EMIGRAR AL PATIBULO
Emigrar al patíbulo
Un testimonio de las últimas horas de Lorenzo Enrique Copello, el último fusilado del castrismo.
por RICARDO GONZáLEZ ALFONSO, La Habana
Convivir en un calabozo con un condenado a muerte es intrincarse en el laberinto de una vida ajena, que comienza a pertenecernos, a dolernos.
Lorenzo Enrique Copello, fusilado el 11 de abril de 2003.
Cuando abrieron la puerta de la celda tapiada y vi por primera vez a Lorenzo Enrique Copello Castillo, no imaginé que lo fusilarían en una semana, tras uno de esos juicios sumarísimos de la primavera de 2003.
Lorenzo era un negro de treinta y tantos años, de buen aspecto, que caminaba cojo por la golpiza que le propinaron cuando lo arrestaron en el Puerto del Mariel, al oeste de La Habana. Los zapatos negros y sin cordones tenían marcas de salitre, y sus ojos reflejaban la extenuación de los náufragos, de esos que aún huelen a mar.
Nos saludó con una sonrisa doble: la de sus labios y la de sus ojos. Se acostó, y al instante dormía con la inmovilidad de los difuntos.
Mis compañeros de celda —el chino, un joven acusado de vender drogas, y un muchacho condenado por asesinato e involucrado en un tráfico de emigrantes— nos sentimos desilusionados. Nos sabíamos de memoria nuestras respectivas historias o leyendas y esperábamos del recién llegado una de estreno. En los calabozos de Villa Marista, sede nacional de la Seguridad del Estado, no hay espacio para caminar; y la única opción, entre interrogatorio e interrogatorio, es conversar sobre cualquier tema, para no pensar.
Por la mañana, descubrimos que Lorenzo era un criollazo. Nos relató, como quien cuenta una película, que a medianoche abordó con varios amigos y amigas la lancha Baraguá, una de esas que cruzan con pasajeros la bahía habanera. El grupo de piratas debutantes llevaba oculto en sus mochilas recipientes con combustible; y, además, contaban con un arsenal de desconsuelo: un revólver y un cuchillo. Lorenzo apoyaba su narración con mímica teatral. "Llegué hasta la cabina y disparé dos veces. Una contra la proa y otra al mar. Entonces grité: '¡Esto se jodió, nos vamos pa' Miami!'".
Al principio todo resultó a pedir de sueños. Entre los pasajeros habían dos extranjeras —magníficas piezas de cambio— acompañadas por un par de Rastafaris. En total, tenían una treintena de rehenes. La Bahía de La Habana quedaba atrás, y la embarcación se adentraba en el anchísimo Estrecho de la Florida.
Lorenzo cerró los ojos para disfrutar mejor de sus palabras. "Oigan, ya nos veíamos en las costas de Cayo Hueso enseñando unos carteles que habíamos hecho con frases contra el comunismo, para que los americanos nos dieran asilo político". Lorenzo sonrió, como un chiquillo que recuerda una travesura. Al abrir los ojos, despertó de su aventura onírica. Su expresión se transformó en la de un adulto en peligro.
Nos contó, siempre auxiliándose con su gestualidad criolla, cómo el mar —un mar histérico— cambió de humor repentinamente. Imaginé las olas como cascadas continuas, la lancha a la deriva, a merced de ascensos y descensos bruscos y constantes. Vi en el rostro del negro el terror que sintieron aquellos cachorros de mar —secuestradores y rehenes— al saber que en esa situación de espanto se había agotado el combustible, incluido el de reserva.
Un guardacostas cubano se aproximó. A través de un megáfono uno de los guardafronteras los conminó a entregarse. "Pero nosotros, de eso nada. Respondí a gritos que teníamos a dos extranjeras. Que nos dieran combustible o la cosa iba a terminar mal".
Llegaron a un acuerdo. El guardacostas remolcaría a la Baraguá hasta el Puerto del Mariel. Allí le proporcionarían lo necesario para llegar a Estados Unidos, a cambio de que no lastimaran a los rehenes.
Lorenzo intentó esgrimir una sonrisa de consuelo, pero, errático, emitió un suspiro triste. "Era una trampa. Muy cerca del muelle, un hombre rana del Ministerio del Interior le hizo una seña a las extranjeras para que se lanzaran al agua. Una de ellas se tiró. Traté de impedir que la otra hiciera lo mismo, pero un pasajero —después supe que era un militar vestido de civil— me empujó, caí al mar y perdí el arma. Varios hombres ranas me atraparon. En el agua comenzaron a golpearme. Continuaron en el muelle. Mis compañeros también estaban dominados".
"La cosa fue grande. Vino hasta Fidel. Nos dijo que si nos hubiéramos ido, dentro de unos años hubiéramos querido regresar".
Lorenzo movió la cabeza seguro de su negativa. "¡Qué va! Yo hubiera hecho como mi padre, que se pasó la mitad de la vida preso; pero en el 80, cuando lo del Mariel, se fue a Estados Unidos, se cambió el nombre, estudió y se hizo ingeniero. Sí, yo iba a hacer lo mismo. Después reclamaría a Muñe, mi mujer actual; y a Rorro, mi hija, que es del primer matrimonio".
Muñe —apócope de muñeca— vendía pizzas en su casa. Lorenzo la describía como una Venus de Milo, pero con brazos, cálida y cándida. Al hablar de Muñe la expresión del negro se asemejaba a la de un amante primerizo.
Pero ella, como Rorro, desconocía que Lorenzo vivía dos existencias paralelas, y que con esa doble vida recorría su laberinto personal. Él era una moneda que giraba por el aire a cara o cruz, a mal o bien.
Lorenzo trabajaba días alternos como custodio de una policlínica del municipio de Centro Habana. Allí su actitud era ejemplar, nos aseguró. Mas sus días libres eran libertinos. Se dedicaba al proxenetismo y a la estafa. Esta la ejercía a veces a través de juegos de azar; otras, como "guía" de turistas inexpertos.
"Una vez —nos relató entusiasmado— viajé a Pinar del Río con un francés. ÁQué vida! El lo pagaba todo: un apartamento que alquiló, bebida de la buena y a las mejores jineteras. Allá conoció a una temba y se quedó con ella. No sé qué le vio. El francés era un buen hombre. Yo siempre me porté bien con él. Aunque era muy confiado, jamás me aproveché de eso". Nos miró con picardía y añadió: "¡Pero a otros…!".
En una ocasión Lorenzo me dijo: "Ricardo, qué lástima que te dio por la política. Con tu pinta y facilidad de palabras, serías un estafador de primera".
También nos hablaba de Rorro. Una linda adolescente que sabía valerse por sí misma. "Es como yo, pero honrada". El sobrenombre surgió cuando era una bebé, pues la madre y Lorenzo le cantaban para dormirla: "A rorro mi niña, a rorro mi amor". La muchacha estudiaba la enseñanza media en Miramar, un reparto de la antigua —y actual— clase alta. "Papi, allá los autos son cómicos, la gente se viste cómico, las casas son cómicas. En fin, Miramar es una comedia".
El día que a Lorenzo le entregaron la petición fiscal, le dijo al guardia que servía la comida: "Échame más, ¡qué soy un pena de muerte!". Y se rió. Pero un rato después nos miró serio y comentó en voz baja, casi consigo: "quién lo hubiera dicho, ¡yo deseando una sanción de 30 años!".
Lorenzo regresó del juicio muy optimista. "Mi abogado dijo que cómo se iba a pedir sangre, si no se derramó una gota de sangre". Y repetía a cada rato estas palabras, con el fervor que un moribundo invoca a Dios.
También nos comentó: "Ustedes no me van a creer, pero sentí más miedo cuando en el juicio vi el vídeo de la lancha subiendo y bajando en aquel mar furioso, que cuando yo estaba allí mismito, jugándome la vida".
Esa noche nos llevaron a una oficina. A los cuatro por separado. Cuando llegó mi turno, un capitán me explicó que aunque a Lorenzo le pedían la pena de muerte, eso no significaba que lo fusilarían. "Pero —puntualizó el oficial— algunos condenados a la pena capital se desesperan y se suicidan por gusto, pues la sanción no es ratificada por el Tribunal Supremo o por el Consejo de Estado".
Con este argumento solicitó mi cooperación para impedir —dado el caso— que Lorenzo atentara contra su vida. Accedí. Después me enteré que a mis otros dos compañeros de celda le pidieron lo mismo. Nunca supe que le dijeron a Lorenzo.
Desde entonces la ventanilla de la puerta tapiada la mantuvieron abierta; y afuera, un policía permaneció de guardia.
Al otro día por la tarde vinieron a buscar a Lorenzo. Regresó muy contento. "La Seguridad del Estado trajo en un auto a Rorro, a la mamá de ella y a mi madre. Me dijeron que el director del policlínico le iba a escribir al Consejo de Estado hablándole de mi buena actitud laboral". Al rato vinieron de nuevo por él.
Ya a solas , el Chino, el otro muchacho y yo comentamos que esa visita era la despedida final. La policía política —y la otra— no acostumbra a traer a nuestros familiares para que nos visiten. Estábamos equivocados. No era la última despedida, sino la penúltima.
Lorenzo retornó feliz. Dos oficiales fueron a buscar a Muñe y había tenido una visita con ella. A discreción, mis compañeros de celda y yo nos miramos consternados. Comprendimos que Lorenzo sería ejecutado próximamente.
Aquella tarde la comida fue diferente a la habitual: medio pollo, arroz con moros, ensalada, vianda, postre y refresco. Lorenzo sospechó. "¿Medio pollo para cada uno?". El guardián lo tranquilizó argumentando que habían traído tantos pollos que no cabían en las neveras, y a todos los detenidos les estaban sirviendo la misma ración. Lorenzo le creyó —o simuló creerle—: era su última cena.
Horas después, Lorenzo sintió un dolor en el pecho. Avisé al guardia. Se lo llevaron inmediatamente a la posta médica. Regresó al rato. Nos aseguró que se sentía mejor después que lo inyectaron. Estaba soñoliento. Obviamente lo drogaron. Transcurridos unos minutos, dormía otra vez con la inmovilidad de los difuntos. Recordé la noche que lo conocí. Apenas —y a penas— había pasado una semana.
Sería medianoche cuando abrieron la puerta. En el pasillo vi a seis guardias. Uno entró y despertó a Lorenzo. Se levantó aturdido. Se calzó con torpeza sus zapatos sin cordones. Me miró como preguntándome: "¿Qué ocurre?". Se lo expliqué con una mirada. Le di una palmada en el hombro, y lo vi partir a la muerte.
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El silencio de los lobos
Ricardo González Alfonso
prisionero de conciencia condenado a 20 años.
LA HABANA, Cuba - Hospital Nacional de Reclusos, Prisión Combinado del Este - Octubre (www.cubanet.org) - El dios Crono aguarda en la Red Avispa. El Onceno Circuito de la Corte de Atlanta estudia la apelación de la Fiscalía, como antes hizo con la de los abogados de la defensa.
Por ahora el laberinto jurídico tiene dos salidas: se hace firme el fallo condenatorio del Tribunal de Miami o comenzará en otra ciudad de la Florida la vista oral y pública contra cinco de los miembros de la Red Avispa: Gerardo, Ramón, Antonio, Fernando y René, acusados de espiar en Estados Unidos a favor del gobierno de La Habana.
Se acepte la petición fiscal o no, esos cinco nombres continuarán repitiéndose de comentario en discurso, de pancarta en camiseta, de verso en canción, con progresión geométrica, con la perseverancia de Goebbels, dictaminando la inocencia, augurando el retorno. La prensa oficial cubana asegura que la campaña se propaga de Jatibonico a Nueva Delhi.
Si el juicio se reanudara, otra vez recibiremos informaciones contradictorias. Debatiremos vaticinios certeros o erráticos e indagaremos hasta dejar satisfecha nuestra adicción a la veracidad.
Pero el dios Crono aguarda. Esta espera es un antídoto contra la parafernalia informativa, que hace olvidar que las raíces noticiosas también se ocultan en el subsuelo. Momento idóneo para reflexionar, para cavar en el pasado y juzgar a los mutiladores de la noticia que, como el Ave Fénix, resurge en un cerrar y abrir de siglo, en un abrir o cerrar de juicio.
Los miedos cubensis de desinformación masiva podan la realidad a su imagen y semejanza. Desde 1998 omiten los nombres de otros miembros de la Red Avispa. Como decreta la canción, "ausencia -en este caso de fidelidad- quiere decir olvido". Los voceros del régimen de Cuba pretenden demostrar que cinco más cinco es igual a cinco, lo cual no es un dislate aritmético, sino un total totalitarista.
Resulta inútil. Como afirmó Abraham Lincoln, "podrás engañar a todos durante algún tiempo; podrás engañar a alguien siempre; pero no podrás engañar siempre a todos".
No obstante, los castradores castristas de los hechos no tienen opción. Conocen que una verdad develada produce cataclismos ideológicos. No olvidan los efectos de la glasnost.
Los premios Nobel y los intelectuales de una izquierda pasada de centuria y comparsa, tan proclives a ser ecos de consignas, también lo saben. Pero quizás desconozcan que en Cuba, el periodismo oficialista:
- Tardó 33 meses y 10 días para informar a los cubanos sobre los arrestos de Gerardo, Ramón, Antonio, Fernando y René. (Después de 103 audiencias judiciales y que la defensa y la fiscalía concluyeran sus alegatos ante el jurado. ¿No se confiaba todavía en la fidelidad de este quinteto?)
- Nunca se ha referido a Nilo y Lina Hernández, Joseph Santos, Amarilis Silverio y Alejandro Alonso, miembros también de la Red Avispa y detenidos el 12 de septiembre de 1998, el mismo día que los llamados cinco héroes. Ocultó así que este grupo de "innombrables" en octubre de ese año se declaró culpable de espiar para Cuba, y que varios reconocieron que su objetivo era infiltrar las fuerzas armadas norteamericanas.
- Tampoco ha informado a nuestra opinión pública sobre el arresto el 21 de septiembre de 2001 de Ana Belén Montes, la especialista de más alto rango sobre Cuba en el Pentágono, quien confesó que trabajó durante 17 años para el Servicio de Inteligencia de la Isla.
Dos hechos que destruyen el argumento de que el gobierno cubano sólo espía a las organizaciones de la llamada "mafia cubano-americana" y no a las fuerzas militares estadounidenses.
No son las únicas omisiones. La relación es extensa, pero las citadas bastan para probar -una vez más- que la prensa del régimen de La Habana se autodescalifica al no informar la verdad -la verdad toda- al pueblo cubano.
Los voceros del gobierno de Cuba, con su afición al cinismo -perdón, al cinema- realizan simultáneamente dos remakes, pero a la criolla, y tan bien mezcladitos que tergiversan los títulos: Danzan los corderos y El silencio de los lobos.
¿Quién le tiene miedo al cataclismo ideológico? Que cada quien aprenda la lección de su elección.
El dios Crono volverá a andar hacia un nuevo juicio o hacia la ratificación de las sentencias dictadas por la jueza Joan Lenard en la Corte de Miami.
Mientras, los adictos a la veracidad esgrimimos el postulado de Lincoln. Contra todas las censuras, la verdad siempre resurge. Como el Ave Fénix.
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