Nota del Bloguista
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Tomado de http://www.diariodecuba.com/de-leer/1385665205_6128.html
George Orwell a 110 años de su nacimiento
George Orwell hablando por la BBC. (DAILYMAIL.CO.UK)
Por Daniel Díaz Mantilla
La Habana
30 Nov 2013
'Rebelión en la granja' y '1984', sus dos obras más conocidas, han vendido más de 50 millones de copias en todo el mundo. En ellas denunció no solo peligros de su época, sino peligros futuros.
Richard Walmsley, funcionario inglés en la colonia británica de la India, trabajaba para el Ministerio del Opio en la comunidad de Motihari, un pequeño pueblo del norte, casi irrelevante, a solo cincuenta kilómetros del Himalaya. Lo único notable en aquel lugar perdido entre los campos de labranza y los ríos tributarios del Ganges, era un monumento de piedra: la estupa budista que el emperador Ashoka había mandado erigir más de un milenio atrás. Era la mayor estupa del mundo, pero eso a los ingleses no les importaba.
Richard se había casado con Ida Mabel, una mujer de ascendencia birmana y francesa, y allí les nació su primer hijo, Eric Arthur Blair, en junio de 1903. Dos años después, la familia se trasladó a Inglaterra y el niño comenzó a asistir a un colegio parroquial. Eran pobres y no podían pagarle una buena educación a su hijo, pero Eric destacaba y obtuvo becas para estudiar en las mejores escuelas inglesas. Le gustaba escribir, trabajó en varias revistas estudiantiles e incluso publicó algunos poemas. Sin embargo, no logró conseguir una beca para la universidad y, siendo ya adolescente, sus padres decidieron enviarlo de vuelta a la India para que se uniera a la policía de Birmania.
A los veinticinco años, harto de la policía y sus abusos, resentido con el Imperio Británico y su sistema colonial, Eric regresó a Europa. Probó suerte en Londres, pero la pobreza lo obligó a refugiarse en casa de una tía, en París, donde trabajó como lavaplatos para un hotel de lujo. Su situación, lejos de mejorar, se hacía peor, y un año después, enfermo, tuvo que retornar a casa de sus padres en Suffolk. Allí escribió sus dos primeras novelas —Sin blanca en París y Londres (1933) y Los días de Birmania (1934)—, en las que contaba crudamente sus experiencias. Fue por esa época que adoptó el seudónimo de George Orwell. Aquellos libros iniciales no tuvieron éxito, pero Eric era tenaz: La hija del clérigo (1935), Mantened la aspidistra izada (1936) y su primer volumen de ensayos, El camino a Wigan Pier (1937), lo confirmaron en su afán de ser escritor.
Era un hombre de izquierdas, opuesto al imperialismo desde su juventud y apasionado defensor de los más pobres, de manera que al estallar la Guerra Civil Española se alistó como miliciano y partió a Barcelona, donde combatió junto al Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Sobre sus vivencias en esta guerra, en la que fue herido y enfermó de tuberculosis, escribió en el relato autobiográfico Homenaje a Cataluña (1938), donde criticaba duramente los desmanes de los comunistas que, al servicio de Stalin, minaban la fuerza de los republicanos españoles. Sus críticas no encontraron mucho apoyo y le trajeron el odio de los partidos de orientación pro-soviética no solo en España, sino también en Inglaterra, que comenzaron una campaña de descrédito en su contra.
Sin reconocimiento como autor, Eric sobrevivió escribiendo reseñas para el New English Review hasta que en 1940 estalló la Segunda Guerra Mundial. Su salud, debilitada por la tuberculosis, le impidió participar en los combates, aunque no se resignó a la inactividad: escribió numerosos ensayos y artículos de propaganda antifascista, y en 1941 fue contratado como periodista por el Servicio Oriental de la BBC.
Creía en el socialismo y sus textos despertaban las sospechas del gobierno británico; pero rechazaba también el estalinismo, y sus duras diatribas contra el Pacto Molotov-Ribbentrop no le hicieron más fácil la existencia. Títulos como El león y el unicornio (1941) y sus contribuciones a la antología La traición de la izquierda, de Victor Gollancz, dan fe de su difícil posición como intelectual.
'Rebelión en la granja'
Ya en abril de 1944 tenía terminado el manuscrito de Rebelión en la granja, donde describía con ingenio y mordacidad la corrupción del socialismo soviético bajo el gobierno de Stalin, pero las editoriales inglesas se negaban a publicarlo porque la URSS era un importante aliado, y el libro solo vio la luz en agosto de 1945, cuando la guerra llegaba a su fin.
Rebelión en la granja fue un éxito rotundo. Desde entonces hasta 1947, siendo ya un escritor de prestigio, pero agravado en su enfermedad, se mudó a un rincón tranquilo de la isla de Jura para escribir su última y más célebre obra, 1984. La novela se publicó en junio de 1949 y pocos meses después, en enero de 1950, Eric Arthur Blair —conocido ya universalmente por su seudónimo George Orwell— murió en Londres a la edad de 46 años.
Su vida y su obra, signadas por los acontecimientos y las paradojas de su época, lograron trascenderla y extraer de ella imágenes que aún hoy siguen conmoviendo a sus lectores. A más de sesenta años de su muerte, odiado por unos y admirado por otros, George Orwell es sin dudas el más influyente autor inglés de su generación —más incluso que Graham Greene y Evelyn Waugh—, y solo sus dos últimos libros, traducidos a 62 idiomas, han vendido alrededor de cincuenta millones de copias por todo el mundo.1 Para algunos, a pesar de su honestidad personal, su idealismo y el valor con que expresó sus opiniones, Orwell es un mal escritor, cuyo éxito es desproporcionado y se debe solamente a ciertas circunstancias sociales y políticas que le favorecieron.2
Es cierto que las circunstancias de su tiempo y los posteriores años de Guerra Fría influyeron mucho en la recepción de su obra, aunque esa influencia no fue solo positiva ni resulta suficiente para explicar el interés que aún genera. El propio T. S. Eliot, en la carta donde argumentaba las razones por las que no publicaría Rebelión en la granja en la editorial Faber and Faber, admitía "que se distingue por su escritura, que la fábula se maneja con mucha habilidad y que la narración logra conservar el interés del lector en su propio plano —y eso es algo que muy pocos autores han logrado desde Gulliver".3
Esa comparación entre las obras de Orwell y Jonathan Swift no es, sin embargo, gratuita: Orwell había estudiado profundamente la sátira política de Swift y lo admiraba al punto de reconocer que "Los Viajes de Gulliver ha significado más para mí que cualquier otro libro jamás escrito".4 Pero más que el elogio implícito en los comentarios de Eliot, la comparación entre estos dos escritores es útil porque ayuda a entender las analogías y diferencias de sus pasiones.
Bertrand Russell escribió al respecto en junio de 1950: "Ambos dieron cuerpo a su desilusión en sátiras amargas y magistrales. Pero si la sátira de Swift expresa un odio universal e indiscriminado, la de Orwell tiene siempre una corriente subterránea de ternura: él odia a los enemigos de aquellos a quienes ama, mientras que Swift solo podía amar (y poco) a los enemigos de aquellos a quienes odiaba. Más aún: la misantropía de Swift brotaba de una ambición frustrada, mientras que la de Orwell nacía de la traición de ideales generosos por parte de aquellos que decían ser sus defensores."5
Russell respetaba a Orwell porque, en su opinión, "había conservado un impecable amor a la verdad y se había permitido aprender incluso las lecciones más dolorosas", pero veía en él un hombre triste que había perdido su fe en la humanidad.6 Aquel futuro mundo distópico que Orwell describe en 1984, donde el ciudadano, despojado de toda libertad, de toda privacidad, se encuentra a merced de un Estado tiránico que vigila y castiga cruelmente cada disidencia, hasta la de pensar, se le antojaba a Russell expresión de la desesperanza de Orwell.
Muchos estudiosos han encontrado en esa última novela, sin embargo, la advertencia de un peligro más que el augurio de un futuro inexorable.7 El propio Russell, en 1938, veía con preocupación esa posibilidad: "Muchas fuerzas conspiran para guiar a las comunidades modernas hacia la uniformidad —las escuelas, los diarios, el cine, la radio, la instrucción militar, etc. Por lo tanto, la posición de equilibrio momentáneo entre el aprecio a la independencia y el amor al poder tiende, en las condiciones actuales, a moverse cada vez más en la dirección del poder, facilitando así la creación y el éxito de Estados totalitarios. Mediante la educación es posible debilitar el amor a la independencia hasta un extremo cuyos límites hoy se ignoran. Cuánto puede aumentar gradualmente el poder que un Estado ejerce hacia el interior de su sociedad sin provocar una revuelta, es imposible decirlo; pero no parece haber razones para dudar de que, con el tiempo, ese poder puede crecer mucho más allá del punto que en la actualidad han alcanzado los Estados más autocráticos." 8
'1984'
La Segunda Guerra Mundial sacudió, como ninguna otra guerra antes, la conciencia de la humanidad. La masacre de millones de personas, el inmenso poder de destrucción que la tecnología había puesto en las manos del hombre, el efecto combinado de la propaganda y el terror, hacían posibles esas oscuras pesadillas. Incluso el presidente de los Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower, llamó la atención sobre esa posibilidad cuando, en su discurso de despedida, advirtió sobre los riesgos combinados de la autocomplaciente desidia de los ciudadanos y la incontrolada adquisición de influencia por parte del complejo militar-industrial.9
La señal de alarma que Orwell lanzó con 1984 no debe verse entonces —como pensaba Russell— solo como una consecuencia directa de la decepción ni como el temor exagerado de un único sujeto visionario. De hecho, al menos en sus rasgos más generales, mucho de lo que Orwell describe en 1984 había sido imaginado ya por otro popular autor inglés, Herbert Spencer, en su ensayo El individuo contra el Esta, que se publicó inicialmente en 1884.
Allí Spencer escribía: "incluso en sociedades privadas que se forman de manera voluntaria, el poder de las organizaciones reguladoras tiende a hacerse grande, si no irresistible. […] E incluso en entidades cooperativas que se forman para realizar negocios de manufactura o distribución, y que no necesitan de la obediencia a sus líderes que se requiere donde los propósitos son ofensivos o defensivos, suele suceder que las agencias administrativas adquieren tal supremacía que despierta protestas sobre 'la tiranía de la organización'. Juzguen ustedes entonces que pasará cuando, en vez de asociaciones relativamente pequeñas, a las que las personas pueden pertenecer o no, según deseen, tengamos una asociación nacional en la que todos los ciudadanos estén incorporados y de la cual no puedan separarse sino abandonando el país. Juzguen, bajo tales condiciones, cómo será el despotismo de un oficialismo centralizado y jerarquizado que tenga en sus manos los recursos de la comunidad y que disponga de cuanta fuerza demande para hacer cumplir sus decretos y mantener aquello que quiera entender por orden."10
La novela de Orwell vio la luz en una época cuando esas premoniciones de Spencer parecían más próximas. Lóbrega y asfixiante como los peligros a que la humanidad despertaba tras la guerra, 1984 suscitó desde su publicación numerosas lecturas, favorables o no, pero siempre apasionadas y casi siempre bajo el prisma de lo ideológico, de uno u otro signo. Así, hubo quienes vieron en ella una profecía y quienes la tildaron de vulgar propaganda.
Algo similar había ocurrido antes con Rebelión en la granja, y en cierta medida también con Homenaje a Cataluña y con casi toda su obra ensayística desde El camino a Wigan Pier. El cuestionamiento y la defensa de la calidad artística de su literatura, apoyados en la aceptación o el rechazo de sus ideas políticas y —lo que es peor— en su manipulación, lo convirtieron en un autor muy difícil de valorar objetivamente. Su destino como intelectual es también sui generis: fue un socialista ignorado en los países socialistas que, con sus críticas al control total de la sociedad por el Estado, se ganó el epíteto de subversivo, y que, no obstante su lealtad a la clase obrera y sus duros retratos del imperialismo, se convirtió —a su pesar— en bandera de la lucha contra las ideas socialistas.
Esa circunstancia lo llevó más de una vez a pensar sobre los compromisos intelectuales del escritor y sobre la compacta imbricación de literatura y política en su propia obra: "Uno no puede mirar con interés puramente estético a una enfermedad que lo está matando; no puede sentirse ecuánime ante un hombre que está a punto de cortarle la garganta. En un mundo donde el Fascismo y el Socialismo peleaban el uno contra el otro, cada persona que pensara debía tomar partido […]. La literatura tenía que volverse política, porque otra cosa hubiese implicado una deshonestidad mental."11
Pero su necesaria toma de partido no lo hizo un mero instrumento al servicio de un dogma impuesto ni coartaron el ejercicio de su capacidad para pensar por sí mismo: un escritor —dijo— "no debe negarse jamás a considerar una idea por el hecho de que esta pueda conducirlo a la herejía, y no debe preocuparse demasiado si su heterodoxia se hace visible".12
Es difícil no coincidir con Harold Bloom cuando afirma que sus obras son hijas de una época y que eventualmente se olvidarán;13 aunque tal vez esa época no sea tan breve ni esté tan concluida como él supone. La "herejía" de Orwell, su "heterodoxia", y el carácter parabólico de sus dos últimos relatos, les confieren una indeterminación cronotópica significativa: podemos leerlos en tanto que representaciones magnificadas del totalitarismo soviético, pero ni su sentido y ni sus implicaciones terminan con la caída del socialismo en Europa del Este.
Para Dennis Wrong, por ejemplo, Orwell "fue uno de los principales creadores del concepto de totalitarismo, entendido como una nueva forma de tiranía que se apoya en técnicas de vigilancia y comunicación que se hicieron de uso general sólo a partir del siglo XX",14 un tipo de gobierno que —aunque ya, en su opinión, parezca improbable— es "una posibilidad permanente en las sociedades industriales urbanas orientadas hacia el progreso tecnológico y la comunicación de masas".15
Otro concepto orwelliano todavía bastante popular en estos tiempos, y muy vinculado con las modernas técnicas de espionaje, es el del "Gran Hermano", cuyas resonancias pueden advertirse sin demasiado esfuerzo en proyectos de vigilancia global como Echelon y Prism, y en muchas de las llamadas "teorías de la conspiración".
Sin embargo, juzgar sobre la mayor o menor probabilidad de que una tiranía al estilo de 1984 se instaure en este siglo me parece innecesario para valorar la trascendencia de la obra de Orwell. No me cuento entre quienes lo ven como el profeta de un porvenir oscuro, sino apenas como un autor cuyas ideas han dejado huellas que todavía persisten y que acaso sean útiles en el análisis de la sociedad y la política de nuestro tiempo.
Pero la notoriedad de Orwell va más allá del impacto causado por sus ficciones realistas o distópicas, más allá de la capacidad de sus neologismos y conceptos —"policía del pensamiento", "doble pensar", "crimental", "Gran Hermano", etcétera— para ilustrar aspectos o quizás tendencias de la realidad posterior a la Segunda Guerra. Su extensa obra ensayística y la coherencia de su propia vida con las posiciones que defendía en sus textos, son interesantes como paradigma intelectual y arrojan luz sobre los riesgos que suele enfrentar quien desafía los estereotipados fanatismos con que la propaganda oscurece la comprensión de la realidad. En este sentido, también, George Orwell sigue vivo a 110 años de su nacimiento.
Sin forzar las cosas, podríamos decir sobre él lo que dijo José Martí acerca de Spencer: "Es su frase como hoja de Toledo noble y recia, que le sirve a la par de maza y filo, y rebana de veras, y saca buenos tajos, y tanto brilla como tunde: derriba e ilumina. [...] Como en una idea agrupa hechos, en una palabra agrupa ideas".16
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