CAMUFLAJE LEXICO
Revolución, libreta de racionamiento, trabajo voluntario: ¿Nombrar las cosas o disimularlas?
Julián B. Sorel, París
martes 14 de febrero de 2006
Cuba y la perversión del lenguaje. (AP)
En las páginas de 1984, George Orwell describe con ironía la perversión del lenguaje en el mundo totalitario. Winston Smith, el protagonista de la novela, trabaja en el Ministerio de la Verdad, que se ocupa sobre todo de la propaganda. Su vida está encuadrada además por los Ministerios de la Paz, el Amor y la Abundancia, que tienen por cometidos respectivos gestionar la guerra, la represión y el racionamiento. Porque en el mundo del socialismo real casi nada es lo que parece y, para más inri, a menudo se le designa con el nombre opuesto.
Quizá sea ésa la consecuencia más visible del misterioso proceso dialéctico que los chamanes del marxismo denominan "unidad y lucha de contrarios" y "negación de la negación".
Durante casi medio siglo, esa operación de camuflaje léxico se ha llevado a cabo en Cuba, con premeditación, tenacidad y alevosía. Se ha generado así un lenguaje que sirve no tanto para nombrar las cosas como para disimularlas. Hay un Departamento de Inmigración que se ocupa esencialmente de la gente que emigra, una libreta de abastecimiento que sirve para racionar el consumo y una constelación de actividades voluntarias que son, en realidad, obligatorias.
El gobierno no vende los productos sino que "los da" ("¿qué dan esta semana por la libreta?"), aunque en verdad los cobre, con frecuencia a precios descabellados. Cuando las tiendas carecen de un artículo no se trata de que éste falte o de que no haya —así, sin más—, sino que "está... en falta". La lista, entre jocosa y deprimente, podría alargarse con docenas de ejemplos.
Pero el aspecto más delirante del asunto se revela en el uso de la jerga específicamente política que conforma el discurso oficial. Es ahí donde el divorcio entre la realidad y las palabras que supuestamente la describen alcanza tal magnitud, que resulta imposible saber a qué atenerse.
Sin duda esa indefinición, ese juego de espejos deformantes, es un instrumento más del dispositivo de control que garantiza el dominio sine die del Estado sobre la sociedad civil. En un sistema como el cubano, cualquier intento de ordenar y aclarar este caos conceptual viene a ser, por definición, un acto subversivo.
¿Siempre es 26?
El ejemplo más elocuente, entre los muchos que se repiten a diario, se halla en el uso del concepto "revolución" y del adjetivo "revolucionario". En Cuba, "la revolución" es una entelequia que engloba al Estado, el Gobierno, el Partido Único, la sociedad encuadrada en las "organizaciones de masas", las luchas de finales de los años cincuenta y, sobre todo, al Comandante en Jefe de todo lo comandable.
De modo que, cuando los jerarcas del régimen hablan de "la revolución", uno nunca sabe si se refieren a la insurrección y el terrorismo urbano que provocaron la caída del gobierno de Fulgencio Batista en 1958, al régimen caudillesco/totalitario implantado después, al gobierno que hoy gestiona el desastre del tardocastrismo o a las caprichosas decisiones que Castro ha tomado a lo largo de este medio siglo.
Por un lado se trata de presentar el orden de cosas vigente como una prolongación orgánica de la "gesta" de 1953-1958: un pueblo unánime en pie de lucha contra el capitalismo mundial, bajo la dirección del mismo caudillo que lo ha mandado desde que hace 53 años encabezó el ataque contra el cuartel Moncada en Santiago de Cuba ("siempre es 26").
Por el otro, se trata de aprovechar el prestigio residual que el término "revolución" conserva entre ciertos sectores de la progresía intelectual y la opinión pública ("hasta la victoria, siempre"). No es lo mismo ser el presidente de un gobierno totalitario, caduco y fracasado, que ser el jefe de una "revolución" que periódicamente subvierte el orden y lanza a las masas hacia nuevas conquistas sociales. Aunque esas conquistas sean ahora una olla de presión, algunos paquetes de chocolate y la promesa de unas horas más de electricidad diaria para cada familia.
En ese ajiaco conceptual que prevalece en la Isla, a nadie le sorprende que un ministro advierta al Parlamento que "el día que en Cuba el enemigo lograra —que no lo logrará— desmantelar el Estado socialista derrotando a la Revolución, aquí se pierde no sólo la Revolución y el Estado, aquí se pierde la nación, porque Cuba sería absorbida, Cuba sería convertida en un municipio de Miami" (Felipe Pérez Roque, 27/12/2005).
Porque, finalmente, "revolución" es todo y es nada al mismo tiempo: acontecimiento y objeto, cambio y petrificación. Pero, sobre todo, es manifestación del capricho del Máximo Líder, que hoy puede decidir esto y mañana lo contrario, sin que nadie se atreva a contradecirlo.
Es a esa arbitrariedad absoluta a lo que se refiere la lacayuna ocurrencia que pretende explicar la pervivencia del castrismo tras la caída de la URSS, por el hecho de que "Fidel es al mismo tiempo el jefe del Gobierno y el líder de la oposición", formulada por uno de sus más fervientes admiradores, y que repite con beatitud algún que otro epígono del marxismo tercermundista.
Vacuna contra la propensión heroica
El miedo que impone el aparato represivo cubano y la perversión del lenguaje inherente al totalitarismo son las dos caras del mismo chavito. Ambos han engendrado el hábito de vivir con temor y expresarse con duplicidad, y han originado una patología social que bien podría denominarse trizofrenia: la mayoría de los cubanos piensa una cosa, dice otra y hace una tercera, que a menudo no guarda relación alguna con lo que pensaron o dijeron.
Entre otros males, la "revolución" exige un simulacro perenne de adhesión que permite escenificar la comedia de la cohesión nacional y la obediencia inquebrantable al caudillo omnisciente y todopoderoso. Esa vida pública ficticia termina por vaciar al ser humano de autenticidad. Man is only half himself, escribió Emerson, the other half is his expression.
Cuando los pueblos viven etapas muy prolongadas de sometimiento, esa falsedad permanente de la vida social termina por afectar también a la vida privada y por corroer las más íntimas convicciones. El resultado inmediato en esos casos no es casi nunca la revuelta, sino la decepción, el cinismo y la abdicación de todo proyecto colectivo.
Pero estos períodos de inautenticidad general suelen ir seguidos de otros de renacimiento moral. Por lo general, esa recuperación empieza a manifestarse en el arte, la filosofía y la ciencia, antes de difundirse al resto de la sociedad. Desde hace algún tiempo, menudean en Cuba los síntomas de que ese rearme moral ha comenzado ya.
El primero y más enérgico de todos es el rechazo del camuflaje léxico que protagonizan las nuevas generaciones. Una urgencia de claridad y desnudez late en las obras de los jóvenes creadores que en los últimos quince años vienen revitalizando la cultura cubana. Han descartado los lugares comunes del discurso oficial y se niegan a apagar la luz para que todos los Castro parezcan pardos. Es cierto que, con demasiada frecuencia, el régimen les impone un apagón, pero ellos esperan pacientemente al nuevo día y vuelven a la obra, con mirada lúcida e instinto certero.
Este afán de verdad, esa urgencia de expresar las convicciones auténticas tal como se sienten y no como las pretenden disfrazar las consignas y los lemas del régimen, constituye uno de los síntomas más certeros de que se inicia otra era de la vida nacional. Al ser humano le resulta más fácil morir con honra que pensar con orden, afirma Ortega, y los cubanos no han sido la excepción. Pero las nuevas generaciones vienen vacunadas contra cualquier propensión heroica y, en cambio, parecen dispuestas a establecer una claridad conceptual y una higiene de ideales que acabe de una vez con la farándula crepuscular y patriotera del régimen actual. Así sea.
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