Pasajes de la guerra cultural
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A quienes nacimos poco antes o poco después de 1959 se nos bloqueó toda posibilidad de conocer la trascendencia
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Por Francisco Almagro Domínguez
Miami
26/09/2018
Dos medias verdades no hacen una verdad,
dos medias culturas no hacen una cultura.
Arthur Koestler
Son numerosos los reclamos hechos por los artistas cubanos en contra del Decreto No. 349. Pretende regularse, por ley, lo que es y lo que no es arte. A partir de su publicación oficial, el Gobierno decidirá cuales manifestaciones son “opciones culturales con alto valor creativo y estético”. No se indica quienes o qué organismos calificarán las obras y los artistas. Este absurdo, risible si no fuera tan triste para la historia de la cultura cubana, recuerda el filme Amadeus, de Milos Forman, donde el atribulado ángel de Salzburgo debía someterse a la evaluación de unos mediocres funcionarios de la Corte; adicionalmente, debe sufrir la envidia de Antonio Salieri, aplastado por la creatividad y la laboriosidad del genio[i].
Ante semejante irracionalidad, una pregunta: ¿Por qué regular algo que, por naturaleza, no es regulable y seria ridículamente punible? Cualquier profesor de Estética estaría en contra de limitar las expresiones culturales, con la excepción de aquellas que atenten contra la salud mental y física de los ciudadanos. En efecto, proliferan en el mundo de hoy obras y autores que se atribuyen el calificativo de “artistas”. Pero salvo la singularidad citada arriba, ningún gobierno moderno, democrático, razonable, iría cientos de años atrás, cuando reyes y emperadores eran dueños absolutos del Escriptorium y del Tropo.
Una razón que explicaría el miedo gubernamental detrás del Decreto No 349 es la actual democratización de las manifestaciones culturales. Sean mediocres o de “alto valor estético” en minutos alcanzan gran difusión a través de las redes sociales. Las editoriales, las disqueras, hasta los museos y las galerías empiezan a languidecer bajo la ofensiva del libro digital, Spotify, el Museo Británico y el Louvre ofreciendo paseos virtuales. Ya no hay que pasar por las manos de nadie para ser publicado o escuchado. Y eso es de suma importancia para el régimen cubano: el arte cubano —el que se produce adentro— fuera de control.
El dilema que se les presenta a las autoridades de la Isla en materia cultural es complejo. Y todo porque no se trata de cultura sino de ideología, como diría el obispo Pedro Meurice[ii]. No es política cultural —extraña conjugación de opuestos— sino de política, simplemente. Si el arte es reflejo de la base económica que lo genera, en la Cuba de nuestros días, abocada a una crisis financiera, productiva, social, solo puede crearse lo que por ley quiere silenciarse: la cultura de la sobrevivencia y la marginalidad. Una vez más la filosofía tropical cubana hace su “aporte” al marxismo: la culturapolítica-ideológica es la que define la base material de la sociedad; o sea, contrariando los clásicos: en Cuba es la supra-estructura la que define las relaciones de producción.
II
En sesenta años hemos asistido a otras mutilaciones de la cultura nacional por intereses políticos e ideológicos. Especialmente significativa fue la supresión consciente, orientada desde “arriba” —y nula difusión— de la cultura cristiana. Por varias generaciones, estuvo ausente del público toda manifestación artística que rosara el cristianismo con un verso, una melodía, un trozo de mármol. La mayoría de los jóvenes cubanos desconocen que significan sus nombres propios y los de nuestras
ciudades, los refranes que usamos a diario, la manera en que saludamos, nos despedimos y damos gracias —dar gracias a Dios fue una expresión suicida, de “mal gusto” en otros tiempos.
(Cristo de La Habana; en la primera de la parte superior su escultora: Jilma Madera)
Permítanme una pequeña anécdota: cuenta el Cardenal Ortega que cierto día aparecieron varios jóvenes estudiantes de la Escuela de San Alejandro en el Arzobispado preguntado por un sacerdote. Los futuros pintores estudiaban la plástica del Renacimiento, rica en motivos religiosos y pasajes bíblicos. En clase el profesor había disertado sobre un cuadro llamado La Anunciación. Los pupilos preguntaron, más allá del color y las perspectivas, que quiso representar el autor en la obra. Pero el maestro enmudeció, y en cambio recomendó buscar un cura que explicara lo que sucedía en el cuadro[iii].
Van quedando pocos de aquellos que un día quitaron de la pared de sus casas el Corazón de Jesús y pusieron a Fidel Castro, el nuevo mesías, indiscutible salvador. En esos años, entrar a una casa y ver un cuadro religioso —la bucólica Última Cena— una cruz, o una imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre era una segura invitación al fusilamiento moral por los compañeros del Comité de Defensa de la Revolución. Más allá de acusar a católicos y practicantes de otras religiones de poco confiables, contrarrevolucionarios agazapados, quienes profesaran alguna inclinación religiosa tenían debilidades ideológicas. Un religioso era ser débil, un infestado. Tenía una tara familiar. Un leproso ideológico cuyo cencerro público anunciaba que podía ser altamente contagioso.
Los mayores hablan de las UMAP y otras atrocidades por las cuales las víctimas aún esperan la imprescindible disculpa, oficial y privada. A quienes nacimos poco antes o poco después de 1959 se nos bloqueó toda posibilidad de conocer la trascendencia. En seis décadas, casi los únicos héroes y mártires son aquellos que calzan en el discurso milenarista del comunismo. Sesenta años sin acceso a historias alternativas.
Las guerrillas anti-creyentes operaban a nivel de barrio, fábricas y centros de estudio. En cada escuela, por ejemplo, se crearon círculos de un oxímoron llamado ateísmo científico. Como prosélitos de la nueva fe, marxista, los niños anunciadores de la Buena Nueva comunista debían ir detrás de sus compañeros débiles ideológicos y convencerlos de que Jesucristo no había existido, que la Iglesia era una comunidad retrógrada, de pensamiento mágico, social y potencialmente reaccionaria. En el colmo de esa guerra materialista contra la fe, todo vestigio de arte relacionado debía ser tapiado, ocultado del ojo público. De esa manera se llegó a rodear de pinos la imagen del Cristo en la entrada de la Bahía de la Habana.
No olvidar, queridos amiguitos, los Planes de la Calle. Eran los domingos, casi siempre a la hora de la misa, frente a las iglesias. La algarabía de los niños saltando en sacos, tirando de las sogas, jugando a la gallinita ciega y a ponerle el rabo al burro con una música estridente de fondo —y a veces de frente al pórtico eclesial. Inocentemente perturbadores, los niños planes-callejeros no podían imaginar que interrumpían la paz de un lugar sagrado para otros niños y adultos.
III
El peor daño que la amputación cristiana ha hecho a Cuba para salvar el cuerpo materialista —además de cercenar valores humanos trascendentes— ha sido a la cultura nacional. Se podría empezar por el Padre Félix Varela, a nombre de quien, precisamente, se impone una orden por aportes culturales relevantes. Hay como una evitación consciente a mencionar al Varela sacerdote, y solo decir Félix Varela a secas, acaso, el patriota que nos enseñó a pensar. Sería muy bueno que los historiadores honestos dijeran con todas sus letras que en el Padre Félix Varela, en su pensamiento, obra y acción, habita primero la fe en Cristo, confirmada hasta en su lecho de muerte en San Agustín de la Florida.
La guerra inmisericorde contra cualquier manifestación religiosa, en especial la cristiana, abarcó todos los ámbitos de la cultura. Los poetas, dados siempre, como los filósofos, a la búsqueda de lo insondable, de preguntas últimas y metáforas redentoras, sufrieron como pocos. Mencionar nombres haría la lista demasiado larga. Basta mencionar el Grupo Orígenes, católicos practicantes la mayoría. También fue suprimir a bardos de escarceos con la poesía religiosa; las nuevas generaciones no conocieron a Eugenio Florit o Dulce María Loynaz; esta última, autora de Jardín, salida del inxilio cuando le concedieron el Premio Cervantes en 1992, en una especie de expiación de culpas por el silencio a tantos autores por tantos años.
La canción que tuviera una sola estrofa relacionada con la fe cristiana u otra religión debía ser eliminada de los catálogos. En ocasiones, música y músico sufrían el mismo destino. A Celina González, su conocida Santa Babara Bendita pudo costarle cierto ostracismo. Cuenta Maggy Carlés que el Ave María de Schubert estuvo ausente de la radio y la televisión por décadas hasta que autorizaron —¿o ella se atrevió?— a cantarlo de nuevo. El pueblo cubano nacido entre los sesentas y los noventas no supo qué era un villancico, una saeta —salvo la que Joan Manuel Serrat musicalizó de un poema de Machado—, a qué se refería el Mesías de Hendel, el Magníficat de Bach.
El daño a la plástica no fue menor. Había una verdadera escuela de plástica religiosa en Cuba. Puede hallarse todavía en la obras de arte funerario de los cementerios cubanos. Hubo una pujante escuela de mujeres trabajando el mármol, el barro y el vidrio con inspiración cristiana. Amelia Peláez, y las escultoras Jilma Madera —autora del citado Cristo de la Bahía de la Habana— y Rita Longa fueron algunas de las descollantes. Rita suscitó en sus días pasiones encontradas. Mujer culta y a la vez de fe, su Santa Rita de Casia, en la parroquia que lleva su nombre, fue muy criticada en las elites beatonas debido a sus curvas; al mismo tiempo, fue aceptada por venir de unas manos cristianas, con oficio y reconocimiento social.
Con la Revolución fue difícil encontrar quien en su propio taller esculpiera santos y cruces artísticas. Por cierto, en Fresa y Chocolate las esculturas religiosas, y la pertinencia o no de exhibirlas, es la causa eficiente para que Diego entre en una contradicción insalvable con el régimen y sus comisarios culturales.
La literatura cubana fue desinfectada de todo virus religioso. También la narrativa internacional fue emputada con una insolencia que asusta. No hace mucho un exitoso presentador de la radio en Miami releía pasajes de una novela de aventuras. En la vieja edición, hecha en Cuba antes del periodo revolucionario, se mencionaba a Dios. En la aséptica editorial revolucionaria, esa palabra ya no cabía en los linotipos. Tal pareciera que la narrativa hecha después del 59 tenía como un resguardo profano evitar personajes o situaciones que implicaran el tema de las religiones a no ser que fuera para “‘echarle”. Acaso uno de los pocos dispensados fue el ministro-consejero cultural de la embajada cubana en París, Alejo Carpentier, quien ya sabemos cómo ridiculizó al Vaticano y a los ordenados en El Arpa y la Sombra y en Concierto Barroco, respectivamente.
La limpieza materialista llegó al punto de ocultar la religiosidad martiana, que si bien es anticlerical, pondera al Jesús histórico como figura epónima. En Martí puede hallarse la contradicción del hombre culto y libre: critica la Iglesia católica de su tiempo —pro-colonial— y al mismo tiempo, predica la necesidad de los pueblos de tener una cultura religiosa cristiana por los valores humanos que enseña. Tampoco escapa del ajuste al cinturón histórico materialista Carlos Juan Finlay, de quien nunca se ha propagado su fe católica, y a lo cual, según sus propias palabras, debió las fuerzas para hacerse médico —era tartamudo y solían burlarse de él—, rebasar las dificultades en sus investigaciones, y después entregar, en un acto de suprema piedad, el resultado de los estudios a manos extranjeras sin pedir gloria propia a cambio.
IV
La fe llamada Revolución cubana no puede admitir nuevas escrituras, nuevos santos, otra Revelación, otro mesías salvador. Según el catecismo castrista, ya vino el que tenía que venir y dijo lo que tenía que decir por los siglos de los siglos. Por tanto, la homilía debe ser impoluta, llena de sus citas memorables, libre de toda duda. Y el papel de cancerbero de la sagrada escritura comunista le ha sido dado, con pecados concedidos, a la llamada política cultural.
Pero el arte, para desgracia de los suplantadores de dioses, suele cuestionar las verdades apocalípticas hechas por hombres de carne y hueso. La cultura cubana actual está poniendo en peligro la Buena Nueva que, por sus propios errores e incoherencias, empieza a ser ajena a las generaciones que ya nacieron con el Corazón de Jesús de vuelta a la sala de la casa.
El cine, la literatura, la plástica comienzan a hacerse sospechosamente disidentes. Llegados a este punto donde el más mínimo movimiento hacia adelante puede descarrilar la Fe Castrista, los guardianes de esa teocracia materialista necesitan enseñarle los instrumentos a quienes puedan creer que los tiempos de las guerrillas culturales se han acabado. Todo lo contrario: de cualquier malla, diría Cheo el Miliciano, sale un censor. No lo niegan los comisarios. En discursos y proclamas dicen que ahora más que nunca necesitan unidad (SIC), y que la cultura cierre filas en torno a lo que sesenta años después todavía llaman Revolución.
Para mala suerte de los artistas por decreto, la obra solo florece en libertad. O en la necesidad y la búsqueda de esa libertad. Los tiempos de la épica revolucionaria cubana, con la Nueva Trova, el Nuevo Cine Latinoamericano, el Nuevo Teatro, y una UNEAC que con sus defectos y virtudes todavía permitía en sus patios algunos escritores díscolos paseándose entre los kikiri de Nicolás, han pasado hace mucho rato. La obra cultural que todavía apoya al régimen es escasa y mediocre. Una gran cantidad de artistas, escapando a la maldición del agua por todas partes[iv], han emigrado. Aunque reconocen, como el poeta de Trocadero y el novelista de Mantilla que fuera de Cuba no se escribe igual, siempre habrá un José Martí y un Cirilo Villaverde capaz de hacerlo en el frio más intenso de la ciudad de Nueva York.
Lo que no puede hacer un artista, un creador, es limitarse, o peor aún, dejarse limitar. Sería algo así como negarse el oxígeno propio, morir por asfixia auto-inducida. Y a eso, justamente, parecen ir encaminados los pasos del tristemente famoso Decreto No 349. Como antes sucedió con la parametración, y la deconstrucción cristiana de la cultura cubana, lo que se anuncia —y ojalá no se implemente— es la peor de las ofensivas contra las manifestaciones culturales emergentes. El censor, un Leopoldo Ávila[v] redivivo, fanático, contraatacará sin misericordia y esta vez sin contrarios que se le opongan.
Puede que sea mucho pedirle al régimen lo contrario: una apertura cultural amplia, sin condicionamientos de ningún tipo. Escritores, plásticos, cineastas, y músicos cubanos por el mundo convocados a la Patria, y que en congresos y jornadas abiertas, expusieran sus obras y sus opiniones. La Revolución y la cultura se hicieron para el pueblo, no el pueblo para la cultura que un grupo de poder quieran imponerle. Sabemos que es un sueño. Pero también lo fue aquel Corazón de Jesús enorme en la Plaza de la Revolución hace 20 años. Parafraseando a Gardel, puede que para los autores del Decreto No. 349, veinte años no sea nada. Entonces sí que habrán cometido un error fatal.
[i]Amadeus es una adaptación de la obra teatral de Peter Shaffer, estrenada en 1979. Y esta, a su vez, toma el guion original de una obra pequeña escrita por el ruso Alexander Pushkin llamada Mozart and Salieri (1830). También fue llevada a la opera por Nikolai Rimsky-Korsakov en 1897. Especialistas serios advierten que en todas las versiones hubo una gran dosis de creatividad: ni Salieri era un mediocre ni se ha comprobado que causara la muerte, indirectamente, de Wolfang Amadeus Mozart. Lo que sí parece cierto eran las rígidas exigencias de reyes y emperadores a los artistas para ejercer y pagar los servicios en sus predios.
[ii] Palabras del Arzobispo Monseñor Pedro Meurice en Santiago de Cuba ante el Papa Juan Pablo Segundo, 1998: “Le presento además, a un número creciente de cubanos que han confundido la Patria con un partido, la nación con el proceso histórico que hemos vivido en las últimas décadas y la cultura con una ideología. Son cubanos que al rechazar todo de una vez sin discernir, se sienten desarraigados, rechazan lo de aquí y sobrevaloran todo lo extranjero”.
[iii] Puede referirse a un periodo donde escasearon los viejos maestros de artes en esa institución centenaria, formadora de nuestros mejores artistas plásticos. El desconocimiento del contenido religioso y bíblico de las obras pictóricas pudo ser perfectamente posible en los años posteriores a la década del 70.
[iv] Virgilio Piňera: La Isla en peso: La maldita circunstancia del agua por todas partes/me obliga a sentarme en la mesa del café. Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer/hubiera podido dormir a pierna suelta.
[v] Es el alias de un censor fantasmagórico, cuya identidad real todavía se discute. Para Norberto Fuentes era solo Luis Pavón en un 50 %. La otra mitad, orientaciones precisas de cómo y cuándo proceder contra cada intelectual, dadas por el propio Fidel Castro. Ver: Fuentes, Norberto. Plaza sitiada. Editorial Cuarteles de Invierno, 2018.
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