viernes, agosto 13, 2021

Miguel Sales Figueroa sobre Cuba: Optimismo y esperanza


 Optimismo y esperanza

Por Miguel Sales Figueroa

13 de agosto, 2021

Confieso que en los últimos 50 años nunca sentí optimismo en lo tocante al futuro de Cuba. Ni siquiera cuando en 1989 los alemanes derribaron el Muro de Berlín y poco después el bloque comunista desapareció, barrido por el hartazgo popular. Tampoco cuando en 1991 naufragó el sistema soviético. A diferencia de algunos amigos entusiastas que ya aprestaban las maletas para desembarcar en la Isla, tuve la premonición de que el régimen castrista resistiría, incluso sin valedores externos. Por desgracia, así fue.

Al respecto, escribí por esos días un ensayo que apareció en el número 4 de la revista Próximo, que animaba en Madrid Carlos Alberto Montaner, bajo el título de La agonía del castrismo, texto que figura también en la antología Cuba: Fundamentos de la democracia, que publicó luego la Fundación Liberal José Martí.

La idea central del trabajo era que desde mediados del siglo XIX la sociedad cubana (o, al menos, buena parte de ella) había vivido inmersa en el culto de la revolución y que los fracasos sucesivos de ese proyecto transformador (1878, 1898 y 1933) solo habían intensificado la fe en la violencia redentora. La mitología de la revolución inconclusa terminó por generar una masa crítica de militantes y simpatizantes que fue decisiva para el triunfo de la insurrección castrista de 1957-1959. La inercia de esa victoria facilitó notablemente la implantación de una dictadura comunista en la Isla, proceso que, en lo esencial, culminó en 1962. 

Sostenía entonces -y sigo creyendo ahora- que lo sucedido en ese lustro produjo la quiebra del mito fundacional de la cubanidad, la creencia colectiva en un destino nacional glorioso solo realizable mediante la revolución. Las generaciones posteriores ya no estuvieron animadas por el culto a la violencia política y la fe en su virtud palingenésica. Al contrario, crecieron anestesiadas por el control del sistema totalitario y el miedo de sus padres a contarles lo que en realidad había sucedido en esos años cruciales. Los únicos horizontes visibles eran la sumisión, la cárcel o el exilio. No todos podían marchar al extranjero y muy pocos tenían madera de héroe, así que la gran mayoría se sometió. Aceptaron el simulacro de adhesión y trataron de sobrevivir en medio de la mentira y la pobreza impuestas por un régimen que cada vez les resultaba más ajeno.  

Pero los sistemas basados en la simulación y la represión tienen fecha de caducidad implícita, por difícil que resulte determinarla. La del castrismo no era 1991, ni siquiera 2006, cuando el Comandante Único y Jefe de todo lo ordenable cayó traicionado por su propio intestino. 

En un libro poco difundido y menos leído aún, El poscastrismo y otros ensayos contrarrevolucionarios, publicado en 2007 con el pseudónimo de Julián B. Sorel, escribí sobre el tema:     

“Raúl Castro ha heredado el instrumento que su hermano forjó en una situación radicalmente distinta. No solo se trata del desgaste que provoca el ejercicio del poder absoluto durante medio siglo ni de la orfandad del régimen tras la desaparición del bloque soviético, aunque ambos factores son importantes. El problema que afronta hoy el nuevo/viejo gobierno de La Habana es que el totalitarismo cubano está minado por un virus mucho más patógeno que la corrupción o la ineficiencia económica […] la íntima convicción que comparten millones de hombres y mujeres de que viven en un sistema anacrónico, un Estado que es […] un quiste histórico, carente de proyecto de futuro e incapaz de suscitar ilusión o entusiasmo en la ciudadanía”. […]

“Raúl Castro va a ensayar la fórmula continuista […] y en los primeros años tendrá éxito. En esa etapa inicial […] las expectativas de liberalización y mejoras económicas que los cubanos han concebido durante la agonía del Comandante en Jefe no serán todavía lo suficientemente enérgicas como para impedir la prolongación de la política actual”. […]

Dos o tres años después del sepelio de Fidel Castro, la situación empezará a cambiar; lentamente primero, luego con más rapidez. En pocos meses, la sociedad cubana comenzará a exigir más derechos y mejores condiciones de vida. Confortados por el éxito inicial del continuismo, los dirigentes políticos tratarán de resistir y mantendrán el rumbo. Cuando por fin comprendan su equivocación e intenten aplicar las reformas necesarias, será demasiado tarde: habrán perdido el pulso y el poder estará en la calle”. [págs.. 145-147] 

El vaticinio se ajustó bastante a lo sucedido el 11 de julio de 2021 –cuatro años y ocho meses después del fallecimiento de Castro I– , sobre todo si se tiene en cuenta que toda predicción sobre el devenir de una sociedad cerrada comporta necesariamente un alto margen de error. 

Ahora sí, por primera vez en muchísimo tiempo, albergo esperanzas sobre el futuro de Cuba. No me siento optimista, pero sí esperanzado. El optimista es el que cree que todo lo bueno llegará de manera inexorable, haga lo que haga y pase lo que pase. El esperanzado confía en que, si al esfuerzo personal y colectivo se añade una cucharada de buena suerte, los resultados podrían ser favorables. 

El 11 de julio marcó una divisoria de aguas en la historia de la Isla. Un sector importante de la población –sobre todo, de los jóvenes—demostró que no está dispuesto a seguir viviendo en el miedo y la mentira. Así empezaron a derrumbarse las dictaduras comunistas de Europa del Este, a pesar de que la URSS aún resistía. Así caerá también el sistema castrista, por más que sus compinches, dentro y fuera de la Isla, se empeñen en apuntalarlo.     


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