CHE, FRÍA MÁQUINA DE MATAR
Dos de Díaz Martínez t omados de http://diazmartinez.wordpress.com/
Che, fría máquina de matar
Por Manuel Díaz Martínez
Las madrugadas de 1961 eran peligrosas en Cuba. La revolución era joven y tenía enemigos insomnes. Entonces yo hacía el suplemento cultural del periódico Noticias de Hoy. El viejo edificio que ocupaba el periódico en aquella época, situado en la Avenida de Carlos III, en el centro de La Habana, ya había sido blanco de atentados y, para protegerlo y protegernos, los trabajadores nos habíamos constituido en milicia. Una madrugada de aquéllas estaba yo, metralleta en mano, haciendo guardia en la entrada principal del periódico y de repente entró el Che. Me dio las buenas noches y me dijo que quería ver a Carlos Rafael Rodríguez, director del Hoy. Le respondí con un retórico saludo cuartelario y le abrí la puerta que daba acceso a la redacción. El Che no se movió. Me echó una mirada de extrañeza y me preguntó secamente si yo estaba autorizado para dejar pasar, sin consultar a mis superiores, a quien me lo pidiese. “No, pero usted es el comandante Guevara”, le respondí. Él se limitó a decirme: “Miliciano, cumpla con su obligación”. Entonces telefoneé al jefe de guardia y le dije que allí estaba el comandante Guevara preguntando por el director. La respuesta, por supuesto, fue que lo dejase entrar. Cuando volví a abrirle la puerta de la redacción, el Che se detuvo un instante junto a mí y me dijo: “Ahora sí, miliciano”.
En La Habana, por aquellos días, se montó una gran exposición industrial de la República Popular China. En el espacioso Palacio de Bellas Artes –donde Ofelia, que empezaba a ser mi novia, era secretaria de Lezama–, los chinos desplegaron las muestras de su producción textil. Las telas eran hermosísimas: un lujo inesperado en medio de las escaseces que comenzaban a complicarnos la vida. Me contó Ofelia que una mañana, antes de la apertura de la exposición, estuvieron por allí Haydée Santamaría, heroína del asalto al Cuartel Moncada y mujer del ministro Armando Hart, y Aleyda March, la mujer del Che. Las telas las deslumbraron, y los chinos, finos que son los chinos, entre sonrisas y reverencias permitieron a las dos ilustres cubanas llevarse graciosamente todas las que quisieron. Horas después de la visita, los empleados de Bellas Artes, Ofelia entre ellos, observaron cómo un chofer oficial devolvía a los vicarios de Mao, de parte del comandante Guevara y con su agradecimiento, los brocados y tafetanes que habían perturbado a la bella señora March. La Santamaría, al parecer, se quedó con los suyos.
En Cuba se decía –lo decía gente que debía saberlo– que la del Che era la única casa de dirigente en la que se vivía “por libreta”, es decir, con arreglo a la cartilla de racionamiento, porque el Che había renunciado a la cuota privilegiada que era parte, y no la menos apetitosa, de las prerrogativas de la nomenklatura.
El Che padecía de una arrogancia incontenible, ridícula como todas las arrogancias. En carta dirigida el 3 de noviembre de 1958 a Enrique Oltuski, encargado de finanzas del Movimiento 26 de Julio, quien le exigía su firma para entregarle un dinero, estampó esta rotunda altanería: “mi palabra vale más que todas las firmas del mundo”. Tenía, por consiguiente, un defecto que el cubano detesta: era pesado. Una noche, en una mesa redonda televisada, el viejo Germán Pinelli, popular presentador de la televisión y la radio cubanas, se dirigió a él con marcada familiaridad diciéndole Che, como le decía toda Cuba. El guerrillero, en tono glacial, le respondió delante de las cámaras: “Yo soy Che para mis amigos; para usted soy el comandante Guevara”. Ésta fue la respuesta de un hombre que, siendo presidente del Banco Nacional, firmaba nuestro papel moneda con su alias.
El Che era disciplinado y austero. Unió la rectitud del militar a la austeridad del místico. Es, mutatis mutandis, una versión posmoderna de Ignacio de Loyola. Dotó sus ideales de la fe compulsiva de una religión y de la disciplina de una milicia, así como del rigor de una ética que impone al individuo la obligación de ser sólo “combustible de la historia”. Hizo un culto del sacrificio, en cuya práctica implacable inmoló enemigos y amigos y terminó inmolándose. Para él, los países que fueron escenario de sus acciones político-militares valían como probetas. En una ocasión le confesó al periodista José Pardo Llada que los revolucionarios cubanos tenían la suerte de contar con un país para experimentar. Imbuido de blanquismo, pensaba que una revolución puede desatarse a partir de la acción inicial de una vanguardia reducida pero audaz. Al igual que Robespierre, consideraba el terror como recurso válido para imponer la revolución, incluso a la masa que se pretende liberar. En el Diario de Bolivia, en el “Resumen” del mes de abril, se lee: “…la base campesina sigue sin desarrollarse; aunque parece que mediante el terror planificado, lograremos la neutralidad de los más, el apoyo vendrá después”.
El Che comenzó a convertirse en emblema en la Sierra Maestra. Muerto en su más fantasiosa cruzada guerrillera, tratando de implantar en la meseta boliviana su ideario bolivariano-maoísta, ha sido canonizado por mucha gente que de él sólo conoce la foto de Korda y poco más, y ha adquirido la dimensión de héroe clásico. Ocupar el más alto sitial en la hagiografía revolucionaria del fin de siglo como un Cristo armado es su gran triunfo, el único que corona su quijotesca andadura. Fracasó en todas sus empresas libertarias, empezando por la revolución cubana, convertida hoy en patética borradura de los ideales que la generaron. Su fracaso más sobrecogedor es el del “hombre nuevo”. Él lo imaginó libre, dirigiendo su propio destino; pero, a medio siglo del día en que la revolución triunfó en Cuba, al “hombre nuevo” –mi padre, que fue miliciano y comunista, lo decía con indignación y tristeza–- hay que buscarlo en los incontables calabozos de la isla, en el fondo del Estrecho de la Florida, en los arrabales del exilio o perseguido en cualquier rincón de Cuba por la Seguridad del Estado.
La realidad del Che no es tan hermosa como su leyenda. Hay demasiada sangre innecesaria en su biografía: centenares de condenados a muerte en juicios sumarios sin garantías procesales. Nunca se fusiló más en La Cabaña que cuando el Che era el alcaide de esa fortaleza colonial. Él denegaba las apelaciones y autorizaba las ejecuciones, siempre de varios hombres en una misma madrugada. El horror total de este período de la historia de Cuba nos aguarda agazapado en los archivos, pienso yo.
El Che es un mito como lo son todos los de ayer y de hoy y serán los de mañana: un cuento de hadas, con algo de cierto, para adultos esperanzados, o desesperados. Los mitos existen porque la realidad es pérfida y suele ser atroz, y para soportarla necesitamos soñar que puede ser distinta.
¿Quién le iba a decir a Slobodan Milosevic que pasaría los últimos años de su vida enfrentando su particular Nuremberg? ¿Quién nos iba a decir que el camarada Slobo se iría al otro mundo dejándonos con las ganas de verlo condenado en éste por sus crímenes?
Náufrago del hundimiento del imperio soviético, Milosevic era un residuo del estalinismo —de Stalin aprendió, entre otras cosas, a dislocar poblaciones con fines geopolíticos—, pero ha quedado como un ultranacionalista. Lejos de Marx y cerca de Hitler.
La máxima expresión del desvarío ultranacionalista de Milosevic fue el proyecto imperial de la Gran Serbia, el cual, paradójicamente, al ser puesto en práctica deshizo a Yugoslavia, un país artificial —mosaico de etnias, religiones y culturas diferentes— que no sobrevivió a la lucha entre sus múltiples nacionalismos.
Bajo la divisa “donde esté un serbio está Serbia”, Milosevic movilizó su ejército para aliviar de bosnios, croatas, macedonios, eslovenos y kosovares los territorios de la antigua República Popular Federativa de Yugoslavia, cuyos paisajes, de acuerdo con el proyecto hegemónico de la Gran Serbia, sólo los serbios debían ocupar y en todo caso dominar. Así, el camarada Slobo desató en 1992 una guerra de exterminio contra aquellos pueblos. Por la morosidad culposa de la Unión Europea, esa guerra se prolongó durante tres ignominiosos años y, tras un hiato de paz tensa, tuvo su último episodio en 1999, en Kosovo, cuando EE UU intervino y con la OTAN a remolque le puso punto final a las aventuras nazis del ex burócrata comunista.
La campaña por la Gran Serbia se saldó con 250 mil muertos, miles de desaparecidos y más de 2 millones de refugiados, y aportó, a los anales del espanto, masacres multitudinarias (recuérdese Srebrenica), una cacería indiscriminada (durante 44 meses) de ciudadanos bosnios por parte de francotiradores serbios (recuérdese Sarajevo), violaciones en masa de mujeres musulmanas y actos atroces de calculado vandalismo.
Milosevic encabezó una dictadura en la que no faltaron la corrupción, el nepotismo, el control de la Prensa, los crímenes de Estado, las pandillas de pistoleros oficiales y, por supuesto, el culto a la personalidad del líder (esto también lo aprendió de Stalin); pero su fallecimiento en la prisión del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, en La Haya, fue utilizado, como era de esperar, para consagrarle un ara de héroe y mártir en el panteón de los justos. En esta tarea, realizada en Belgrado y Moscú por sus inconsolables viudos, colaboró la izquierda delirante que voló a Bagdad, en los días previos a la invasión aliada, para hacer escudos humanos en torno a Sadam Husein y su colección de palacios y fosas comunes.
No debemos extrañarnos de que ahora su viejo aliado Fidel Castro le dedique cuatro lágrimas en la última de esas patéticas “reflexiones” junto a la fosa destinadas a ser su testamento político.
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