EL PURGATORIO DE LOS DICTADORES
El purgatorio de los dictadores
AGONÍAS.
La reciente crisis de salud de Fidel Castro provoca una mirada al destino de otros gobernantes que tuvieron en sus manos millones de vidas, mientras las suyas se desvanecían en los fragores del poder. Salvando diferencias, algunos episodios dan una idea de qué se viene
El peor enemigo de un dictador es su propia longevidad. Cuando parece haberse impuesto sobre sus adversarios, el democrático mecanismo de las enfermedades se encarga de producir los cambios que la historia estaba demorando. El más reciente caso, el de Fidel Castro, tiene que estar más allá del atracón intestinal que le atribuyen los médicos. A los ochenta años, ha superado cuarenta atentados de la Cía --según conteo oficial-- pero no ha podido superar la fatiga que pesa en sus huesos. Queda para sus biógrafos y acompañantes el registro de extravagancias, chismes y pugnas inevitables tras las cortinas de su dormitorio. Fidel se ha recuperado, dice la prensa cubana, pero lo que no dice es cuántas heridas nuevas ha dejado abiertas este traspié.
Porque está claro que el malestar del que hablan sus voceros es más bien un síndrome. El periodista y médico argentino Nelson Castro lo explica con rigor científico en su libro "Enfermos de poder": "Los síntomas de la enfermedad del poder, según la observación que (Ernest) Hemingway le atribuyó a su amigo, comenzaban con el clima de sospecha que lo rodeaba, seguía con una sensibilidad crispada en cada asunto donde intervenía y se acompañaba con una creciente incapacidad para soportar las críticas. Más adelante se desarrollaba la convicción de ser indispensable y de que, hasta su llegada al poder, nada se había hecho bien. En otra vuelta de tuerca, el hombre, ya enfermo, se convencía de que nunca nada volvería a hacerse bien, a no ser que él mismo permaneciera en el poder".
La descripción calza como una plantilla en las pupilas de varios dinosaurios previos. "Los últimos siete años de la vida y el Gobierno de Stalin se distinguen por un proceso de petrificación, un endurecimiento de las arterias a todos los niveles", escribe el catedrático inglés Donald Rayfield en el libro "Stalin y los verdugos". Los allegados y esbirros del dictador soviético empezaron a notar que el hombre perdía la concentración. De pronto nadie se sentía seguro: a la menor molestia, Stalin podía mandar a ejecutar a quien minutos antes le había arrancado una sonrisa. "Se mostraba más secreto y sigiloso, empeñado en enfrentar a los miembros del politburó entre sí. Debido a su fatiga, solo leía periódicos escogidos y recelaba que le estaba ocultando determinadas realidades", indica Rayfield. En 1945, el doctor Miasnikov, considerado "una de las luminarias de la cardiología mundial", le había diagnosticado un cuadro de hipotensión que empezó con dolores de cabeza persistentes que llegaban a provocarle náuseas. Le zumbaban los oídos y sentía mareos frecuentes. Un electrocardiograma detectó, entonces, la razón del deterioro: "infarto agudo del miocardio en la punta del corazón".
El promotor del sadismo como una forma de gobierno empezó a morir en tres golpes. Angustiado por la agitación política, se resistió al reposo que le habían recomendado los médicos: "no sorprendió que sobreviniera un segundo infarto, pequeño, y un tercero que ya no pudo ser mantenido en secreto", relata Nelson Castro. Su cerebro empezó a parpadear como una computadora devorada por virus asesinos: Alexéi Kuznetsov, líder del Partido Comunista en Leningrado, recibió las felicitaciones de Stalin por su manejo de la ciudad y horas después fue detenido por la policía secreta; Andréi Voznesenski regresaba a casa después de una plácida cena con el líder y lo obligaron a desviarse del camino; había una orden de salida del Kremlin para que fueran llevados a una prisión en Moscú llamada El Silencio del Marinero. "Para las sesiones de tortura eran conducidos de noche a la prisión de Lefortovo, donde los motores de avión de una fábrica contigua ahogaban sus alaridos".
Stalin se envolvió en una frazada de terror. Su médico personal, Vladimir Vinográdov, cometió la imprudencia de diagnosticarle arterioesclerosis y recomendarle descanso: lo enviaron junto a catorce médicos del Kremlin a una sala especial de torturas con la única indicación de que no se utilizara hierros al rojo vivo, sino simples palos. El diario oficial "Pravda" dio la noticia con un titular clamoroso: "Conspiración de las batas blancas". Iban a ser ahorcados en la Plaza Roja.
El clima de conspiraciones para asegurar la sucesión demoró la orden lo suficiente para que se convirtiera en maldición para su emisor. El 2 de marzo de 1953, Malenkov, Mólotov y Beria, los esbirros de Stalin, fueron llamados de urgencia. El dictador estaba semiinconsciente. Su cuerpo "había estado tendido en el suelo, en camiseta y pantalón de pijama, durante más de veinticuatro horas", detalla Donald Rayfield. El trío se tomó trece horas más antes de llamar a otros médicos. Querían asegurarse de que nadie pudiera resucitarlo. Beria, cabeza del servicio secreto, se posesionó del Kremlin. La muerte de Stalin fue dada a conocer el 5 de marzo. Pocos días después, Beria mandó liberar a los doctores acusados de la falsa conspiración.
PRONTUARIO DE MALES
El auto del teniente coronel Valerio, partisano italiano, que llevaba a Mussolini y su amante, Claretta Petacci, se detuvo de pronto con el pretexto de un ruido extraño. "Bajen rápido, ambos. Párense en la esquina de esa pared", dijo el oficial. Poco después ejecutó a balazos "el deseo del pueblo italiano". En realidad disparaba contra un hombre devorado por la sífilis. En la época no había tratamiento eficaz contra la enfermedad. Alguna vez, refugiado en Suiza, solo le habían curado las heridas que el mal le producía en la cara. Los medicamentos paliativos causaban contraindicaciones, le arruinaban los riñones, pero le ayudaron a sobrellevarla hasta que, en 1930, durante una sesión de la Liga de Naciones --antecesora de la ONU--, mostró sus peores síntomas. "Mussolini padece fiebres y pérdidas de conocimiento junto con un reagravamiento de la sintomatología de la neurosífilis", señala Nelson Castro.
En el libro "Aquellos enfermos que nos gobernaron", Pierre Accoce y Pierre Rentchnic explican que esa enfermedad ataca los músculos pero sobre todo el cerebro. El enfermo padece: "modificaciones de personalidad, euforia, a veces hiperactividad y siempre un delirio megalomaníaco, desaparición del sentido crítico e incoherencia profunda en su comportamiento". "Cuando Ian Flemming descubra la penicilina, la que abrirá el camino a la era de los antibióticos y la curación de la sífilis, su cerebro estará muy dañado y su vida política en extinción", explica Castro.
El cuerpo pudo vengarse de los verdugos. "Creo que tenía perfecto derecho a morir así", dijo Churchill, interrumpiendo su cena, cuando escuchó por radio la noticia del suicidio de Hitler. La frase vale para referirse a la bala, pero también al Parkinson que ya hacía estragos en su cuerpo cuando se derrumbaron sus delirios megalómanos. A fines de los años treinta parecía saludable, a lo más con algunos problemas de presión arterial. Pero los siguientes tropiezos de su carrera, cuando las derrotas se le hicieron cotidianas, aceleraron su deterioro. En 1944 sufre una hemorragia en el ojo derecho y un cuadro de hepatitis. Sus médicos, en los que no confiaba, temen un inminente infarto. Su ministro Albert Speer lo describiría como un tipo titubeante, irascible. Las decisiones más simples le requerían un esfuerzo mental extremo. Su mente se derrumbaba al mismo tiempo que sus divisiones militares. "Ni su estrategia ni su habilidad en la conducción del Estado eran ya demasiado útiles", escribe John Lukacs en "El Hitler de la historia". En febrero de 1945 accede a ser auscultado por el doctor Erwin Giesing. Tenía 56 años, pero lucía acabado. El diagnóstico fue un Parkinson galopante. Ocho días antes de su suicidio, el general Alfred Jodl, su consejero estratégico, le oyó decir: "Esta decisión, la más importante de mi vida, la debí haber tomado en noviembre de 1944". Tenía razones políticas y físicas para pensarlo.
PODER MORIR
Mientras incendiaba España en una guerra civil con goce piromaníaco, la ficha clínica de Francisco Franco presentaba apenas un par de gripes fuertes, una infección intestinal y una flebitis --obstrucción en una vena-- en la pierna derecha. Aunque también padecía de Parkinson, esta enfermedad fue ocultada. Hacia 1975 el uso de anticoagulantes debió causarle una hemorragia digestiva que se complicó con una insuficiencia cardíaca, luego un edema pulmonar, insuficiencia renal, problemas en el ventrículo derecho, un infarto intestinal y una hemorragia severa. Una cosa jalaba a la otra. La versión oficial era que el Generalísimo estaba con gripe. Lo cierto era que en algún momento tuvo a 23 médicos y un aparato diseñado para astronautas por la NASA a su disposición, pero de nada le sirvieron. El deterioro traspasa con facilidad los uniformes.
De Mao se dice que también pudo padecer el Parkinson, porque tenía el mismo aspecto extraviado de los enfermos más críticos. No se ha comprobado esa versión. Pero se sabe que padecía de un problema en las arterias. El problema le había comenzado en 1965, a los setenta y dos años. Tenía problemas de irrigación en el cerebro. "Esto dio origen a un síndrome pseudobulbar que se expresa clínicamente por una marcha arrastrada, alteraciones de las facciones del rostro, de la fonación y de la deglución, mentón relajado, risa fácil y distimia (afectación del humor y del carácter)", explica Castro. Hay quien culpa a esas flaquezas de la Revolución Cultural atizada por su mujer y su entorno.
Una frase atribuida a Gandhi dice que la enfermedad es resultado no solo de nuestros actos sino también de nuestros pensamientos. La megalomanía puede ser un síntoma. "Yo me tengo en alta estima, como ocurre con todos los hombres, a menos que padezcan alguna enfermedad psiquiátrica", ha dicho Fidel Castro en su autobiografía. Allí mismo dice que le gustaría pasar sus días arropado tomando té sin azúcar. El invierno desde el poder debe ser más frío.
SEPA MÁS
Fuentes para este artículo:
"El Hitler de la historia", John Lukacs.
"Enfermos de poder", N. Castro.
"The decline and fall of Nazi Germany and Imperial Japan", Hans
Dollinger.
"El destino de los vencidos", Paul Serant.
"Stalin y los verdugos", Donald Rayfield.
"Los enfermos que nos han gobernado", Frank Bracho.
"La autobiografía de Fidel Castro", Norberto Fuentes.
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