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Porque el terror religioso es desatado por fanáticos cuya meta es nada menos que la destrucción total de sus adversarios.
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Por Alfredo M. Cepero
Director de www.lanuevanacion.com
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11-15-2015
El pasado viernes 13 de noviembre el mundo tuvo un recordatorio truculento y aterrador de que los seres humanos somos incapaces de convivir en paz. Una decena de musulmanes fanáticos lanzaron un ataque terrorista contra seis lugares emblemáticos de la capital de Francia. En el momento en que escribo estas líneas no existe una cuenta precisa ni definitiva de las bajas ocasionadas por estos bárbaros sobre una población inocente y pacífica. El domingo 15 de noviembre las autoridades francesas situaban la cifra en 140 muertos y un doble número de heridos; pero advertían que las estadísticas estaban destinadas a aumentar cuando terminaran las labores de limpieza de escombros ensangrentados y de cadáveres mutilados.
Francia, por otra parte, no es extraña a la violencia ni al terrorismo. Desde finales del Siglo XVIII los franceses se han estado matando unos a otros por motivos principalmente políticos. En los años turbulentos de la Revolución Francesa, el irónicamente llamado Comité de Salvación Pública fue ocupado por los Jacobinos, enemigos jurados de la facción política de los Girondinos. Al igual que los monstruos que martirizan a Cuba, Robespierre, el líder más poderoso de los Jacobinos, sostenía que el arma más poderosa de la revolución era sembrar el miedo entre sus opositores. Fue así como implantó una serie de medidas, las cuales terminaban siempre en la guillotina, que han sido bautizadas históricamente como el Reino del Terror y que se extendieron desde junio de 1793 hasta julio de 1794. Pero como el que "a hierro mata, a hierro muere", en ese año y en ese mismo mes, Robespierre y sus
seguidores fueron ejecutados en la misma guillotina en la que habían dado muerte a sus adversarios.
Andando el tiempo, en los cien años del Siglo XX, entre 1904 y 2000, Francia sufrió 53 ataques terroristas, la mayoría de ellos ocasionando dos o tres muertos como promedio en cada uno de ellos. El mayor causó 28 muertes el 18 de junio de 1961. En ominoso contraste, en sólo quince años de este Siglo XXI, Francia ha sufrido 15 ataques terroristas, con este último del 13 de noviembre arrojando una cifra superior a la totalidad de los muertos por terrorismo durante todo el Siglo XX. Como hemos visto, la intensidad y la frecuencia de estos ataques han aumentado en los últimos años. Pero lo más digno de preocupación es la motivación de los mismos. Del antagonismo político de los ataques del Siglo XX hemos pasado al fanatismo religioso del Siglo XXI.
Ya no se trata de una disputa por el poder político sino de una guerra a muerte por la transformación total y el control absoluto de una cultura y de una sociedad. Porque el terror religioso es desatado por fanáticos cuya meta es nada menos que la destrucción total de sus adversarios. Y este fanatismo es un caso de extrema locura para la que no existe ni tratamiento ni cura. El loco ordinario puede ser sedado para que funcione con cierta regularidad en la sociedad y para que el resto de la comunidad lo tolere. El fanático religioso es un loco incurable que demanda obediencia ciega y, en caso de no lograrla, procede a la destrucción de quienes no compartan o se sometan a su locura. Se propone nada menos que convertir al mundo en un manicomio administrado por los propios locos. Por eso con ellos no puede haber razonamiento, negociación, ni apaciguamiento. Hay que arrancarlos de raíz como se hace con la mala hierba.
Esa es precisamente la locura que trataron de imponer en París el pasado 13 de noviembre los terroristas islámicos apagando la luz de la concordia civilizada en la cautivadora Ciudad de las Luces. Una ciudad que, a pesar de la petulancia de sus habitantes en su trato a los visitantes, fue durante muchos años la admiración del mundo. Yo la visité hace treinta años y quedé cautivado por el derroche de arte del Louvre, los tesoros históricos de Versalles y la majestad de Los Inválidos, lugar de reposo de aquel hombre pequeño e inquieto que creó su propio imperio y cambio el mapa de la Europa de su tiempo.
Sin embargo, el París de los últimos 15 años ha sufrido un cambio radical y dramático. La invasión silenciosa pero constante de los habitantes de las antiguas colonias francesas en África, en su mayoría musulmanes, ha cambiado la homogeneidad cultural de su población, impactado sus hábitos de vida, alterado las relaciones de sus residentes en asuntos de religión y hasta redefinido el mapa de los barrios de la ciudad. Al extremo, de que la policía francesa se nuestra renuente a entrar en los barrios de mayoría musulmana.
Por eso los atentados de la semana pasada no debieron de haber sorprendido a esta policía, que ha dicho haber carecido de indicios previos a los mismos. Les debió haber bastado con la masacre del 7 de enero de este año contra el semanario satírico Charlie Hebdo, cuando dos hombres enmascarados y armados con rifles de asalto y otras armas entraron en las oficinas de dicho semanario. Los terroristas
dispararon hasta 50 tiros, matando a 11 personas e hiriendo a otros 11 y gritando «Al·lahu-àkbar» (‘Dios
es [el] más grande’) durante el ataque. Pero, hasta hace muy poco tiempo, los europeos pensaban que el terrorismo era una maldición limitada a los norteamericanos. Ahora parecen haber despertado.
La muestra la tenemos en las medidas drásticas y el enérgico discurso del presidente francés a sólo dos horas de la masacre. Francois Hollande sacó el ejército a la calle, ordenó el inmediato cierre de las fronteras y dijo que Francia llevaría a cabo "una guerra sin compasión" contra quienes se proponen aterrorizarla. En otra parte de su discurso manifestó: "Es un acto de guerra que ha sido cometido por el ISIS contra los valores que defendemos… Los terroristas han declarado la guerra a Francia… La guerra que debemos librar es total. Nuestro país no debe ceder. Debe actuar con determinación, con fuerza. Superaremos esta prueba con sangre fría y determinación. Nuestra política exterior debe incluir el hecho de que estamos en guerra".
¡Qué contraste con el diletante, apaciguador en jefe y pacifista fanático que la izquierda vitriólica y la chusma norteamericana ha enviado dos veces a la Casa Blanca! Un hombre que, cuando sus organismos de seguridad le advirtieron sobre el resurgimiento del terrorismo islámico, comparó al ISIS con un equipo deportivo de "junior varsity", que se negó a armar a la oposición democrática a Bashar al-Assad, que ha dado luz verde a su amigo Putin para que se trague parte del territorio ucraniano, que ha abandonado a Israel en la lucha por su supervivencia frente a los fanáticos clérigos iraníes y, con todo esto, sembrado la desconfianza y la incertidumbre entre los miembros de la OTAN. Este hombre ha convertido a los Estados Unidos en el hazmerreir del mundo. Y eso es muy peligroso porque los ha dejado sin aliados y los ha hecho más vulnerables al ataque de sus enemigos.
Pero desde su discurso del 4 de junio del 2009 en El Cairo ya Barack Obama había mostrado sus verdaderas plumas. Sus apologistas en la prensa arrodillada lo compararon con el discurso de John Kennedy en el Berlín de 1963. Yo lo comparo con la rendiciones incondicionales de Chamberlain ante Hitler y de Jimmy Carter ante los clérigos iraníes. En El Cairo, el aspirante a Mesías dijo: "La relación entre Islam y Occidente incluye siglos de coexistencia, pero también de conflictos y guerras religiosas. Más recientemente, el colonialismo, que negó derechos y oportunidades a muchos musulmanes, y la guerra fría, durante la que los países de mayoría musulmana fueron tratados como comparsas sin tener en cuenta sus aspiraciones, han contribuido a alimentar dicha tensión".
Pero lo que pareció ser un adelanto de su reciente regalo de 150,000 millones de dólares y de su consentimiento para que Irán consolide su arsenal nuclear fue cuando dijo: "Ninguna nación por sí sola debe decidir que naciones poseen armas nucleares". El problema es que los jihadistas y los iraníes que desfilaron a principios de año con lemas y pancartas describiendo a los Estados Unidos y a Barack Obama como sus enemigos no están satisfechos con esta rendición parcial. Su objetivo es una rendición incondicional y total. Borrar de la faz de la Tierra todo vestigio de civilización que no acepte incondicionalmente los preceptos inhumanos y las costumbres atávicas del Islam.
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