Hace ya algún tiempo, estando aún en Cuba, conversaba con un ex oficial de la Seguridad del Estado sobre el fin del comunismo en la Unión Soviética y la inevitabilidad de un cambio en Cuba. Yo defendía la tesis de que tarde o temprano el sistema hubiera colapsado por su ineficiencia económica y por la falta de libertad de sus ciudadanos, y que, ineludiblemente, en Cuba sucedería lo mismo en algún momento. Sin darme cuenta del todo asumía una idea de la historia más marxista de lo que hubiese podido creer: hay un sentido, la historia está marcada por el progreso, y en la dimensión humana es una continuidad de la evolución natural. Más profundamente, lo pensé después, mi visión era hegeliana: la evolución dialéctica del espíritu hasta reencontrarse a sí mismo.
El ex agente me ripostó con una serie de argumentos que en aquel momento no pude calar del todo, no porque no me pareciesen válidos, sino porque el principio subyacente, esta dimensión que llamaría ahora hegeliana, era la más importante. Pese a todo al fin, pensaba yo, se impondría el otro orden, la otra realidad, que superaría cualquier contingencia o detención en una marcha hacia mayor libertad humana.
El oficial, con esa fría y poderosa lógica de los miembros de la inteligencia de cualquier país (los de verdad inteligentes, aclaro, que no todos ni remotamente, al menos en Cuba, lo son), me dice que la caída del comunismo en la Unión Soviética no fue para nada inevitable, que sucedió porque Gorbachov la permitió, que la Unión Soviética no estaba ni tan débil ni tan atrasada, y que si Yuri Andropov no muere y se mantiene en el poder se hubieran hecho las reformas necesarias pero no se hubiese perdido el control; que la caída fue una traición de Gorbachov y que ellos en Cuba habían aprendido la lección. Saludablemente me hizo recordar que Andropov tuvo un papel clave en la represión de la revuelta húngara de 1956, fue quien convenció a Kruschev de la necesidad de usar la fuerza para aplastarla. Era el embajador soviético en Hungría y al ver como el aparentemente todopoderoso partido comunista húngaro perdía de la noche a la mañana el poder, y como oficiales de la policía política húngara eran alegremente colgados de postes del alumbrado público de Budapest, quedó totalmente convencido, sin dudas con muchas y válidas razones a su favor, de la necesidad de,
ante parecidas circunstancias, enviar los tanques lo antes posible como la más eficiente y radical manera de hacer entrar en razón a revoltosos de cualquier tendencia y evitar el derrumbe del sistema.
La historia siguió otro rumbo como claramente sabemos por el evidente hecho de que estamos en ella. Andropov no tuvo la oportunidad de probar la efectividad de sus convicciones, se murió, quizás providencialmente, Gorbachov ascendió al poder, decidió con su mejor voluntad arreglar el socialismo y las cosas tomaron un curso muy romántico; los alemanes sobre el muro de Berlín, los checos en su revolución de terciopelo, los disidentes pasando como en un cuento de hadas de la cárcel a la presidencia, la independencia de las repúblicas bálticas, el golpe de estado contra Gorbachov en 1991, Yeltsin y su famosa escena sobre el tanque arengando a los moscovitas, la multitud en las calles de Moscú exigiendo el regreso de Gorbachov y finalmente, cuando este al fin regresa, la desintegración de la Unión Soviética que ahora, desde la distancia, parece haber ocurrido por una necesidad interna. Sólo una nota discordante en esta eclosión del espíritu hegeliano acelerando la historia, Ceausescu en Rumania, donde las cosas no ocurrieron tan plácida y civilizadamente; fuentes occidentales estimaron en unos 60000 el número de muertes, aunque revisiones posteriores disminuyeron la cifra a la mucha más modesta de menos de 1000.
Sin embargo, ¿realmente fue así, era inevitable el fin de la URSS y del comunismo en Europa o el oficial que conversaba conmigo tenía, tiene la razón?
Los análisis comunes en occidente, simplificando la exposición, tienden a ver que Gorbachov actuó no sólo por su buena fe, que sin dudas tenía, sino que realmente la combinación del estancamiento en la producción, la guerra de Afganistán y el desastre de Chernóbil le impulsaron a realizar las reformas que a la postre se le fueron de las manos. La teleología sigue estando profundamente imbricada en el pensamiento occidental, aunque sea inconscientemente: el triunfo de la democracia y la sociedad de mercado era y es inevitable; incluso alguien tan brillante y lúcido como Fukuyama no pudo menos de caer bajo su hechizo con sus ideas del fin de la historia. En el caso de los políticos de los EUA, a la mayoría les parecía y les sigue pareciendo por completo natural que el mundo, también alegre y casi mesiánicamente, marche hacia lo que ellos creen es inevitable: el triunfo final de algo así como el sueño americano. Cosa esta que si uno la mira con atención no es más que la inveterada persistencia del mito del progreso, algo en lo cual los liberales se hermanan con los marxistas, como se hermanan también para echar pestes contra los conservadores que apelan al realismo y quienes, casi siempre, suelen tener la razón.
Con un poco de atención los argumentos del ex oficial cubano resultan ser de mucho más peso que la idea de una inevitable caída del imperio soviético por sus contradicciones internas o bajo la presión de sus adversarios. Ciertamente si Gorbachov, cuando sus propias reformas se le iban de las manos, en vez de ser un humanista, saca a los tanques, invade las repúblicas Bálticas, convoca al Pacto de Varsovia, y simplemente hace lo que los chinos en Tiananmen, como diríamos en Cuba, cortar por lo sano, es más que probable que la Unión Soviética estuviera todavía ahí, con toda verosimilitud no exactamente igual que entonces, pero estaría ahí y la historia no sería lo que ahora nos parece natural. Pero más, si Andropov no muere y sigue en el poder ni siquiera perestroika y mucho menos caída del campo socialista ni fin del pacto de Varsovia, y en el caso de que algunas veleidades a lo húngaro hubiesen ocurrido, los tanques se hubiesen encargado de hacer pensar un poco mejor a los descontentos antes de lanzarse a aventuras democráticas o independentistas.
Claro que siempre, como en el caso del golpe de estado contra Gorbachov o en una hipotética revuelta bajo Andropov, se podría argumentar que probablemente los soldados no hubieran querido disparar; de hecho, las unidades élites que apoyaban a los golpistas en Moscú no lo hicieron. Recuerdo a propósito de esto una entrevista realizada a un miembro de esas unidades quien decía que si hubiesen querido desalojar el parlamento, donde estaban apostados los defensores del Gorbachov y las reformas, lo hubieran hecho en cuestión de minutos, pero no recibieron las órdenes y no querían disparar a sus compatriotas.
¿Y si las órdenes llegan, y si, como sucede mucho más a menudo, los soldados sí disparan; si Andropov no muere o en vez de Gorbachov alguien de línea dura hubiera tomado el poder y bajo él los húngaros, polacos u otros descontentos valientemente se lanza a la calle y los tanques se encargan de regresarlos a sus casas a la buenas o en ataúdes?
Pues sin duda alguna se hubiera armado una enorme algarabía internacional, protestas de los líderes occidentales, la OTAN en estado de máxima alerta (de hecho lo estuvo mientras Gorbachov se encontraba detenido en los tensos momentos del golpe de estado en su contra), reuniones de emergencia de la ONU y todas las demás organizaciones igualmente inútiles cuando se trata de potencias, cuando la pura y cruda realidad del poder está en juego, y al fin nada más. Nadie iba a ir a la guerra con la Unión Soviética, como no fueron cuando en 1956 los tanques soviéticos aplastaron violentamente la rebelión en Hungría, o cuando en 1968 las tropas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia; como tampoco pasó nada cuando la milenaria paciencia china se agotó contra los estudiantes díscolos, adoradores de la diosa de la libertad, y los líderes comunistas mandaron las tropas a aplastarlos en Tiananmen; lo cual hicieron literalmente, no sólo metafóricamente, los tanques realmente les pasaron por encima a los cuerpos en la calle y los soldados dispararon fuego real, no balas de gomas ni gases, sino balas de verdad, como en la inmortal escena de Eisenstien en El acorazado Potemkin, con la pequeña pero decisiva diferencia de que no había cerca ningún acorazado cuyos cañones pudiesen poner fin a la matanza, ni tampoco un genio para crear escenas inmortales de cochecitos cayendo por las escaleras y botas de soldados pisando indefensos bebés.
Esto lleva a pensar que el estado de relativa libertad de las democracias no es algo inevitable, ni mucho menos dado por sentado, sino más bien algo puramente contingente, o, y aquí mi fe hegeliana en la providencia del espíritu entraría en acción, un resultado de justo eso, la Providencia. De hecho Andropov murió y Gorbachov era “buena gente”. Pero de hecho también, en el ínterin, mientras la Providencia actuaba, un número ingente de hombres y mujeres fueron a reunirse, con diversos grados de horror, desesperación y tragedia, con el Espíritu universal y su dialéctica alternancia de ser y no ser. Y tengo la profunda sospecha de que el curso de la Providencia o la manifestación del Espíritu no les era particularmente consoladora ni útil en sus pequeñas, pero para ellos absolutamente importantes, existencias personales.
No es para nada evidente que las democracias, por el sólo hecho de serlo, tengan intrínsecamente una mayor adhesión de sus miembros que las dictaduras, ni que estos estén dispuestos a defenderlas hasta las últimas consecuencias, en realidad a menudo suele ocurrir lo contrario y la victoria de las democracias en situaciones extremas ocurre más por errores de sus enemigos, por puro azar, o quizás realmente por la Providencia que por su decisión y valor.
No es tampoco para nada evidente que proyectos mesiánicos, a veces dementes y en otras absolutamente malvados, estén inexorablemente condenados a la ruina por alguna ley dialéctica. Ni que producir muertes en cantidades apabullantes sea una razón de por sí suficiente para que ciertos líderes o sistemas colapsen o siquiera pierdan el apoyo y la devoción de sus seguidores. Si alguien duda esto con leer someramente las noticias de Siria puede ver la realidad al desnudo.
Por estos días se conmemoran 201 años de la invasión napoleónica a Rusia y viene perfectamente a colación el ejemplo del emperador de los franceses para ilustrar lo anterior. Las guerras napoleónicas causaron un número de muertos sin precedentes en esos tiempos, pero, pese a esto, el apoyo de los franceses a Bonaparte y sus aventuras no disminuyó en modo alguno. Algo que resulta particularmente notable en las campañas finales, cuando los desastres se sucedieron una tras otro.
Napoleón fue derrotado más por una decisión equivocada, invadir Rusia, por azar o por la providencia, y por el simple hecho numérico de que al final ya no quedaban más franceses en edad militar para pelear, que por la voluntad y la superioridad de sus enemigos.
La campaña rusa es reveladora al respecto. El 24 de junio 1812 Bonaparte, en esos momentos amo y señor de Europa, invade Rusia al frente de la Grande Armée, el ejercito más poderoso jamás reunido hasta ese momento (medio millón o seiscientos mil hombres, la cifra varía según las fuentes, de los cuales la mitad eran franceses y el resto contingentes aliados), y, pese a militarmente ser superior en todos los órdenes a los rusos, derrotarlos en la batalla de Borodino y ocupar Moscú, sufre un descalabro de proporciones épicas. Uno puede, preferentemente con la compañía de Tolstoi en La Guerra y la Paz, cavilar durante horas acerca de si el causante de la derrota fue el genio del Mariscal Kutuzov comandando los ejércitos rusos, o el error de Napoleón de no haber invernado en Moscú y ordenar la famosa retirada fatal, o poniéndose supersticioso, la pesadilla que el emperador tuvo el día antes de cruzar el Niemen, cuando soñó que deambulaba por sombríos bosques rusos y un oso pardo le desgarraba el pecho, o todos esos factores juntos.
El caso es que Napoleón no le temía a los osos, ni al frío, aunque tanto el uno como el otro fueran rusos, y cruzó el Niemen al frente de la Grande Armée, llegó a Lituania, siguió su marcha hacia el corazón de la madrecita Rusia sin muchos contratiempos, dejó mal parados a los rusos en Borodino, con Kutuzov y todo, y el 14 de septiembre, en un tiempo muy breve si se tiene en cuenta que iban caminando, y que los rusos sí peleaban, entra en un Moscú abandonado (los rusos, sin ningún género de dudas bajo el recuerdo reciente de la paliza que recibieron en Borodino, pensaron más prudente evacuarla que tentar de nuevo el poder de las armas francesas, estos tuvieron una 21000 bajas entre muertos y heridos mientras que los rusos más de 52000) y asistió, probablemente pensando en Nerón, al magnífico espectáculo del incendio que, comenzando la misma noche en que los franceses entraban a la ciudad y a modo de decorado de tragedia, durante cuatro días consumió tres cuartas partes de la ciudad. Pero al parecer el oso ruso se sintió estimulado por el espectáculo de Moscú en llamas y con la ayuda del general invierno, que pronto vendría a compartir el mando de las tropas rusas junto a Kutuzov, de la negativa del Zar Alejandro I a capitular, de la astucia de zorro viejo de Kutuzov y de que, quizás forzado por las circunstancias, Napoleón tomó la malhadada decisión de regresar a casa, caminando desde Moscú a París a las puertas del invierno ruso, se encargó de convertir al ejercito francés en un despojo harapiento de helados detritus humanos, en fin, en un fracaso monumental. Regresaron sólo 16000 hombres, y un millón de soldados de los dos bandos murieron durante los 6 meses que duró la campaña, junto con medio millón de civiles rusos que, al tomar ambos ejércitos todos los víveres para sí, perecieron de pura y simple inanición.
Pese a tamaña catástrofe los franceses no sólo no perdieron la fe en Napoleón ni su deseo de matar (no sólo a los rusos sino a cualquiera que se les opusiese en prácticamente la totalidad de Europa), ni de hacerse matar por él, sino que los pocos que quedaban listos para luchar fueron llamados a las armas y un poco después, en 1813, el Emperador estaba al frente de 350000 soldados, la mayoría adolescentes bisoños, que ya no quedaban muchos veteranos ni adultos en edad militar, quienes anduvieron deambulando por el centro de Europa, peleando y ganando batallas es cierto, hasta que fueron derrotados de nuevo, esta vez en Leipzig, en la Batalla de las Naciones, por una coalición de sus enemigos, rusos incluidos claro (cabe pensar que el 13 es el número de la mala suerte), y Napoleón, ante la escases de franceses para armar otro ejercito, fue exiliado en 1814 a la isla de Elba a rumiar su derrota y a confiar en el destino. Este no se hizo esperar mucho. En 1815 estaba de regreso en Francia y en uno de los más memorables momentos de la historia, cuando las tropas mandadas a detenerlo le rodean, el gran corso lanza su memorable frase, “soldados, no reconocen a su Emperador”, y los soldados no sólo lo reconocieron sino que a los gritos de "¡Vive L’Empereur!" lo llevaron en triunfo de vuelta a París donde prestamente organizó otro formidable ejército, esta vez menos numeroso, unos 70000 soldados pero todos veteranos, y a su cabeza partió a una de las más célebres batallas de la historia: Waterloo.
No obstante, al parecer, su suerte se había acabado e ingleses y prusianos, bajo las ordenes del duque de Wellington y del mariscal Blücher respectivamente (fue la séptima coalición en su contra, de nuevo un número místico), finalmente lo derrotaron. Es preciso aclarar no obstante que no lo hicieron sólo gracias a su valor ni genio militar (no se discute el mérito ni el coraje de Wellington ni de Blücher, pero de hecho las tropas de la coalición dejaban bastante que desear y el propio Wellington amargamente se quejaba de ellas, decía que estaba al frente de un ejercito infame, aunque pelearon bravamente es verdad, sobre todo los ingleses) sino por esas raras circunstancias de la historia que, al igual que la muerte de Andropov, hacen pensar en la Providencia. El día antes de la batalla había llovido y la infantería francesa resbalaba al intentar tomar las posiciones inglesas; pero sobre todo, algo en verdad notable, la causa quizás decisiva de la derrota, el Mariscal Grouchy, quien no era ningún advenedizo sino un experimentado y capaz general (durante la retirada de Moscú estuvo al mando del cuerpo de escolta del Emperador compuesto de oficiales escogidos), siguiendo las órdenes de Napoleón de interceptar a los prusianos fue tan fiel a las instrucciones recibidas que durante todo el día anduvo merodeando cerca del campo de batalla, persiguiendo a los prusianos al frente de 33000 dragones sin tomar la decisión a todas luces más lógica y natural: haber acudido aun sin órdenes adonde el sonido de los cañonazos, que oían perfectamente tanto él como su estado mayor y sus soldados, indicaba que se estaba decidiendo la historia; llegó al fin, es verdad, e hizo lo que pudo, pero ya todo estaba perdido.
Después de Waterloo no quedaban suficientes franceses en edad militar para formar otro ejército (en aquella época no estaba de moda armar a las mujeres, y en cualquier caso a Napoleón no se le ocurrió hacerlo), y esa fue la razón fundamental, no el repudio de los franceses a las guerras, de que el Emperador fuera a pasar el resto de sus días bajo la grata y flemática compañía de los soldados ingleses, que ahora sí tuvieron buen cuidado de enviarlo bien lejos, a un islote perdido en medio del Atlántico sur, Santa Elena, de donde no pudiera volver a escaparse y armar otra de las suyas.
Pero, aunque ciertamente la derrota de Napoleón parece algo providencial, lo que más me interesa resaltar aquí no es la Providencia, ni la proverbial tenacidad de los osos rusos o las muy apropiadas lluvias en vísperas de batallas trascendentales de la historia, ni tampoco el que, contra toda lógica, generales, para nada idiotas por lo demás, no decidan lo que a cualquier cabo de infantería se le hubiese ocurrido hacer: ir adonde el constante cañoneo indicaba que se estaba produciendo una batalla en toda regla y decisiva, sino el que los franceses y muchos extranjeros fueron felizmente tras Napoleón a helarse bajo un frío glacial, y lo, aún más curioso, que luego de tamaña hecatombe como fueron la campaña rusa, sin parangón para las cifras de la época, para nada su popularidad disminuyó y los franceses siguieron apoyando a su emperador, no sólo después del desastre ruso, sino de Leipzig y de Waterloo, y de haber sido más, probablemente con aquello de que a la tercera va la vencida (en Rusia no fue derrotado militarmente) el corso hubiese al fin logrado vencer a sus enemigos y cambiar radicalmente la faz del mundo.
El genio de Napoleón Bonaparte está fuera de discusión, no hay dudas de su grandeza a pesar de que el número de muertos durante las guerras que llevó a cabo fue enorme, murieron cerca de seis millones de europeos; se puede decir a su favor que muchas de estas guerras no fueron por su culpa, sino respuestas a las maquinaciones de los enemigos de Francia. Hay en verdad algo profundamente atrayente en su persona y en la magnifica idea de un gran imperio europeo, si hubiese vencido en Leipzig o en Waterloo, o, mucho más decisivamente, si le hubiese temido a los osos, especialmente a los rusos, es muy probable que hubiera mantenido el control de Europa y quizás logrado el viejo anhelo de la unidad europea, lo cual podría haber sido la actualización del ideal, no del todo extinto por entonces, del Sacro Imperio Romano.
De todas maneras, pese a ser su genio incuestionable, y acaso más aún por ello, uno no puede menos de hacerse preguntas. En 1812 Napoleón controlaba la casi totalidad de Europa, desde la península Ibérica hasta Polonia, desde el sur de Italia hasta Dinamarca. ¿Por qué y para qué arriesgó todo en Rusia por objetivos que no se ven aún ahora claramente? Aun cuando los rusos se hubieran rendido era materialmente imposible contralar a tan inmenso territorio, y a la corta o a la larga se hubiera tenido que retirar. Además, la experiencia de España le enseñaba que una guerra de guerrillas es hueso duro de roer. ¿Por qué arriesgarse a abrir dos frentes, y a tan considerable distancia uno de otro?
Quizás la mejor respuesta sea decir que Napoleón era una creación de su propio ejercito, como este lo era de él. Algo que tiene profundos paralelismos en su imitador más siniestro, Hitler, quien sí se fundió con Alemania en cuerpo y alma y, de manera infinitamente peor que Napoleón, llevó a su país al desastre dejando un daño espeluznante tras de sí.
Quizás la campaña rusa fue un resultado de las fuerzas incontrolables que había desatado pero, en cualquier caso, la derrota no era algo inevitable, y ciertamente Napoleón estuvo muy cerca de cambiar radicalmente el mundo.
Me tienta pensar que esto hubiera sido mejor, como ahora he llegado a la conclusión de que si Alemania gana la Primera Guerra Mundial, algo que no hizo también por un tris, quizás la historia del siglo XX hubiera transcurrido por cauces menos horrendos, y quizás también, tanto cuando Napoleón como cuando la Primera Guerra Mundial, hubiera sido preferible que mis queridos ingleses hubiesen dejado de lado su inveterada costumbre de no permitir la existencia de una sola superpotencia en Europa, sea esta quien sea.
La realidad es que, pese a los ingleses, y como Napoleón, Alemania pudo, y de hecho debió ganar la guerra, no sólo tras una larga y desesperada contienda, que en 1918 estuvo a punto de vencer otra vez, sino muy rápidamente, en cuestión de semanas. Y no lo hizo porque el mariscal von Kluck, al frente de los ejércitos germanos que invadieron Francia en 1914, en una especular repetición del Mariscal Grouchy, hizo exactamente lo contrario de este, no siguió el plan trazado. El plan en cuestión, el célebre Plan Schlieffen, nombrado así por su creador el conde Alfred Graf von Schlieffen y modificado luego por von Moltke el joven, sobrino de uno de los más grandes estrategas del finales del siglo XIX Helmuth Karl Bernhard Graf von Moltke, preveía hasta los mínimos detalles la posibilidad de que Alemania tuviese que combatir simultáneamente en dos frentes, contra los rusos y los franceses. Más tarde ha sido criticado por historiadores militares, pero lo cierto es que en los primeros días y semanas de la guerra los acontecimientos se desarrollaron totalmente de acuerdo a las predicciones de Schlieffen.
Von Kluck sin embargo, el 30 de agosto, un mes después del comienzo de las hostilidades, luego de ir avanzando impetuosamente según el plan, decidió girar hacia el Sudeste y pasar de largo a París por el Este, contra lo que Schlieffen decía que había que hacer. Esto tenía cierto sentido desde un punto de vista militar, pero evitó que los alemanes hubiesen podido forzar una batalla decisiva alrededor de París, dejó el flanco derecho de von Kluck desprotegido y en mala posición cuando los franceses lo atacaron unos días después en lo que sería la primera batalla del Marne, que definitivamente detuvo el avance alemán e inmovilizó el frente por tres años en la misma posición. Si von Kluck, en vez de ponerse a improvisar,sigue el plan como estaba previsto, los alemanes hubieran ganado en las primeras semanas de la guerra. Pero von Kluck dobló donde no debía, Alemania perdió y vino la Revolución de Octubre, el totalitarismo, el nazismo, la Segunda Guerra mundial, la guerra fría y toda la sarta de atrocidades en las cuales el siglo XX fue tan pródigo.
La improvisación de Von Kluck, al igual que la rigidez de Grouchy, hacen sin duda reflexionar acerca los límites, posibilidades y consecuencias de la acción humana, pero al final no lo privan a uno del sueño. Lo que sí es totalmente inquietante es darse cuenta de que Alemania no sólo estuvo a punto de vencer en las primeras semanas de 1914, lo cual en verdad me parece hubiese sido mejor, sino que por la lógica normal de las cosas Hitler debió ganar la Segunda Guerra Mundial. Y si no lo hizo fue por la serie de meteduras de pata que cometió durante el transcurso de la guerra. El más evidente de sus dislates fue no haber aniquilado al ejército británico acorralado en Dunkerque, asombrosamente permitió que 300000 hombres fueran evacuados de vuelta a Gran Bretaña. De menor importancia estratégica pero igualmente absurdo fue el bombardeo a las ciudades inglesas en vez de a los aeropuertos militares durante la batalla por Inglaterra (la Fuerza Aérea Real estaba al punto de quedarse sin aviones cuando los alemanes cambiaron de táctica y dedicaron el grueso de su esfuerzo a bombardear a Londres y otras ciudades inglesas, algo por completo inútil desde cualquier punto de vista militar). Más sutiles y no tan decisivas quizás fueron la demora en desarrollar el programa de cohetes V1 y V2, el haber construido acorazados en vez de más submarinos antes de la guerra y otros errores por el estilo. Pero, junto con el disparate de Dunkerque, hubo algo de una importancia capital: Hitler debió haber ignorado cualquier provocación de los EUA, sabía perfectamente que aunque quisiese, Roosevelt no tenía el poder político para declararle la guerra a Alemania si está no lo hacía primero. Incluso después de Pearl Harbor Alemania no tenía ninguna obligación por sus tratados con Japón de declararle la guerra a los EUA; si hubiese repudiado el ataque japonés y no hubiese mostrado una hostilidad manifiesta contra los EUA, Roosevelt no hubiese podido de ninguna manera haber llevado a su país a la invasión de África del norte. Con los ingleses neutralizados y los norteamericanos engarzados contra los japoneses en el pacífico, la operación Barbarosa tenía enormes probabilidades de ser un éxito. Hitler pudo haber conquistado Rusia en tanto que los EUA permanecieran al margen y Alemania combatiera en un solo frente, en vez del suicidio que significaba hacerlo en dos.
Pese a la suma de todas estas meteduras de pata, a pesar de estar peleando en dos frentes, en guerra prácticamente contra el mundo entero, Alemania mantuvo hasta casi el final de la contienda su capacidad de crear muchas de las mejores armas de su tiempo, su ejército siguió siendo el mejor y derrotarlo tuvo un costo espantosamente elevado en muerte, dolor y destrucción. Incluso sin haber evitado la entrada de los EUA, con los errores estratégicos que el mando alemán cometió en Rusia, al final fueron derrotados porque peleaban contra un totalitarismo tan horrible o más que el suyo. Sólo un totalitarismo sanguinario y despiadado como el de Stalin era capaz de resistir a la cantidad de bajas que se produjeron en los primeros meses de la guerra y seguir peleando. El valor de los soldados soviéticos, incuestionable, no bastaba, ninguna sociedad democrática hubiera soportado la masiva devastación que el ataque alemán causó en la Rusia Soviética. Uno puede, a título de ejercicio mental, imaginar que hubiese pasado si los Estados Unidos hubiesen padecido en su propio territorio algo siquiera parecido a lo que sufrió Rusia. Y para no tener que ir a hipotéticos escenarios, basta con el caso de Francia, la cual con mucho menos daños y bajas que Rusia, ni siquiera consideró seriamente la posibilidad de seguir peleando.
Como los alemanes perdieron se tiende a exagerar el valor de los soldados aliados luchando por la libertad y la democracia. Sin embargo, la realidad es que los más valientes y efectivos soldados del mundo pelearon por el lado alemán, y no sólo pelearon heroica y bravamente por Hitler sino que lo hicieron con extrema eficiencia. Por cada alemán caído en el frente oriental cayeron tres rusos y en el frente occidental por cada dos bajas alemanas hubo tres aliadas.
No sólo eran los alemanes los mejores soldados, con una fe fanática por su Führer, sino que su tecnología, su estrategia y su capacidad era superior a la de sus enemigos. Incluso en 1944 Alemania seguía siendo vanguardia en innovaciones. Además, la economía Nazi sí fue eficiente. Alemania fue el único país del mundo que realmente salió de la gran depresión antes de la guerra. Los nazis eliminaron el desempleo casi a totalidad en un tiempo record, cierto que manipularon las estadísticas pero es innegable que el paro casi desapareció. Alemania probó contra toda duda que un estado totalitario sí puede ser por completo eficiente, estar en la vanguardia en casi todos los órdenes y tener el apoyo incondicional de la inmensa mayoría de sus miembros.
De hecho su eficiencia es verdaderamente asombrosa, como lo es también ese incondicional apoyo de la mayoría de los alemanes a Hitler. Sirva de ejemplo de lo anterior recordar que el último llamado a filas fue a niños de 12 años, y que estos niños defendieron Berlín casa por casa, y en gran medida como en el caso napoleónico, al final fue decisivo para la derrota el simple factor numérico: no había más alemanes para seguir peleando.
Esto nos lleva de regreso al ex oficial y sus argumentos. La derrota de los dictadores, de los totalitarismos o imperios mesiánicos es más una cuestión de sus propios errores, estupidez o simple azar que una necesidad inexorable o el producto del coraje o la inteligencia de sus enemigos democráticos. Las democracias no necesariamente tienen a los mejores soldados ni la devoción plena de sus ciudadanos. Los mejores soldados del mundo estaban del lado alemán cuando la Segunda Guerra Mundial, y también cuando la Primera, como lo estuvieron del lado francés bajo Napoleón. Sí puede una sociedad totalitaria ser muy eficiente y sus integrantes pueden apoyarla fanáticamente hasta la inmolación. Y las democracias no toman necesariamente decisiones más acertadas que las dictaduras o los totalitarismos, en la práctica pueden equivocarse más que ellos y ser más lentas para decidirse en situaciones de peligro real.
No obstante las democracias son menos proclives a perpetuar sus errores que los dictadores, tienen, quizás, una sola aunque muy importante ventaja sobre ellos: la capacidad de corregir sus fallos; es sin dudas más fácil cambiar a un gobernante canalla u orate en una democracia que quitarse de encima a un líder mesiánico bajo una dictadura. Esto hace que a la larga su victoria sea más probable, pero en modo alguno algo inevitable como el mito del progreso hace creer.
Pero tampoco hay una garantía absoluta de que las sociedades democráticas no sucumban a líderes e ideologías mesiánicas e incluso dementes. El ejemplo alemán, y en menor medida napoleónico, lo prueba: una sociedad democrática puede no sólo renunciar a su libertad, elegir y seguir ciegamente a un líder mesiánico, sino no ver o no querer ver sus errores, no tener ninguna intención de cambiarlo e inmolarse por él.
Por otro lado, puede ser muy probable que un tirano carismático cometa errores decisivos, pero esto está lejos de asegurar que dichos errores den al traste con su poder, es necesario que sean aprovechados en el momento justo. Fidel Castro es un paradigma de lo anterior.
Mi conversación con el ex oficial ocurrió en 1995 cuando Cuba estaba viviendo los años más duros del período especial. Parecía inevitable el colapso del sistema, los monumentales disparates económicos del gobierno cubano eran más que patentes, habían llevado el país a la parálisis prácticamente total. No obstante, no sólo no se produjeron cambios esenciales, sino que el sistema se fortaleció y en la actualidad parece poco probable que se desmorone. Como me dijo el oficial, en lo que les era esencial aprendieron de sus fallos, afinaron sus estrategias y tácticas, y como no hubo una presión real capaz de aprovecharse de sus errores, siguieron en el poder.
De modo que la victoria de las democracias en un conflicto externo o del ideal democrático en una sociedad determinada, es cualquier cosa menos inevitable. No está para nada predeterminada por el destino, por el contrario, es muy posible, y de hecho sucede, que una democracia pueda evolucionar o involucionar, depende de cómo se mire, hacia un sistema cerrado o totalitario.
Si las democracias se vuelven complacientes o débiles los seguidores entusiastas de las tiranías pueden derrotarlas, y no sólo desde fuera, sino, y mucho más peligrosamente, desde dentro. Las democracias necesitan de algo mucho más importante que la mera capacidad de elegir a sus gobernantes para subsistir, necesitan de la virtud de sus ciudadanos, de reales personas libres. Y los seres humanos pueden y de hecho lo hacen, a menudo voluntariamente, renunciar a su libertad.
Pero pese a lo anterior, a que en modo alguno está asegurada la libertad o la democracia, la narrativa más frecuente y persistente en occidente sigue afirmando que la democracia es inevitable.
El mito del progreso continúa siendo algo casi ubicuo, sin que tenga otro fundamento real que su propio carácter mítico. Ciertamente sí hay progreso en muchas cosas, la técnica es el ejemplo más evidente, pero esto no es en modo alguno condición de una mayor libertad o plenitud humanas. De nuevo Alemania nazi sirve de ejemplo, la ciencia alemana era la mejor de su tiempo y se puso al servició de la barbarie más atroz. En una situación de crisis total, de sobrevivencia, la barbarie humana de nuevo puede surgir en toda su desnudez.
En la actualidad no existe ningún totalitarismo comparable a la Alemania Nazi ni al imperio soviético. China no es una amenaza ni remotamente parecida. Pero tampoco es una alternativa que sea muy halagüeña.
China es indudablemente un estado represivo que no da ninguna señal de que vaya a colapsar o a democratizarse, pero pese a la patente evidencia de lo contrario, en occidente se sigue pensando que China evolucionará hacia una democracia. Para la mentalidad marcada por la idea del progreso el éxito es inimaginable en un país regido por un partido comunista y violador de los derechos humanos. Pero aún así China bulle de energía y entusiasmo. Nunca antes en la historia tanta gente han tenido tantas oportunidades. Nunca antes algo como la presente generación de jóvenes chinos educados ha irrumpido al mundo y escasamente podemos imaginar sus capacidades. China puede en verdad superar a occidente en todos los campos, y un mundo regido por China podría ser un lugar mucho menos agradable para vivir.
Asumir que a la larga el partido comunista Chino no podrá mantener el control porque no es una democracia es una complacencia llevada al extremo de la tontería.
De igual modo, en la modesta escala cubana, pensar que el sistema cubano necesariamente cambiará por su fracaso económico, o por el mero hecho de ser el comunismo inviable, es en el mejor de los casos un buen deseo, y en la realidad una ingenuidad pavorosa, ante la cual hombres como el ex oficial que conversaba conmigo se sonríen moviendo la cabeza y pensando en la eterna tontería humana.
Es cierto que a veces los dictadores sucumben a sus propios errores, otras a fuerzas externas o ante sus propios pueblos. Pero mientras más se examina a los que han caído, menos se puede asegurar que su caída fue inevitable.
Es cierto también que la democracia parece ser la alternativa menos mala de organizar los asuntos humanos, pero su existencia está muy lejos de ser una necesidad, en realidad puede ser sólo un fenómeno curioso ante una nueva noche de tiranías, en la cual no necesariamente la gente estarían tristes, pueden incluso sentirse a gusto como en la novela de Aldous Huxley Un mundo Feliz.
La democracia ciertamente puede ser destruida desde fuera, pero más a menudo puede serlo desde dentro. La libertad para instaurarse y mantenerse necesita antes que nada de hombres libres, necesita de virtud, es en verdad algo precario, frágil, que para nada está garantizado por una necesidad o una ley dialéctica.
Personalmente me gusta pensar que al menos en el caso de Hitler la Providencia sí actúo, pero cuando se mira la creciente trivialidad de las sociedades occidentales, la indolencia y cobardía de los europeos, los nacionalismos mezquinos e insensatos, la resignación y vulgarización, la banalización de todos los órdenes de la vida que parecen convertirse en la vocación de estos tiempos, no puede menos de pensar que los fantasmas de la tiranía en cualquier momento pueden volver a hacer su aparición.
Y cuando uno mira de cerca el panorama desolador de estupidez, indolencia, decadencia moral, intelectual y social que ya es endémico en Cuba y poco a poco se ha ido extendiendo al exilio, llega a tener profundas reservas no ya de que un cambio sea inevitable, sino siquiera posible.
Sin dudas el ex oficial de la seguridad me replicaría, pero si nosotros ya lo sabíamos, el asunto es saber esperar.