Cómo? La respuesta ya la habían anticipado los franceses a fines del siglo XVIII: mediante el terror revolucionario. Los pueblos obedecen por medio de castigos e intimidaciones, así que se crearon grupos de delatores en todas las calles, empresas e instituciones; la prensa —ya oficial— denigraba o ridiculizaba a las personas que no aceptaran el nuevo discurso; mediante juicios sumarios, los tribunales revolucionarios enviaron a las cárceles a decenas de miles de opositores, y el pelotón de fusilamiento comenzó a funcionar incesantemente. El Gobierno hacía las reglas, manejaba a los jueces, controlaba los medios de comunicación, dirigía minuciosamente la vida de los ciudadanos e, incluso, daba (o quitaba) puestos de trabajo y alimentos regulados por la libreta de abastecimiento.
Pero también había premios. Los cubanos descubrieron que, si se plegaban totalmente a los dictados de los nuevos dirigentes y cooperaban en la instauración y sostenimiento de la dictadura comunista, podían mantener, hasta cierto punto, sus formas de vida, u obtener recompensas materiales: mejores trabajos, viviendas, autos, becas en el extranjero, y acceso a distintos privilegios asignados por “méritos revolucionarios”. Había, también, una rara recompensa emocional: el desempeño de las tareas revolucionarias generaba una gratificante sensación de poderío. De alguna manera, el sistema funcionaba como una gigantesca caja de Skinner que dispensaba refuerzos positivos y negativos para modular el comportamiento de las personas hasta hacerlas aceptar el catecismo de la secta que había ocupado el poder a sangre y fuego.
No obstante, como era inevitable, había una amplia capa de la sociedad que mostraba cierta resistencia a admitir los nuevos valores y creencias impuestos. La Revolución se proponía crear “hombres nuevos” —fantasía recurrente del Che Guevara aprendida en los escritos de Marx—, pero en lo que surgía esa ansiada criatura, algo había que hacer con los hombres viejos que no estaban dispuestos a admitir de buen grado los experimentos de ingeniería social. Con los tercos sobrevivientes del antiguo régimen que se empeñaban en sus creencias religiosas o formas de vida que escapaban del estricto modelo recetado por los comunistas. Con los homosexuales y lesbianas, cuyas desviaciones se debían a la podrida moral burguesa prerrevolucionaria; con los amantes del rock-and-roll y del jazz; con los lectores de literatura decadente, o, simplemente, con quienes llevaban el cabello o la ropa de acuerdo a estilos diferentes a los cánones de la corrección estética y moral recetados por los comisarios. ¿Cómo curarlos de esas “conductas antisociales”? Mediante campos de reeducación en los que el trabajo agrícola más despiadado y militares de mano dura los redimirían de sus pecados originales.
Esta modificación de los valores, principios y creencias tenía como objetivo conquistar el cielo sobre la Tierra, el mítico paraíso del proletariado, mejorando radicalmente las condiciones de vida de las personas. Pese a carecer de la menor experiencia, los nuevos dirigentes no tenían dudas sobre cómo hacerlo. Estaba escrito en los textos marxistas: tan pronto desapareciera la propiedad privada, y con ella la codicia y la búsqueda de las ventajas individuales, y en el momento en que la producción fuera científicamente planificada y la plusvalía se reinvirtiera para beneficio de todos, la riqueza general aumentaría exponencialmente y los cubanos accederían a un tipo de sociedad superior e infinitamente más próspera e igualitaria en la que la calidad moral de los individuos y el amor al prójimo aumentarían de forma dramática. ¿No había asegurado Marx que una sociedad poblada de hombres nuevos en algún momento resultaría tan perfecta que ni siquiera serían necesarias las leyes y los tribunales? ¿No estaban la URSS y el Campo Socialista dispuestos a brindar su apoyo e intercambio comercial justo? ¿Qué importaba el dolor de las ovejas descarriadas si, a cambio del terror revolucionario, llegaría, eventualmente, un mundo maravilloso para todos?
Las consecuencias de la ingeniería social comunista
Pero no sucedió nada de eso. Desde el principio, comenzó a hundirse aceleradamente el aparato productivo del país y la realidad desmintió la hipótesis del Gobierno. El comunismo empobrecía radicalmente y de forma creciente a la inmensa mayoría de los cubanos, sólo que no se podía manifestar: quien lo hiciera era castigado con la mayor severidad. Los cubanos descubrieron pronto que el Gobierno era una máquina implacable dedicada a ocultar la realidad, sustituyéndola por una visión edulcorada, obra de un aparato propagandístico que recordaba la atmósfera orwelliana de 1984.
El Gobierno era dueño del presente, y quien lo contradijera era calificado como “contrarrevolucionario”; pero también lo era de la interpretación del pasado. Llamaba “revisionistas” a quienes se opusieran a sus interpretaciones de la historia; barría y proscribía las tradiciones (Navidad, Reyes Magos, fiestas patronales), y quienes se atrevían a cuestionar sus dudosos vaticinios sobre el futuro eran “derrotistas y agentes del imperialismo”. A los cubanos sólo les correspondía asentir y obedecer, y debían hacerlo con gran entusiasmo, a riesgo de incurrir en “apatía revolucionaria”. Como en los carteles del realismo socialista, había que mirar al sol con el puño desafiante en alto y una sonrisa en los labios.
Y ¿qué sucedió ante este brutal asalto a la razón? Lo mismo que en todas las sociedades totalitarias: la mentira se instaló en el centro de la convivencia y todos los comportamientos comenzaron a ajustarse a esa ominosa presencia.
Los cubanos sintieron que vivían en un vacío histórico. El pasado nacional era una sucesión de felonías. La concepción trascendente del hombre y de la existencia, hasta entonces suscrita por la sociedad, era un disparate conceptual. El único amparo, la única seña de identidad permitida, era la Revolución salvadora según la describía Fidel Castro, caudillo único e infalible, en sus interminables discursos.
¿Aceptaron los cubanos esta reinterpretación de la realidad? En modo alguno. Comenzaron a mentir y a ocultar sus verdaderos sentimientos. Era una estrategia para sobrevivir. Pero mentir no es emocionalmente confortable. Obsérvese la enérgica reacción del organismo cuando mentimos: cambia el tono de voz, nos sudan las manos, el corazón se acelera. Es tal la incomodidad que provoca la mentira, que un psicólogo como Carl Rogers ha explicado el origen de las neurosis como resultado de las disonancias continuadas entre lo que se cree y lo que se dice o hace. Eso contribuye quizás a explicar el altísimo nivel de suicidios entre los cubanos o el difuso malestar que confiesan muchos: el malestar que provoca vivir en medio de una permanente hipocresía.
Pero la mentira, además, tiene también graves consecuencias materiales: los informes económicos, en Cuba y en todos los países socialistas, no se ajustaban a la verdad sino a las demandas de los planificadores. El Gobierno asignaba unas metas inaccesibles, y quienes debían cumplirlas se limitaban a inflar sus informes. En el papel, la economía cubana crecía a ritmo de marcha triunfal; en realidad, las condiciones materiales de vida retrocedían escandalosamente.
Por otra parte, en el seno de la sociedad se producía una inesperada paradoja: mientras el Estado predicaba el igualitarismo y las supuestas virtudes de la propiedad colectiva, las personas desarrollaban el más feroz individualismo y rechazaban la noción del bien común, cumpliéndose el viejo adagio que ya insinuaba Aristóteles: donde todo es de todos, nada es de nadie y no hay quien cuide la propiedad colectiva. Basta pasear por las ciudades cubanas para comprobarlo.
¿Dónde y cuándo se aprendía a mentir? Ello ocurría en el seno de la familia. Los padres se convirtieron en agentes de la mentira. Adiestraban a sus hijos para simular y “no meterse en problemas”. Lo natural era mentir.
Como parte del abandono de “la vieja moral burguesa”, las iglesias casi se quedaron sin feligreses. Muchos creyentes, súbitamente, abandonaron y negaron su fe.
Pero el régimen exigía mucho más que la aquiescencia intelectual. Demandaba una participación activa: había que acudir a las grandes concentraciones a corear consignas políticas, vincularse a los organismos de masas y estar siempre atentos contra cualquier desafección o crítica. La delación se convirtió en virtud, y los delatores, en héroes. En las escuelas se relataban historias ejemplarizantes de hijos que habían delatado a sus padres contrarrevolucionarios. Se desataron los pogromos, los “actos de repudio”[2], para castigar a los disidentes e intimidar al resto de la población.
El trueque de valores no se hizo esperar. Antes de la Revolución, en el plano teórico, la tolerancia y el pluralismo ideológico eran algo positivo. Ahora, lo revolucionario era la intransigencia y la violencia frente a cualquier debilidad o desviación del pensamiento único.
Esta nueva actitud estremeció los fundamentos de la familia y de la amistad. El Gobierno exigió que se retirara el saludo a los familiares que se marcharan del país o que fueran desafectos a la Revolución. Decenas de miles de cubanos interrumpieron sus comunicaciones con familiares y amigos exiliados. Los nexos filiales se subordinaron a la ideología. La única lealtad posible era a la Revolución.
Una de las consecuencias de este áspero clima de delación, amenazas, confrontación y rechazo fue el surgimiento de una profunda desconfianza en el otro. Como nadie sabía quién espiaba y delataba, todos eran sospechosos. Esa actitud debilitaba los lazos de solidaridad entre las personas y la presunción de decencia en el otro. El desconocido es siempre un probable canalla hasta que demuestre su inocencia.
Para debilitar los lazos familiares y conseguir una mayor influencia moral y política sobre los jóvenes, el gobierno creó las escuelas en el campo. Muchos adolescentes, liberados de la autoridad paterna, tuvieron relaciones sexuales precoces, en un clima de promiscuidad, con compañeros y profesores.
Tal vez por esa razón, y por las facilidades y gratuidad del aborto, Cuba es hoy uno de los países del mundo con mayor índice de divorcios —cuesta unos cinco dólares y el trámite se realiza en pocos días—, y tiene el mayor número de abortos por habitante. Desde hace mucho, los obstetras realizan más abortos que partos. Lo cual explica que Cuba, triste destino del turismo sexual, tenga el menor índice de fertilidad de América Latina[3].
Ese altísimo número de matrimonios disueltos ha generado muchos hogares monoparentales, generalmente encabezados por la madre, a cuya economía familiar el padre ausente, cuando puede, contribuye muy poco, entre otras razones, porque recibe un salario promedio equivalente a quince dólares mensuales.
Esa pobreza sin esperanzas en la que viven las nueve décimas partes de la población cubana, agravada por las prohibiciones absurdas y por la persecución y ridiculización de cualquier actividad privada (los despectivos “merolicos y macetas”), más las carencias de una sociedad mal abastecida, ha provocado el desarrollo de un vasto y difuso mercado negro en el que participan todos. Para sobrevivir, los cubanos violan las leyes día tras día. Unos roban o adquieren ilegalmente las mercancías, los otros las compran clandestinamente.
Prevalece en el país una especie de exoneración de culpas por disponer de la propiedad ajena, actitud que acaso se fomentó desde los primeros tiempos de la Revolución, cuando el Estado cubano se apoderó violentamente de las propiedades de los empresarios sin abonarles su valor y sin tener en cuenta que, en la mayor parte de los casos, habían sido conseguidas tras prolongadísimos y legítimos esfuerzos. Si el Estado no tomaba en cuenta los derechos de propiedad de los individuos, ¿cómo y por qué los individuos debían respetar los derechos de propiedad del Estado? Esa es la ley no escrita de la selva socialista.
Curiosamente, ese comportamiento generalizado de saquear sin miramientos el patrimonio común va acompañado de una grave secuela dejada por la prédica del igualitarismo: la envidia al que ha alcanzado mejores formas de vida. Como el régimen, durante décadas (hasta el discurso de Raúl Castro en julio de 2008), ha sostenido como dogma las virtudes de la igualdad y de la austeridad, los cubanos rechazan, censuran y (a veces) denuncian confusamente a los que exhiben síntomas externos de riqueza, aunque, simultáneamente, deseen esos bienes.
Es cierto que algunos de los rasgos y comportamientos anteriores están parcialmente presentes en muchas sociedades occidentales (disminución de la fe religiosa, relajación de las costumbres sexuales, debilitamiento de la familia), pero en las sociedades no totalitarias esa evolución ha sido espontánea, libre decisión de sus miembros, o por influencias externas que marcan cambios en las tendencias, pero nunca por imposición, violenta y arbitraria, de líderes iluminados.
Retrato del “hombre nuevo” ante el cambio
Como consecuencia de la bancarrota material y moral del marxismo-leninismo, Cuba está, otra vez, a las puertas de un cambio. Después de medio siglo de fallida ingeniería social comunista, y tras la desaparición del bloque socialista, prácticamente nadie en la Isla —incluida la cúpula dirigente, con la terca excepción de Fidel Castro— cree en las virtudes del colectivismo, la economía planificada y las ventajas del monopartidismo. Cuba, sencillamente, no puede seguir siendo la excepción comunista en un mundo en el que esa opción dejó de ser creíble y viable, lo que nos obliga a una pregunta: ¿qué valores, creencias y actitudes forman parte hoy de la sociedad cubana?
Como regla general, los mismos de cualquier pueblo largo tiempo sacudido por la experiencia totalitaria, aunque, lógicamente, trenzados en torno a la idiosincrasia nacional. ¿Cómo eran los sobrevivientes de la aventura comunista en Hungría y en Polonia, en Rusia o en la República Checa? (Digo eran porque ya existe una primera generación poscomunista, y la experiencia de vivir en libertad los va separando de la cosmovisión de sus padres).
En general, salvo el pequeño segmento de disidentes y opositores demócratas al comunismo, eran personas desconfiadas, políticamente más inclinadas a la indiferencia que al entusiasmo, frígidas ante cualquier proposición ideológica, deslumbradas por las muestras de riqueza material provenientes de Occidente, pero escépticas ante los fundamentos morales que las justificaban. ¿No había explicado Marx que la acumulación de riqueza dentro del capitalismo es siempre la muestra de anteriores atropellos y crímenes? Que el sistema comunista se hundiera, no quería decir que todas las ideas marxistas desaparecieran en el cataclismo.
La sociedad que abandona el comunismo estaba mayoritariamente formada por personas convencidas de las desastrosas consecuencias de esa dictadura, lo que no las hacía, necesariamente, amantes de la libertad, la democracia y el pluralismo. Antes del cambio de régimen, se quejaban del desabastecimiento crónico generado por los planificadores, pero tampoco creían en el mercado, suspicacia que se confirmó cuando el paso de un sistema a otro les trajo, provisionalmente, una reducción de la capacidad de consumo, superada cuando se asentó la nueva economía. Las víctimas del marxismo habían anidado un profundo instinto individualista que los alejaba del colectivismo comunista, aunque sin desarrollar paralelamente el sentido de la responsabilidad personal propio de los pueblos en los que la producción corresponde a la sociedad civil. Al fin y al cabo, hasta ese momento sus vidas dependían de otros y se habían acostumbrado a esa minusvalía incómoda pero segura. El Estado comunista les proporcionaba una existencia opaca y miserable, pero al menos no había que luchar por ella.
Escollos morales para una nueva sociedad
Cuando los cubanos se asomen al poscomunismo van a tener que enfrentarse a sus propias taras y contradicciones psicológicas. La primera tarea es la administración de la libertad. Como se irá —afortunadamente, no hay otra opción— a un régimen democrático basado en la existencia de propiedad privada, descubrirán que ello conlleva una constante toma de decisiones personales sin interferencias del Estado. Ser libre es tomar decisiones sin intervenciones ni cortapisas externas. Mientras más decisiones puedan tomar los individuos, más libre será su sociedad. Hasta ahora, el Estado ha dicho a los cubanos qué pensar, creer y hacer en prácticamente todos los ámbitos. De pronto, se verán forzados a tomar decisiones. Nada sencillo, porque tendrán que decidir dentro de una trama de relaciones personales basadas en la suspicacia y el descreimiento.
Ese cubano formado en el comunismo ignora que la economía de mercado y los regímenes democráticos están basados, idealmente, en la verdad, la transparencia, la confianza y el responsable cumplimiento de los compromisos. Abunda, desde luego, gente que miente, hace trampas e incumple sus acuerdos; pero, dados los valores predominantes, universalmente compartidos, esos comportamientos son perversos, merecen ser censurados y sólo los practica una minoría repudiada socialmente.
Pero hay más inconvenientes: en las democracias modernas, la sociedad civil es la que manda sobre el aparato de funcionarios y gobernantes. En ellas, un mandatario es un “mandado”, alguien que ha recibido un mandato del pueblo para llevar a cabo ciertas tareas que deben ajustarse a las leyes vigentes. Los funcionarios, electos o designados, no pueden hacer otra cosa que lo que las leyes indican. Son “servidores públicos” del ciudadano que les paga con sus impuestos.
En las sociedades comunistas ocurre exactamente lo opuesto: la persona es un pelele en manos de la burocracia. Es un “súbdito”, alguien que le debe obediencia total a su superior. No hay que darle explicaciones. El comisario político ordena y no tiene que sujetarse a las leyes, pues se subordina a lo que dicta el Partido. Por ello, una de las grandes transformaciones morales del poscomunismo es la conversión de los súbditos en ciudadanos, pasar de siervos del Gobierno a amos del Gobierno.
La historia de lo ocurrido en lo que fue el bloque comunista tras la llegada de la libertad demuestra que éste es un proceso lento y confuso. Al cambiar las relaciones de propiedad —algo de razón llevaba Marx— se transforman paulatinamente las conductas, la percepción sobre los bienes ajenos, ya sean públicos o privados: “yo no debo tomar lo que no es mío porque no acepto que otros tomen lo que me pertenece”. Si la pobreza provocada por el colectivismo proscribe dar y compartir generosamente, la acumulación de excedentes en manos privadas, propia de la enérgica productividad capitalista, incrementa los impulsos altruistas de las personas.
Con la confianza hacia el otro sucede algo parecido: como el Estado no hurga en la vida de los ciudadanos, ni denigra, encarcela o castiga arbitrariamente; ni demanda la colaboración policíaca de la sociedad, las personas van restaurando la confianza en el prójimo. Sin embargo, la erradicación total de la hipocresía y del doble lenguaje no se observa hasta la siguiente generación, cuando los jóvenes, que han vivido siempre en libertad, se expresan sin miedo a las represalias.
No obstante, es irreal esperar que la futura transición hacia la democracia restaure los valores, creencias y actitudes que existían antes de la Revolución comunista comenzada en 1959. La fe religiosa, por ejemplo, jamás volverá a tener el vigor que entonces poseía. Seguramente habrá una mayor afluencia de personas hacia las diversas “denominaciones” cristianas, pero el medio siglo de comunismo, de ateísmo doctrinal y de alejamiento de las tradiciones religiosas, seguramente dejarán una huella permanente. Cuba no volverá a ser una nación mayoritariamente hispanocatólica, aunque una minoría importante mantenga su fe.
Las relajadas prácticas sexuales tampoco serán morigeradas, pero seguramente una conducción más razonable y eficiente de la economía reducirá el porcentaje de prostitución y vicios generados por la pobreza, barreras morales muy débiles y falta de oportunidades. La existencia de muchas prostitutas con formación profesional, algo insólito en América Latina, demuestra esa trágica falencia.
Más posibilidades de restauración tiene el Estado de derecho, dentro de la modalidad republicana, tal como lo conocemos en Occidente. Ese modelo institucional —el de Locke y Montesquieu, el de toda América y la Unión Europea—, fundado en el equilibrio de poderes, la responsabilidad y el acatamiento voluntario de la ley, fue el que falló en 1959[4]. No obstante, ciertas reacciones psicológicas negativas presentes en la primera generación poscomunista también poseen un ángulo risueño: esa criatura desconfiada con el sistema, cínica y sin capacidad de entusiasmarse con ninguna fórmula política, no es dada a aventuras violentas ni a alistarse en las filas de un nuevo caudillo. Eso lo convierte en un agente social más tranquilo y ponderado.
¿Cuándo se afianzará la fe en el sistema democrático y en la libertad económica? Si los cubanos logran ver de forma creciente los buenos frutos de la transición, la fe en el sistema democrático y en la libertad económica se afianzará relativamente rápido. Las heridas comenzarán a cerrarse y una nueva tabla de valores y actitudes predominará entre los cubanos. Con el tiempo, irán descubriendo la relación que existe entre el predominio de ciertos valores y formas de comportamiento, y el desarrollo económico, la paz y la prosperidad. Todos los países de Europa del Este lo han experimentado. Cuba no será una excepción.
[1] Marrero, Leví; Cuba, economía y sociedad; Editorial Playor, Madrid, 1975. También en su ensayo “El milagro cubano” y en el prólogo a la edición de 1966, ya en el exilio, de su popular (y rigurosa) Geografía de Cuba.
[2] Las turbas de linchamiento para intimidar al adversario y al que pensaba de manera diferente fue una técnica utilizada por Fidel Castro desde la lucha contra Batista, cuando organizó a sus partidarios para que asaltaran las casas de los líderes de su antiguo partido (Ortodoxo) que buscaban salir de Batista por vía electoral, mientras que él defendía la insurreccional. Tras la instauración del gobierno comunista, los actos de repudio se usaron esporádicamente hasta 1980, cuando se convirtió en una política de Estado. Desde entonces, se han utilizado centenares de veces contra los demócratas de la oposición.
[3] Ernesto Roque, en el artículo “Los divorcios en Cuba” (Cubanet , 13 de agosto, 2004), revelaba que, en 1999, por cada cien matrimonios legales se produjeron 69 divorcios. Adolfo Castañeda, en la web Cuba Católica (11 de mayo, 2007), asegura que por cada nacimiento se practican tres abortos en la Isla.
[4] Una de las razones del triunfo del comunismo en Cuba es que la clase política anterior solía ignorar las leyes del país, provocando el descrédito en el sistema y la esperanza de que un líder honorable y revolucionarios audaces salvarían al país. No obstante, es esa forma de relación la que se practica en todo Occidente. No existe otra opción disponible.
Página de inicio: 171 ( 9 páginas )
Descargar PDF [102,94 kB]
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home