Es un blog diario digital conformado con los artículos, opiniones, ensayos, etc. del Catedrático universitario Lic. Pedro Pablo Arencibia Cardoso sobre diferentes temáticas de la problemática cubana, actual e histórica, así como por noticias y artículos de otros autores que se consideran de gran interés para profundizar en la realidad cubana.
domingo, diciembre 24, 2017
Tania Quinteros sobre la Nochebuena y las Navidades en Cuba antes de 1959
'El lechón salía en una bandeja de la panadería y las frutas venían de California, pero los turrones eran cubanos…'
Nací
en 1942 y en mi infancia decíamos Navidades, en plural, y muchas
postales decían Felices Pascuas, cuando en realidad la Pascua se celebra
el lunes siguiente al Domingo de Resurrección, marcando el fin de la
Semana Santa. Detalles que no importaban a los cubanos de mi época, en
particular a los niños, deseosos de que llegaran los meses de diciembre y
enero.
Las Navidades se ajustaban a los bolsillos.
Como en mi familia paterna todos trabajaban, cada uno aportaba algo.
Mis tres tías eran modistas, un tío era carpintero y el otro agricultor.
Y mi padre alternaba su oficio de barbero ambulante con el de
guardaespaldas (fue guardaespalda del líder comunista Blas Roca en esa
época. nota del bloguista de BC). En realidad lo que a mi padre le
gustaba era ser
panadero. Lo aprendió siendo adolescente y al amanecer, cuando llegaba
cargado de flautas calientes, su madre lo estaba esperando con una
chancleta en la mano. No aceptaba que uno de sus hijos dedicara las
madrugadas a hacer pan para que se lo comieran quienes dormían
plácidamente toda la noche.
Se
fuera más o menos pobre, nunca se dejaban de celebrar las dos fechas de
diciembre más importantes en la Cuba de entonces: la Nochebuena, el 24
de diciembre, y la llegada del Año Nuevo, el 31 de diciembre. Ni tampoco
el de más ilusión, el día de los Reyes Magos, el 6 de enero.
Vivíamos
en el segundo piso de un viejo edificio, a dos cuadras de la Esquina de
Tejas, en El Cerro. Mi madre tenía ocho hermanos, cinco residían en la
capital y tres en Sancti Spiritus. Que yo recuerde, nunca fuimos a cenar
el 24 ni esperar el año junto a alguno de sus hermanos, con los cuales
se llevaba muy bien. Es que ella, caso raro, congeniaba muy bien con su
suegra y sus cuñados, y de buena gana iba a Luyanó, a casa de Matilde,
mi abuela paterna, una mulata que medía seis pies y no creía en cuentos
de caminos.
En la mañana del 24 cogíamos la ruta 10 en la Esquina
de Tejas, a un costado del cine Valentino y la valla de gallos, hace
tiempo desaparecidos. Cuando llegábamos, ya mi abuela y mis tías tenían
distribuidas las tareas. Mi padre iba a la panadería, a ver si ya le
quedaba poco al lechón y averiguar a qué hora se podía ir a buscar.
Había
familias que preferían comprar el puerco, cerdo, macho o marrano ya
muerto y limpio, pero otras lo compraban vivo y lo mataban en el patio
de su casa o de un vecino. Luego de sacarle la grasa y las vísceras, lo
adobaban con sal, ajo, cebolla, naranja agria y orégano. Y lo llevaban a
la panadería del barrio, que cuando llegaban las Navidades, a la
producción diaria de pan, galletas de manteca y palitroques, añadían
los numerosos encargos para asar puercos en sus hornos de leña.
(La autora, a la izquierda, junto a su madre y una vecinita. (La Habana, 1945))
El
momento más esperado era cuando hacía su entrada triunfal el bandejón
que prestaban en la panadería, con el animal bocabajo, asado y
crujiente, que uno quería comérselo enseguida, sin arroz ni frijoles ni
yuca.
Una de las cosas que más
recuerdo de aquellas Nochebuenas era el olor a lechón asado que inundaba
toda la ciudad, proveniente de los timbiriches vendiendo pan con lechón
en trozos, por libras, a precios accesibles a las personas de pocos
recursos.
Volviendo a Luyanó. A uno de los tíos le tocaba
ir a la bodega, que quedaba al lado, a comprar dos o tres botellas de
vino tinto español, y para los fiñes, Materva y Salutaris, refrescos muy
populares. El agua, de la pila, enfriada en el refrigerador, nada de
agua mineral El Cotorro, la más famosa de La Habana. Prohibida la
cerveza y el ron. "Es un día para estar en familia, no para jalarse",
decía la matriarca del clan.
A mis primos varones, para que no
fastidiaran dentro de la casa, que no era muy amplia, los mandaban a
jugar a la calle. Eran vigilados por la abuela Matilde, sentada en un
sofá de madera con rejillas de mimbre, al lado de la puerta de la calle,
que mantenía entreabierta. A las hembras nos tocaba ayudar a limpiar el
arroz y los frijoles negros, escoger las hojas de lechuga y lavar los
tomates y rabanitos. O fregar y secar con un paño la vajilla y los
cubiertos.
Las
mujeres, entre ellas mi madre, se encargaban de cocinar el arroz, los
frijoles negros (deliciosos cuando le echaban hojitas de culantro), la
yuca con mojo y el fricasé de guineo o gallina de Guinea. Cocinaban en
grandes calderos, por partes, porque la cocina solo tenía tres
hornillas.
[Tania Quintero de niña.] Tania Quintero de niña.
Los
dulces caseros, tradicionales en el menú criollo de Nochebuena, se
preparaban con antelación: cascos de guayaba, naranja o toronja en
almíbar, que se comían acompañados de queso blanco de Camagüey o de
Jicotea, un poblado villaclareño. O queso amarillo, de esos de cubierta
roja que vendían en las bodegas por pedazos.
El postre más
esperado lo repartían al final. En una bandeja de cristal, turrones
españoles, de jijona, alicante y yema, y también mazapán y membrillo, en
pedacitos demasiado pequeños para el gusto infantil. En otra bandeja,
los dátiles e higos secos, traídos de no sé cuál país árabe.
Después
de los postres llegaba el turno de las nueces y avellanas, vendidas a
granel en las bodegas. Para partirlas se utilizaban rompenueces de
metal, que recordaban instrumentos de dentistas para sacar muelas. Había
llegado el momento de conversar y reírse. Si existía alguna
desavenencia familiar, Matilde no permitía que se tratara de solventar
en ese momento.
En casa de mi abuela no había televisor, tampoco
en nuestra casa (vinimos a tener uno ruso, de la marca Krim, el 31 de
diciembre de 1977, no olvido la fecha porque ese día falleció el padre
de mis hijos). Como a mi abuela y tíos les gustaba la música cubana, se
prendía la radio y esa noche en la sobremesa se escuchaba, entre otros, a
Barbarito Diez, Benny Moré y María Teresa Vera, la cantante favorita de
mi padre, según él, la mejor intérprete de Y tú qué has hecho (En el
tronco de un árbol), de Eusebio Delfín, natural de Palmira, Cienfuegos,
la patria chica de mi familia paterna.
Aunque todos ellos habían
nacido en Palmira, municipio con fama de grandes santeros y brujeros,
ninguno tenía creencias religiosas, católicas o afrocubanas. En casa de
mi abuela nunca vi una imagen del Sagrado Corazón ni de un santo o
virgen. El cuadro que presidía la sala no podía ser más realista: una de
esas fotos retocadas y coloreadas que se hacían a principios del siglo
XX y en la que aparecían seis bebés desnudos, mi padre y sus cinco
hermanos, en poses que ocultaban el sexo de hembras y varones.
Pese
a su agnosticismo, todos los años se ponía un arbolito navideño, con
sus bolas, pico, guirnalda y algodón sobre las ramas, recurso usado en
Cuba para imitar la nieve.
Alrededor de las 12 de la noche
emprendíamos el regreso a casa. Ya estaba funcionando la confronta, y si
la ruta 9 venía primero que la 10, la cogíamos y nos bajábamos en la
Calzada de Cristina, y caminábamos unas cinco cuadras.
Al día
siguiente, 25 de diciembre, nos volvíamos a reunir en Luyanó. No para
ver qué regalos nos había traído Santa Claus, personaje conocido por la
gran influencia que teníamos de las costumbres en Estados Unidos. Si no
para la "montería", como llamaban al almuerzo con los restos de cerdo,
calentados tal y como habían quedado de la Nochebuena o guisados, con
cebolla, ají, puré de tomate y otros condimentos.
A veces también
se freían chicharrones. O se compraban en los puestos de chinos,
verdaderos especialistas, sobre todo en los chicharrones de tripitas o
de viento. En la montería los niños tomábamos malta o maltina y los
mayores cerveza, Hatuey, Polar o Cristal, de fabricación nacional. Una o
dos botellas. Matilde no permitía borracheras en su hogar.
Seis
días después, el 31 de diciembre, se celebraba un nuevo encuentro
familiar en casa de la abuela. El menú consistía en arroz congrí o moros
y cristianos; guanajo (pavo) en fricasé; ensalada de lechuga y tomate y
tostones de plátano verde.
En los postres se repetían los dulces
caseros, pero los turrones eran cubanos. Antes, en Cuba, en La Estrella
o La Ambrosía, dos de las principales fábricas de galletas, caramelos y
chocolates, se elaboraban turrones de maní, semilla de marañón, yema,
mazapán...
Los mayores bebían vino blanco y los menores, jugo.
Mientras esperábamos las 12 de la noche, de una gran bandeja en el
centro de la mesa podíamos coger manzanas, peras, melocotones y
albaricoques. A pocas cuadras de nuestra casa, en Frutas Rivas, un gran
almacén en la calle Monte frente al Mercado Único de Cuatro Caminos, se
dedicaba a la importación de frutas frescas de California.
Para
el 31, mis padres compraban allí esas frutas y también las uvas, verdes y
moradas, que se preparaban en ramitos de 12 y se comían cuando se
acercaban las doce campanadas. El brindis, deseando salud y un próspero
año nuevo, se hacía con sidra El Gaitero, la más consumida en la isla en
aquellos años.
Todas esas
costumbres se fueron perdiendo, por la escasez material, la pérdida de
valores morales y las rupturas familiares que trajo consigo la
revolución de Fidel Castro. Tal vez un día, cuando Cuba tenga una
economía desarrollada y vuelva a ser una nación democrática y
cosmopolita, la tradición de las Navidades deje de ser un recuerdo.
La cena solía consistir en arroz blanco, frijoles negros, puerco asado,
fricasé de guanajo, ensalada de tomate, lechuga y rabanitos, yuca con
mojo y tostones de plátano verde.
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El cerdo asado, junto al arroz con frijoles y la yuca con mojo constituyen la comida tradicional cubana de fin de año.
Por Tania Quintero
diciembre 242012
Antes
de Fidel Castro y los barbudos tomar el poder, el 1 de enero de 1959,
la llegada de la Navidad era un acontecimiento en todos los hogares, al
margen del presupuesto doméstico y la categoría social. Nunca se dejaba
de celebrar.
Las familias numerosas y de modestos recursos, como la mía, el 23 de
diciembre llevaban un puerco, ya adobado, a la panadería más cercana
para que se lo asaran. Los que vivían en las afueras, preparaban
condiciones para asarlo en el patio.
En esa época, la década 1940-50, no se cenaba el 24 con bistec o una
pierna de cerdo, como ahora se estila en Cuba, sino con un puerco asado
completo, como el de la foto. Además, había la posibilidad de comprar
las partes del animal que uno prefería, ya asadas, en los quioscos y
timbiriches esparcidos por toda la ciudad, y que la inundaban con un
sabroso olor a lechón asado.
También vendían pan con lechón, a 0.20 centavos. El pan de flauta era
fresco, y luego de servidas las masas con sus correspondientes gorditos y
pellejitos crujientes, el vendedor lo rociaba con un mojo de naranja
agria, ajo y cebolla. Si a uno le gustaba el picante, le echaba un
aliñado de vinagre con ají guaguao y pimienta de guinea.
El 23 era el día de los preparativos, de revisar si no faltaba nada o si
había que comprar más. Entonces mandaban a los muchachos a la bodega de
la esquina, a comprar más turrones, de jijona, alicante, yema o
mazapán; nueces, avellanas, dátiles, higos...
Mis padres y yo siempre cenábamos el 24 en la casa de mi abuela Matilde,
en Luyanó, barrio obrero en las inmediaciones de La Habana. Nos íbamos
temprano, para ayudar en lo que hiciera falta. Como vivíamos cerca de
Frutas Rivas, un almacén importador de frutas de California, frente al
Mercado de Cuatro Caminos, llevábamos un cartucho grande con manzanas,
peras y melocotones, que se ponían en una fuente en la mesa. En
Nochebuena no se comían uvas: éstas se dejaban para despedir el año, el
31 de diciembre, a razón de doce por persona.
La cena solía consistir en arroz blanco, frijoles negros, puerco asado,
fricasé de guanajo, ensalada de tomate, lechuga y rabanitos, yuca con
mojo y tostones de plátano verde. Para beber, vino blanco o tinto para
los adultos y refresco para los niños. De postre, dulce casero: coco
rayado, mermelada de guayaba o cascos de toronja con queso blanco. Los
turrones, nueces, avellanas, higos y dátiles se comían en la sobremesa.
Al final, la imprescindible tacita de café.
El arbolito ocupaba un lugar especial en las salas de las casas. A veces
les ponían algodón, para imitar la nieve. Debajo, más grande o más
pequeño, el nacimiento o belén. En las tiendas vendían adornos
navideños, importados de Estados Unidos o Europa, pero a la gente le
gustaba decorar con flores de pascuas, común en los jardines cubanos en
estos meses del año. Otra costumbre era el envío de tarjetas por correo y
los intercambios de regalos.
Mis tres tías eran modistas; los dos tíos, carpinteros, y mi padre,
barbero ambulante. Si a alguno se le presentaba un compromiso y no podía
ir a cenar, tenía que pasar y disculparse con la abuela Matilde, una
mulata que medía 6 pies y pesaba 100 kilos. Era la matriarca. Y para
ella, Navidad, Nochebuena y Fin de Año eran citas obligadas para toda la
familia.
Familia cubana en España mantiene sus costumbres de Navidad
Una familia cubana en Madrid recuerda en Navidad las amarguras pasadas en la isla y celebra la felicidad actual.
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ALGUNOS COMENTARIOS DEJADOS
Si los negros americanos leyeran esto y tuvieran lo que se debe tener, fuera suficiente para quitarles el peo castrista que siempre han tenido. Por supuesto, el difunto mayoral siempre les dijo lo que ellos querían oir, pero creer a un farsante oportunista no es precisamente respetable. Realpolitik
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Sobre la autora de los dos artículos:
Tomado de https://cubamaterial.com/ Tania Quintero: Yo era hija única y también de procedencia humilde. Mi padre, José Manuel Quintero, combinaba su oficio de barbero ambulante con el de guardaespaldas de Blas Roca Calderío, secretario general del PSP (PSP: Partido Socialista Popular; nombre que tuvo en determinada época el Partido Comunista en Cuba) Y mi madre, Carmen Antúnez, de origen campesino, se dedicaba a los quehaceres del hogar. Vivíamos en el barrio El Pilar, Cerro.
Si los negros americanos leyeran esto y tuvieran lo que se debe tener, fuera suficiente para quitarles el peo castrista que siempre han tenido. Por supuesto, el difunto mayoral siempre les dijo lo que ellos querían oir, pero creer a un farsante oportunista no es precisamente respetable.
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Libro de Pedro Pablo Arencibia: Paradigmas Psicopedagogicos y caminos de la Investigacion Matematica en la Ensenanza de la Matematica Universitaria y Media
OPINIÓN SOBRE EL LIBRO:
Lo he ojeado, aqui y alla; es conmovedor. humano. Tardare en leerlo de tapa a tapa. Comprendo que es holistico, lo que me parece admirable, meritorio, politica, experiencia humana, Matematicas, Ciencias, y tambien ¨very scholar. Una combinacion unica. Gracias. B.M.
“Marco Rubio a Donald Trump: Te diré lo que es un buen acuerdo: que Cuba sea libre
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Licenciado en Matemática Pura en la Universidad de La Habana (UH) y Catedrático universitario con 24 años de experiencia en la docencia universitaria cubana; posee la Categoría Docente Principal de Profesor Titular universitario. Fue expulsado el 29 de enero de 1997 del Instituto Superior Pedagógico de Pinar del Río ( universidad de perfil formativo o pedagógico) por motivos políticos. Activo colaborador desde su fundación de la revista VITRAL y del Centro Católico de Formación Cívica y Religiosa (CFCR) de la Diócesis de Pinar del Río. Colaboró en Cuba con las organizaciones opositoras: Todos Unidos, Asamblea para Promover la Sociedad Civil en Cuba y con el Consejo Unitario de Trabajadores Cubanos (CUTC).
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COLABORADORES:
Paul Echániz
1 Comments:
Si los negros americanos leyeran esto y tuvieran lo que se debe tener, fuera suficiente para quitarles el peo castrista que siempre han tenido. Por supuesto, el difunto mayoral siempre les dijo lo que ellos querían oir, pero creer a un farsante oportunista no es precisamente respetable.
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