domingo, agosto 08, 2010

CUBA: El acento de la Revolución Cubana

El acento de la revolución



Por Vicente Echerri
08 de Agosto de 2010
Nueva York



En la película La edad de la peseta (Pavel Giroud, 2007) el actor Iván Carreira encarna a Daniel, un niño de diez años en La Habana de 1958. Pese a ser pobretona en recursos y pretenciosa en su factura (detalles en que no abundaré, esto no es una tardía crítica de cine), algunas actuaciones son estimables, entre ellas la del niño. Como yo tenía 10 años en 1958, puedo identificarme por momentos con el protagonista y su mundo. El ambiente urbano que se intenta recrear, no obstante la falta de medios, me resulta familiar. Esa fantasía se quiebra cuando el niño dice sus parlamentos y la banda sonora se llena de la pronunciación y la entonación provenientes de ciertos solares y barrios marginales que nunca hubiera sido la manera de hablar de un niño de clase media, ni de casi nadie, en La Habana del 58. Estoy seguro de que la mayoría de los cubanos de mi edad que lea este texto coincidirá conmigo. Se trata —si queremos darle un nombre al fenómeno— del acento de la revolución, acaso la manifestación más obvia del cambio ocurrido en Cuba —para mal— al inicio de 1959, representativo, como pocos, del quiebre y la subversión de valores que descoyuntó a nuestra sociedad.

Ese habla, torpe, descuidada y casi ininteligible en algunos casos, que se engendra en las capas más incultas de la población, se vio jerarquizada, casi desde el principio, por la gestión revolucionaria, en la medida en que se intensificaba su carácter populista. Revolución no significaba, como algunos pudieron soñar, extender y estandardizar los modales y el bien decir que imponían, por su sola existencia y tradición, los estratos más altos de la sociedad; sino exactamente todo lo contrario: una nivelación por lo bajo, que resaltaba lo chabacano y lo vulgar y proponía como modelo a imitar la conducta de la canalla, al tiempo que execraba todo un repertorio de hábitos, ademanes, costumbres, voces e inflexiones asociados con el decadente orden “burgués”.

Casi al mismo tiempo que se predicaba y se imponía esta política de vulgaridad, la clase alta cubana y un segmento significativo de la clase media, depositarios y transmisores naturales del repertorio de nuestras tradiciones civilizadas, se marchaban al exilio, interrumpiendo abruptamente su presencia e influencia —ya de suyo denostada por el discurso oficial— en el resto de nuestra sociedad. Privada de estos modelos, que además se presentaban como retrógrados y caricaturescos, la mayoría del pueblo de Cuba se vio sometida a un constante, masivo y sistemático proceso de envilecimiento que encontraba un sustento natural en la supresión de las libertades fundamentales. Medio siglo después, no es exagerado referirse a la desnaturalización de nuestro carácter nacional. Cubanos de distintas generaciones, particularmente los que hemos vivido mucho tiempo fuera del país, no nos reconocemos en el actual homo cubensis. Por grande que sea el amor que sintamos por nuestra tierra natal, el perfil del cubano de hoy, tan parodiado en algunos medios de difusión fuera de Cuba, a muchos se nos hace cada vez más ajeno y menos atractivo. No es extraño oírles decir a los nuestros de esta orilla que se avergüenzan de sus compatriotas marcados por el hierro del castrismo, quienes —con las excepciones de siempre— hablan una jerga de ñáñigos de la que han desaparecido casi todas las formas convencionales de cortesía y que se acompaña de un lenguaje gestual entre simiesco y cómico.

En La toma de la gran ciudad blanca, ensayo fechado en 2007 que circulara en la Red a fines del año pasado, el arquitecto Mario Coyula establece de manera bastante explícita una relación entre el derrumbe físico y moral de La Habana y un mayor oscurecimiento (para decirlo en sus términos) del perfil poblacional de la ciudad. En otras palabras, la pérdida de la identidad arquitectónica, la “tugurización” de la vivienda y el acanallamiento ciudadano parecen responder directamente, según Coyula, a un aumento significativo de la población negra y mestiza en el ámbito de la capital cubana.

Aunque el ensayo del profesor Coyula recoge con elocuencia y claridad poco usuales el inventario de desastres, tanto en el plano urbanístico como social, que caracterizan a La Habana de hoy, adolece, en mi opinión, de dos limitaciones significativas: primera, reduce su crítica al espacio de una ciudad, aunque esta ciudad sea la más importante y emblemática del país, y de ese énfasis podría desprenderse que quisiera excluir al resto de las ciudades de Cuba donde se producen, con diversos grados de intensidad, los mismos fenómenos que él denuncia; y, segunda, su análisis no logra trascender el plano de la mera descripción, de lo puramente etiológico, sin atreverse, en ningún momento, a enjuiciar la causa primera de los males que describe ni a nombrar a los máximos responsables —por todos conocidos— de esa tragedia. En cuanto al factor racial, yo creo que, en la actual crisis cubana, ese factor es contingente, pero no causal.

Es cierto que la población negra y mestiza ha aumentado notablemente en Cuba, como es cierto también que en las últimas décadas se han impuesto en la sociedad cubana una manera de hablar y unos ademanes que siempre respondieron a patrones de atraso social y cultural. No obstante, la sola inversión de nuestro perfil poblacional (de mayoritariamente blanco en 1958 a mayoritariamente mestizo y negro en 2010) no basta para explicar la ruina física y económica de la sociedad cubana, ni el hundimiento de la moral ni la perversión del habla y de nuestros hábitos de vida tradicionales.

No es primera vez que la población de color es mayoritaria en Cuba. Así lo fue durante buena parte del siglo XIX, cuando el auge de la industria azucarera acreciera exorbitantemente el número de esclavos. A mediados de ese siglo, la suma de esclavos y libertos excedía a la totalidad de la población blanca. Una proporción que fue cambiando después del cese de la esclavitud y que terminó invirtiéndose luego de las grandes migraciones de blancos (sobre todo de españoles) en las primeras décadas del siglo XX. Lo que sí no varió en todo ese tiempo (pese a la agresiva política del gobierno colonial contra la élite criolla) fue una clase alta que imponía naturalmente los modelos de conducta que todas las otras capas de la sociedad imitaban. Estos modelos se conservaron durante la república, aún después de los movimientos populistas que se produjeron en la política cubana a partir de 1933. En otras palabras, las clases más pobres y menos educadas, entre las que se contaban la mayoría de negros y mestizos, se esforzaban en imitar, en habla y modales, los dechados de la clase alta. En los negros más destacados de la vida pública cubana, tales como Martín Morúa Delgado, Juan Gualberto Gómez y Generoso Campos Marquetti, e incluso comunistas como Jesús Menéndez y Salvador García Agüero, no quedaba ni la menor traza del barracón.

Aunque en la Cuba precastrista pervivían innegables hábitos de discriminación racial (acentuados en regiones conservadoras como Las Villas y Camagüey; más atenuados en La Habana y Oriente), lógica rémora de una sociedad donde, hasta la infancia de los abuelos de mi generación, los negros se habían comprado y vendido como animales, la actitud de un notable segmento de la población negra y mestiza era de superación. Subrayo el término por tratarse de un comodín (hoy totalmente olvidado) con que intentaba definirse el loable y llamativo empeño del negro cubano de educarse y ascender en la escala social. Era frecuente oír decir que tal o cual negro se había “superado”, significando con ello que había dejado atrás no sólo la memoria de su ancestral condición servil, sino también el analfabetismo, la torpe manera de hablar el español de sus antepasados con que solía caricaturizársele, la gestualidad zafia de los estratos más bajos de la sociedad (no exclusiva de los negros) y el apego a las formas más groseras del animismo africano que había viajado también en los barcos negreros. Antes del triunfo de la revolución, en Cuba la santería se practicaba con mucha ocultación y era tan mal vista socialmente como cierta manera de hablar, reducidas ambas a bolsones bastante exóticos.

El negro cubano —que se había asentado mayoritariamente en las ciudades después de la abolición— tenía, como promedio, mayor acceso a la educación que el campesino (en gran medida blanco y analfabeto) y su esfuerzo por conducirse, vestirse y hablar conforme a los modelos impuestos por la tradición blanca y europea era ostensible y a veces llegaba al ridículo. La figura del “negrito catedrático”, que ya casi nadie recuerda, víctima de nuestro corrosivo choteo, era la caricatura de esa encomiable actitud de quien a fuerza de querer ser fino a veces terminaba siendo “fisno”, al acentuar demasiado ciertos modales o trasponer las eses en su afán de pronunciarlas. Existía, sin duda, el negro que encarnaba los atributos del “asere”, que había incorporado en su lenguaje términos dialectales africanos y una gestualidad procaz, pero su hábitat se hallaba en los patios de las prisiones y en lo más hondo de algunos barrios marginales.

( Damas que protestaron en el parque Céspedes de Santiago de Cuba el 31 de julio de 1957 en ocasión de la visita a esa ciudad del embajador de Estados Unidos Earl Smith para que EE.UU. tomara medidas en contra de Batista. El asesinato de Frank País no fue la causa de esta protesta como he leido en otro sitio )

La llegada de la revolución —con el consecuente colapso de las instituciones, la estampida de las clases rectoras y la execración de los paradigmas sociales que éstas proponían, así como la destrucción de las tradiciones consagradas— no tardó en exaltar los peores hábitos de la vida común y con ellos la cotidiana aceptación de conductas, ademanes y formas de hablar (vocabulario, giros, entonación, etc.) que siempre se habían considerado socialmente inaceptables e incluso canallescos. Carente de modelos a imitar, de los referentes que habían operado como los naturales contrafuertes que ahora derribaba el poder revolucionario, el pueblo cubano se fue hundiendo en un constante estado de degradación que acabaría convirtiéndose en la norma de una sociedad minada hasta el tuétano por los graves vicios que siempre engendra el totalitarismo: rampante corrupción administrativa, servilismo político, hipocresía, duplicidad, escepticismo…sumados al latrocinio y la prostitución casi universalmente aceptados como modus vivendi. Ante ese escenario, el proyecto nacional daba paso a un gigantesco feudo burdelesco con el que muchos cubanos no podemos identificarnos y cuya lingua franca nos avergüenza.

Es en este contexto que algunas manifestaciones de la herencia cultural negra llegaron a adquirir una desmesurada pertinencia, particularmente los cultos de origen africano, o de santería que, si bien siempre se practicaron asimilados a la piedad popular católica, empezaron a crecer exponencialmente asociados con un dudoso folclore y con gratificaciones inmediatas, según las carencias —materiales y espirituales— de la población en general se acentuaban. En la medida en que la sociedad cubana se tornaba más elemental (aislada de sus centros tradicionales de referencia y, por consiguiente, se hacía menos sofisticada), la relevancia de esas supersticiones aumentaba, al extremo de que algunos consideran su práctica como la primera religión del país. Estos cultos, hacia los que la Iglesia Católica muestra una interesada tolerancia, rebasan la esfera de lo puramente religioso y se manifiestan en otros aspectos de la vida pública como nunca antes. Téngase por ejemplo las Damas de Blanco, que tan valiente y exitosamente se han manifestado durante los últimos siete años en La Habana exigiendo la libertad de sus familiares encarcelados en la llamada “primavera negra”. Aunque no fueran conscientes de ello, las más visibles opositoras al castrismo han estado desfilando todos estos años con el color emblemático de la santería.

Para sólo ilustrar cuánto puede haber cambiado la sociedad cubana en poco más de medio siglo, basta ver una foto de las damas que protestaron en el parque Céspedes de Santiago de Cuba el 31 de julio de 1957 en ocasión de la visita a esa ciudad del embajador de Estados Unidos Earl Smith: unas 200 mujeres —reprimidas y atropelladas por la policía, como el propio embajador Smith recuerda en su libro The Fourth Floor—, representantes de la clase media alta de la sociedad santiaguera, acudían sobriamente enlutadas, en la mejor tradición católica, a denunciar con su presencia y sus consignas los crímenes y desmanes de las fuerzas policiales del gobierno de Batista. No es menester argüir que esta sola manifestación —a la que puede sumarse la participación en el entierro de algún “mártir” revolucionario— no es comparable con el tesón y el casi diario enfrentamiento que han tenido las Damas de Blanco a lo largo de estos últimos siete años. Sin embargo, el atuendo, el discurso y la composición social de ambos grupos denota la profunda transformación ocurrida en Cuba en estos cincuenta años de régimen comunista, en el que hasta el rostro de la resistencia revela, en sus propios rasgos y maneras, la fractura de una tradición.

Es la primera vez en la historia de la nación cubana, desde que ésta empezara a adquirir débilmente conciencia de su identidad en las sesiones de la Sociedad Económica de Amigos del País a fines del siglo XVIII, que nuestra élite, una de las más pujantes de Hispanoamérica, no encabeza, participa o respalda activamente un empeño político. La migración masiva de nuestra clase alta, así como de muchos profesionales e intelectuales que le eran afín, y su exitoso asentamiento fuera de Cuba, terminó por convertir a sus representantes —luego de algunas intentonas fallidas, como el desembarco de Bahía de Cochinos— en pasivos espectadores de nuestra realidad nacional y de cualquier proyecto de resistencia. Esta resistencia ha encontrado sus más destacados gestores, propulsores y portavoces en individuos provenientes de los estratos más populares de la sociedad, formados muchos de ellos en el marco de la ideología castrista y sus estereotipos verbales, con los cuales no siempre resulta fácil romper.

La degradación de costumbres, ruptura de tradiciones y estandardización de lenguaje y modales provenientes de los estratos inferiores de la sociedad, que han tenido lugar en la Cuba de hoy como consecuencia directa de la conmoción revolucionaria, han de verse y juzgarse también en el contexto de un fenómeno global de vulgarización que, si bien, en términos generales, no ha sido tan drástico y brutal como el ocurrido en nuestro país, no por ello es desestimable como instrumento de legitimación de estas conductas que lamentamos.

Finalmente, es digno de notar que varios de los representantes de la disidencia interna, entre ellos algunos de los excarcelados que llegaron a España en días pasados (al igual que otros exiliados de los últimos años, ya se trate de activistas políticos o intelectuales) se esfuerzan por distanciarse —al hablar— de la entonación, el vocabulario y la gestualidad que ha signado, como una marca de oprobio, a tantos cubanos de esta época. Por ejemplo, al oírle contar a Normando Hernández su experiencia, no sólo me sentí conmovido por su historia, sino admirado por su manera de contarla, por la claridad de su dicción, por la entonación que lo emparenta con la Cuba de siempre —la que Giroud no fue capaz de recoger en la actuación del pequeño Carreira— al tiempo que lo aleja del castrismo y su típico acento.

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ALGUNOS COMENTARIOS DEJADOS

Anónimo ha dejado un nuevo comentario en su entrada "CUBA: El acento de la Revolución Cubana":

No entro en los detalles de la historia cubana, que desconozco, pero algunos rasgos de la destrucción de la cultura que se mencionan se pueden ver también en Venezuela hoy; en este sentido Chávez es casi peor que los Castro. La intervención del Cardenal Urosa, clara, inteligente y respetuosa los sacó de quicio porque estableció un referente diferente al de Chávez y atractivo. Por eso no quisieron televisar en vivo (ni tampoco después) su interpelación en la Asamblea Nacional.

9 Comments:

At 8:51 a. m., Anonymous Anónimo said...

Echerri, PRETENSIOSA es con S.

 
At 9:19 a. m., Blogger PPAC said...

Disculpe, pero he buscado en el diccionario y lo que encuentro es PRETENCIOSA.

GGracias por leer Baracutey Cubano

 
At 11:56 a. m., Anonymous Anónimo said...

Diculpe, pero que diccionario es ese?,PRETENSIÓN.

 
At 2:11 p. m., Anonymous Anónimo said...

PPAC, en el "Diario de Cuba" ya lo han rectificado, PretenSión es con S.

 
At 7:53 p. m., Anonymous Mendel said...

Hace tiempo observo que, salvo excepciones que siempre hay, lo mejor de Cuba acabó por irse del país, y lo que quedó fue un elemento inferior al perdido. Naturalmente, lo que quedó se reprodujo y se multiplicó, y eso es lo que hay en la isla ahora, mayoritariamente, salvo consabidas excepciones que siempre son minoritarias. Esos son los bueyes con los que habrá que arar a corto o mediano plazo, pues muy pocos exiliados van a regresar a Cuba de lleno. O sea, la cosa no pinta muy bien.

 
At 3:37 a. m., Blogger PPAC said...

El artículo es de Cuba Encuentro, no de Diario de Cuba

http://buscon.rae.es/draeI/

pretencioso, sa.

(Del fr. prétentieux).

1. adj. Presuntuoso, que pretende ser más de lo que es.


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Gracias por leer a Baracutey Cubano

 
At 3:44 a. m., Blogger PPAC said...

El autor dice: ¨Pese a ser pobretona en recursos y pretenciosa en su factura ...¨ y PRETENCIOSA se ajusta más en el contexto a lo que desea decir el autor


pretensión.

(Del lat. praetensĭo, -ōnis).

1. f. Solicitación para conseguir algo que se desea.

2. f. Derecho bien o mal fundado que alguien juzga tener sobre algo.

3. f. Aspiración ambiciosa o desmedida. U. m. en pl.

4. f. Der. Objeto de una acción procesal, consistente en pedir al juez un determinado pronunciamiento.

~ constitutiva.

1. f. Der. La que insta del juez la creación o extinción de una situación jurídica.

~ declarativa.

1. f. Der. La que insta del juez la declaración de existencia de una situación jurídica.

~ de condena.

1. f. Der. La que insta del juez la imposición a la otra parte de una obligación.

barajarle a alguien una ~.

1. loc. verb. Ser causa de que se malogre.

barajársele a alguien una ~.

1. loc. verb. Malogrársele.


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At 6:58 a. m., Anonymous Anónimo said...

PPAC, me equivoqué, es con C., gracias.

 
At 10:56 p. m., Anonymous Anónimo said...

No entro en los detalles de la historia cubana, que desconozco, pero algunos rasgos de la destrucción de la cultura que se mencionan se pueden ver también en Venezuela hoy; en este sentido Chávez es casi peor que los Castro. La intervención del Cardenal Urosa, clara, inteligente y respetuosa los sacó de quicio porque estableció un referente diferente al de Chávez y atractivo. Por eso no quisieron televisar en vivo (ni tampoco después) su interpelación en la Asamblea Nacional.

 

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